Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos.
Así empieza la Misa del 1 de noviembre. Es un gran día con sabor familiar, porque con Todos los Santos nos une lo mismo, nos une Dios. –Alegrémonos todos en el Señor…
Celebramos a la Iglesia que ha conquistado el Cielo: …una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, nos dice el Apocalipsis.
Podríamos decir que el primero de noviembre es un día particularmente apropiado. Noviembre es un mes donde en muchos lugares hace un tiempo regular, húmedo y frío. No apetece mucho salir de casa. Así están los santos en el Cielo, abrigados y felices, sin las luchas terrenas que tú y yo tenemos.
Los santos son personas que han sido felices en el mundo, pero lo son aun más cuando dejan este valle de lágrimas.
El Señor habla de que se sientan a la mesa en el Reino con Abraham, Isaac y Jacob. El Cielo es como una gran cena de familia, donde cada uno tiene su sitio preparado y nadie pasa hambre.
Nos miran desde arriba y nos ven caminar entre el barro y la oscuridad, y también caer de vez en cuando en alguna zanja. Nos prestan ayuda con sus oraciones, fuertes y sabias.
Pero hoy es distinto, hoy es al revés. El 1 de noviembre somos nosotros los que miramos al Cielo para contemplarles en su gloria y en su felicidad.
Como es lógico nos acordamos más de los que conocemos más: parientes y amigos. Recuerdo en un Colegio Mayor de Madrid que, cuando se abría el comedor a la hora de comer, la gente se sentaba siempre con las mismas personas. Y el criterio más general era ponerse con los de su pueblo: los gallegos con los gallegos, los catalanes con los catalanes... Es normal arrimarse a lo más familiar que uno tiene en el cielo. Nos sale más fácil pedirles ayuda porque han luchado en las mismas cosas que nosotros.
Leemos en el prefacio de la Misa: …en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad. Es verdad, son nuestra fuerza, por eso les decimos: –¡Ayúdadnos a llegar al cielo!
Muchos de los que están allí han tenido una vida cristiana seria y constante. Otros se han convertido en el último momento… Cada uno tiene su historia.
Cada vez habrá más gente del Opus Dei. En ellos se han cumplido las palabras de San Josemaría: un hijo mío que cumple bien las Normas es santo, santo de altar; y bien se le puede canonizar.
Si nos tomamos en serio a Dios acabaremos en el Cielo. Para eso debemos recorrer un camino interior. Por eso rezamos. Los actos de piedad son como esas luces que ve el piloto de un avión antes de aterrizar en plena noche. Brillan a un lado y a otro marcando la pista en plena oscuridad.
–Señor ayúdanos a no desviarnos del camino, aunque veamos nuestra santidad un poco negra.
Todos los santos nos gritan hoy desde el Cielo: –¡Esfuérzate por rezar bien y llegarás! ¡Vale la pena!
A lo mejor llevamos años rezando y ya tenemos ciertos hábitos de piedad. Podríamos decir que Dios está presente en nuestras vidas… Pero, podemos preguntarnos si cuando lo hacemos, cuando vamos a Misa o hacemos la oración ¿nos encontramos con el Señor?
Te leo unas palabras del Prelado del Opus Dei que nos pueden ayudar a pensar: Que no se os haga largo estar con Dios, aunque tengáis que luchar para sacar agua del pozo. Y seremos felices, luchando por esa santidad que se queda entre Dios y nosotros (1).
Es verdad, puede que nuestros esfuerzos se quedan entre el Señor y nosotros. Mejor así.
–Señor ayúdanos a no ser mediocres al rezar, sobre todo cuando nos cueste más.
Cuando estamos más cansados, cuando no nos apetece o estamos enfados. En esos momentos hay más gracia para no quedarnos a medio gas.
Estaba Jesús con sus discípulos después de la Resurrección. De repente, sin previo aviso le pregunta a San Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas? Y, desde el fondo de su corazón, el Príncipe de los apóstoles le responde: ¡Señor, Tú conoces todo, Tú sabes que te amo!
Dios nos pide la excelencia al tratarle y por eso nos pregunta cada vez: ¿me amas? ¿me amas cuando haces oración, cuando rezas el Ángelus, o por las noches, al visitarme en el sagrario…?
El peligro que tenemos es que recemos para darnos gusto a nosotros mismos, que busquemos al rezar una satisfacción personal. Eso no lo han hecho los santos.
No podemos convertir las cosas de Dios en una especie de droga que nos atonta: No… si yo rezo. Eso no es.
¡A cuántos les tranquiliza el simple hecho de comulgar a diario, o de rezar el rosario! Y no se dan cuenta de que, si no les sirve para unirse más al Señor… ¿para qué sirve?
–Señor que nunca te tratemos con rutina, con indiferencia… Que nuestro fin seas Tú.
Este es el grupo –se dice en el salmo de la Misa- que viene a tu presencia, Señor. En eso consiste la santidad, en estar en su presencia.
Muchos de los que ahora contemplan la faz de Dios no han hecho grandes cosas, pero sin embargo sabían rezar. Han tenido quizá errores y faltas de paciencia, de pereza, de soberbia, pero han buscado al Señor.
Todos han conocido, en mayor o menor medida, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en las que todo cuesta más. Todos han sufrido fracasos y éxitos. Muchos han llorado…
Por algo el Señor nos has dicho: Bienaventurados los que sufren, los que lloran, los que pasan hambre…
Todos los santos le han podido al Señor: ¡Tú conoces todo, Tú sabes que te amo!
Hay unas palabras del profeta Oseas que nos pueden ayudar: porque yo quiero amor, no sacrificio. Eso es lo que el Señor quiere. Lo que nos pide. Ese debe ser el objetivo: amar a Dios.
Muchas veces, cuando uno se asoma en plena noche y levanta los ojos al Cielo puede ver un gran número de estrellas que brillan. Hay autores que las comparan con la muchedumbre de los santos del Cielo. Pero cuando uno mira siempre hay alguna estrella que brilla sobre todas las demás. Es la Estrella de la mañana que se ve hasta con luz. Esa estrella es María, que brilla siempre para guiarnos en el camino hacia el Cielo.
Si te fijas cuando, en la Misa, es sacerdote comienza el prefacio, después del ofertorio, cuando dice: -levantemos el corazón…, subiendo las manos y mira hacia arriba… entonces se encuentra con la Virgen que le mira desde el retablo.
María, sobresale por encima de todos los habitantes del Cielo, es la protagonista de la fiesta.
Nos mira. Ve nuestros esfuerzos por rezar bien. Por eso, cada vez que vengas al oratorio, recuerda que la Reina de los Cielos te está mirando. Así rezaremos mejor.
Ignacio Fornés
(1) 1–XI–2003
Así empieza la Misa del 1 de noviembre. Es un gran día con sabor familiar, porque con Todos los Santos nos une lo mismo, nos une Dios. –Alegrémonos todos en el Señor…
Celebramos a la Iglesia que ha conquistado el Cielo: …una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, nos dice el Apocalipsis.
Podríamos decir que el primero de noviembre es un día particularmente apropiado. Noviembre es un mes donde en muchos lugares hace un tiempo regular, húmedo y frío. No apetece mucho salir de casa. Así están los santos en el Cielo, abrigados y felices, sin las luchas terrenas que tú y yo tenemos.
Los santos son personas que han sido felices en el mundo, pero lo son aun más cuando dejan este valle de lágrimas.
El Señor habla de que se sientan a la mesa en el Reino con Abraham, Isaac y Jacob. El Cielo es como una gran cena de familia, donde cada uno tiene su sitio preparado y nadie pasa hambre.
Nos miran desde arriba y nos ven caminar entre el barro y la oscuridad, y también caer de vez en cuando en alguna zanja. Nos prestan ayuda con sus oraciones, fuertes y sabias.
Pero hoy es distinto, hoy es al revés. El 1 de noviembre somos nosotros los que miramos al Cielo para contemplarles en su gloria y en su felicidad.
Como es lógico nos acordamos más de los que conocemos más: parientes y amigos. Recuerdo en un Colegio Mayor de Madrid que, cuando se abría el comedor a la hora de comer, la gente se sentaba siempre con las mismas personas. Y el criterio más general era ponerse con los de su pueblo: los gallegos con los gallegos, los catalanes con los catalanes... Es normal arrimarse a lo más familiar que uno tiene en el cielo. Nos sale más fácil pedirles ayuda porque han luchado en las mismas cosas que nosotros.
Leemos en el prefacio de la Misa: …en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad. Es verdad, son nuestra fuerza, por eso les decimos: –¡Ayúdadnos a llegar al cielo!
Muchos de los que están allí han tenido una vida cristiana seria y constante. Otros se han convertido en el último momento… Cada uno tiene su historia.
Cada vez habrá más gente del Opus Dei. En ellos se han cumplido las palabras de San Josemaría: un hijo mío que cumple bien las Normas es santo, santo de altar; y bien se le puede canonizar.
Si nos tomamos en serio a Dios acabaremos en el Cielo. Para eso debemos recorrer un camino interior. Por eso rezamos. Los actos de piedad son como esas luces que ve el piloto de un avión antes de aterrizar en plena noche. Brillan a un lado y a otro marcando la pista en plena oscuridad.
–Señor ayúdanos a no desviarnos del camino, aunque veamos nuestra santidad un poco negra.
Todos los santos nos gritan hoy desde el Cielo: –¡Esfuérzate por rezar bien y llegarás! ¡Vale la pena!
A lo mejor llevamos años rezando y ya tenemos ciertos hábitos de piedad. Podríamos decir que Dios está presente en nuestras vidas… Pero, podemos preguntarnos si cuando lo hacemos, cuando vamos a Misa o hacemos la oración ¿nos encontramos con el Señor?
Te leo unas palabras del Prelado del Opus Dei que nos pueden ayudar a pensar: Que no se os haga largo estar con Dios, aunque tengáis que luchar para sacar agua del pozo. Y seremos felices, luchando por esa santidad que se queda entre Dios y nosotros (1).
Es verdad, puede que nuestros esfuerzos se quedan entre el Señor y nosotros. Mejor así.
–Señor ayúdanos a no ser mediocres al rezar, sobre todo cuando nos cueste más.
Cuando estamos más cansados, cuando no nos apetece o estamos enfados. En esos momentos hay más gracia para no quedarnos a medio gas.
Estaba Jesús con sus discípulos después de la Resurrección. De repente, sin previo aviso le pregunta a San Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas? Y, desde el fondo de su corazón, el Príncipe de los apóstoles le responde: ¡Señor, Tú conoces todo, Tú sabes que te amo!
Dios nos pide la excelencia al tratarle y por eso nos pregunta cada vez: ¿me amas? ¿me amas cuando haces oración, cuando rezas el Ángelus, o por las noches, al visitarme en el sagrario…?
El peligro que tenemos es que recemos para darnos gusto a nosotros mismos, que busquemos al rezar una satisfacción personal. Eso no lo han hecho los santos.
No podemos convertir las cosas de Dios en una especie de droga que nos atonta: No… si yo rezo. Eso no es.
¡A cuántos les tranquiliza el simple hecho de comulgar a diario, o de rezar el rosario! Y no se dan cuenta de que, si no les sirve para unirse más al Señor… ¿para qué sirve?
–Señor que nunca te tratemos con rutina, con indiferencia… Que nuestro fin seas Tú.
Este es el grupo –se dice en el salmo de la Misa- que viene a tu presencia, Señor. En eso consiste la santidad, en estar en su presencia.
Muchos de los que ahora contemplan la faz de Dios no han hecho grandes cosas, pero sin embargo sabían rezar. Han tenido quizá errores y faltas de paciencia, de pereza, de soberbia, pero han buscado al Señor.
Todos han conocido, en mayor o menor medida, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en las que todo cuesta más. Todos han sufrido fracasos y éxitos. Muchos han llorado…
Por algo el Señor nos has dicho: Bienaventurados los que sufren, los que lloran, los que pasan hambre…
Todos los santos le han podido al Señor: ¡Tú conoces todo, Tú sabes que te amo!
Hay unas palabras del profeta Oseas que nos pueden ayudar: porque yo quiero amor, no sacrificio. Eso es lo que el Señor quiere. Lo que nos pide. Ese debe ser el objetivo: amar a Dios.
Muchas veces, cuando uno se asoma en plena noche y levanta los ojos al Cielo puede ver un gran número de estrellas que brillan. Hay autores que las comparan con la muchedumbre de los santos del Cielo. Pero cuando uno mira siempre hay alguna estrella que brilla sobre todas las demás. Es la Estrella de la mañana que se ve hasta con luz. Esa estrella es María, que brilla siempre para guiarnos en el camino hacia el Cielo.
Si te fijas cuando, en la Misa, es sacerdote comienza el prefacio, después del ofertorio, cuando dice: -levantemos el corazón…, subiendo las manos y mira hacia arriba… entonces se encuentra con la Virgen que le mira desde el retablo.
María, sobresale por encima de todos los habitantes del Cielo, es la protagonista de la fiesta.
Nos mira. Ve nuestros esfuerzos por rezar bien. Por eso, cada vez que vengas al oratorio, recuerda que la Reina de los Cielos te está mirando. Así rezaremos mejor.
Ignacio Fornés
(1) 1–XI–2003
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