miércoles, 30 de enero de 2008

COMO EL TICTAC DEL CORAZÓN

Hoy es el día de los enamorados. Muchos esperan, de la persona que quieren, un detalle de cariño. Hoy se envían muchas rosas rojas, blancas, o amarillas, según lo que se quiere decir con el lenguaje de las flores.

En un colegio Mayor de Granada en el que trabajé si alguna no recibía ningún regalo, por la tarde su madre le mandaba una rosa, desde Murcia.

Hoy es un día donde el amor de hombre espera recibir algún regalo. Y Dios, que es muy humano también regala rosas a sus amigos.

En un día como hoy San Josemaría recibió de Dios dos regalos impresionantes: eran verdaderamente obras de arte de Dios, Opus Dei.

En un día como hoy, un catorce de febrero recibió del Señor la iluminación sobre la mujeres, y en otro catorce de febrero sobre los sacerdotes.

Las obras de Dios son siempre acabadas, que eso significa per-fecto, perfectamente heho. Y de este modo ya estaba completo el Opus Dei. Por eso es un día de acción de gracias, por los regalos tan buenos que nos hace.

–Gratias tibi, Deus. Gratias, tibi.

Este es el latir de nuestro corazón en un día como el de hoy. Es la oración del corazón: –Gracias, Señor. Gracias

Gracias a Dios, porque el trabajo que realizan las mujeres es insustituible en el Opus Dei, lo mismo que en la Iglesia.

Y no digamos el de los sacerdotes: que dan el alimento espiritual, realizan la limpieza del alma, y hacen que la familia esté unida y contenta.

Para realizar todo esto es necesario, que todos: mujeres, laicos y sacerdotes, tengamos un solo corazón, que marche al unísono junto con el de nuestro Señor.

Como se decía de los primeros cristianos, cor unum et anima una, que tenían un sólo corazón.

Hoy 14 de febrero es un día para hablar del corazón con el que tenemos que amar al Señor y a los demás.

El corazón tiene que estar unido a Dios. El corazón no puede vivir sin estar unido a la cabeza. Y tampoco debe latir a su aire.

Nuestro corazón debe estar unido a Dios, desde luego, pero debe estar unido al Señor de forma continuada. Podíamos decir que debe conservar el ritmo.

Por eso San Josemaría decía:

A veces da gusto veros funcionar —decía a sus hijas con orgullo—: marcha bien vuestra vida interior, trabajáis constantemente, hacéis apostolado. Pero de repente hay como un frenazo y reducís la marcha.

Y, ¡eso no puede ser! Vuestra vida tiene que tener un ritmo uniforme, como el tic-tac de un reloj. Para conseguirlo, el secreto es cargarla con la cuerda del amor de Dios

Para que el latir de nuestro corazón sea acompasado, sin taquicardias, ni bajones, necesitamos que el Señor nos de cuerda.

La cuerda es la oración, la pila que nos recarga nos llega de fuera gracias a los sacramentos.

Pero son muy importante nuestras disposiciones interiores: la maquinaria debe estar en buen estado.

Esto parecen cosas teóricas. Puede parecer que los que seguimos a Dios no tenemos los pies en la tierra.

Desde luego los santos siempre ha parecido alejados de la realidad, un poco románticos. Una de las primeras del Opus Dei, con total sencillez le dijo a San Josemaría:

—«Es que Vd. piensa cosas, con la imaginación, y nos pide imposibles».

En cierta forma es verdad: el Señor nos pide imposibles. Y desde luego nadie puede ganar a Dios en imaginación.

Antes decíamos que nuestro corazón tiene que latir con ritmo uniforme, pero esto no quiere decir que el amor que le tenemos tenga que ser ordenadito y versallesco con un jardín francés.
El amor que han tenido los santos, ha sido desbordante los árboles de los parques románticos. San Josemaría decía de si mismo que era el último romántico: era muy amigo de libertad y de la iniciativa.

Así debe ser pues el amor cuando es intenso tiene poco de civilizado, de amaestrado, sino que es impetuoso como el cariño de María Magdalena.

Así lo expresa la letra de una canción, que dice:

Yo no quiero amor civilizado.
Yo no quiero vecinas con puchero
columpio en el jardín.

Yo no quiero catorce de febrero,
ni cumpleaños feliz.
Yo no quiero que compres mi champú.

Yo no quiero amor civilizado.
Lo que quiero, muchacha de ojos tristes,
es que mueras por mí.

Y morirme contigo, si te matas,
y matarme contigo si te mueres,
porque amores que matan nunca mueren,
porque amores que matan nunca mueren...

Esto puede resultar poético y romántico, pero poco realista. Porque la vida –dicen– que es dura.

Desde luego los comienzos de la labor de las mujeres en el Opus Dei no fue fácil.

A principios de curso del año 1943 tres comenzaron a atender la administración de la primera residencia de estudiantes, que como había dicho San Josemaría meses atrás, «la Residencia de la Moncloa sería el escaparate de la Obra».

«Estaban ya casi en la Navidad y el funcionamiento de la administración de la Residencia era —según el honrado saber y entender de aquellas mujeres— un escaparate de desastres».

«Las chapuzas de los albañiles y los arreglos de los fontaneros, hechos deprisa y con malos materiales, propios de la posguerra, hacían interminable la presencia de obreros en la casa.

Las instalaciones eran defectuosas; las dificultades de abastecerse, cada vez mayores; y el número de residentes, muy elevado.

Las dificultades fueron minando paulatinamente el optimismo, las energías y la paz interior de las administradoras.

De manera que, al acabar el primer trimestre, habían dado al traste con aquel consejo de que nuestra vida debe tener ritmo uniforme, como el tic-tac de un reloj.

Además, con el afán de dedicar más horas al trabajo, las robaban al sueño.

Hacía algún tiempo que no habían visto al Padre. Las jornadas prenavideñas habían sido de mucha brega, y coincidían con un final de trimestre.

Se acumuló el trabajo. Los estudiantes marchaban de vacaciones y reclamaban la ropa de lavandería antes de la fecha fijada.

Algunas empleadas del hogar fueron a pasar esos días de fiesta con sus familias. Y, por si era poco, se les echaron encima los preparativos propios de la Navidad.

El 23 de diciembre fue por allí el Padre. Iba a felicitarles, por adelantado, las fiestas»

«Llamó a Nisa y a Encarnita...No tenían nada especial que contarle, salvo la desazón por la que atravesaban. Confiada y espontáneamente se desahogaron ambas.

El Padre, paciente y sereno, las escuchaba con atención. De cuando en cuando las interrumpía, dándoles ánimo y asegurándoles que aquello no duraría mucho.

— «Además, como tenemos tanto trabajo
–le explicó una de ellas–, no tenemos tiempo de hacer la oración y la hacemos trabajando y, prácticamente, sin darnos cuenta de que hablamos con Dios...»

— «Es que Vd. piensa cosas, con la imaginación —intervino tímidamente la otra—, y nos pide imposibles»

De repente aquel sacerdote, fuerte ante las contradicciones, hundió la cabeza entre las manos y rompió en sollozos»
(Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, II, 585 y ss)

Es que usted piensa cosas con la imaginación, y nos pide imposibles. Desde luego era una crítica un tanto demoledora, sería como para echarse a llorar. Pero San Josemaría no lloró por eso.

Se lo dijo él mismo a una de ellas:

«Lloré, hija mía —decía el Padre a Encarnita—, porque no hacíais oración. Y, para una hija de Dios en el Opus Dei, el trabajo más importante, ante el que hay que posponer todo lo demás, es éste: la oración»

Efectivamente este es el arma del Opus Dei, así nació, así se ha desarrollado, y así seguirá. El «secreto» no es el trabajo, sino la oración, por eso se trata de convertir el trabajo en oración.

Hoy día de los enamorados. Es un día de regalos: una flor, una caja de Ferrero-Rocher, o un aire de Loewe.

En alguna ocasión me pidieron consejo para regalarle a una chica en un día como hoy. Con la experiencia que dan los años me atreví a insinuar unos bombones de una marca conocida.

El chico, efectivamente, le compró una caja pequeña, de unos bombones baratos.

Ella fue con su madre al Corte Inglés para comprarle la mejor marca de perfume para hombres.

Y mientras ella le entregaba su regalo, él –un médico prestigioso– se encontraba ridículo con su cajita de Trapa.

Pero la cosa se arregló, pues después de unos meses le regaló una pulsera, que le costó dos sueldos mensuales.

Ella también le regaló un reloj. Ya se ve que son regalos tradicionales. Ojalá nuestra Madre –la Fundadora del Opus Dei– nos regale el reloj para marcar el tic-tac de nuestro corazón romántico. Así se lo pedimos.

Antonio Balsera

sábado, 26 de enero de 2008

LA LUZ EN LAS TINIEBLAS

«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?» (Sal 26). Estas palabras del Salmo nos llenan de paz. Él es la Luz de nuestras vidas. Luz que procede de la Luz, decimos cada vez que rezamos el credo para definir a Jesús.

Había profetizado Isaías: El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló (Is, 8). Como escribió San Mateo esta profecía se cumplió en Jesús. La humanidad caminó en tinieblas hasta que la luz brilló en la tierra, cuando Jesús nació en Belén. Luego, ese lucero se trasladó a la pequeña ciudad de Nazaret iluminando la vida de sus paisanos.

Y en ese tiempo Jesús llamó a unos hombres sencillos de Galilea y dio sentido a sus vidas. La mayoría eran pescadores con un horizonte vital bastante gris, sin ningún relieve. Su vida iba a ser el negocio de la pesca. Sus temas de conversación, si picaban o no picaban los peces... O, como mucho, la última tempestad en el lago.

Sin embargo, la Luz llegó a ellos y salieron de la penumbra de una existencia sin relieve. Su vida cambió y, a la vez recibieron el encargo de iluminar el mundo. Y gracias a ellos esta Luz nos ha llegado a nosotros.

Es una historia que ocurrió hace 21 siglos, pero que ha seguido ocurriendo a lo largo de todos estos años y que sigue ocurriendo ahora. Se puede llevar una vida cómoda, pero la vida cómoda no hace feliz. El Señor te ha llamado a ser Luz. Y tú quieres ser luz cuando seas carne y pellejo, pero no ahora cuando eres joven. Pero Jesús eligió a gente joven para que llevaran la luz del Evangelio por todo el mundo.

Podrías pensar: pero San Pedro no era tan joven... y es cierto, al menos por fuera: de hecho ya se había casado (tenía suegra) y, probablemente había enviudado. Pero interiormente sí era joven: si no, no se habría decidido a dejar la barca y a seguir a Cristo. El Señor quiere contar con la generosidad de unos pocos para llevar la luz al mundo. Siempre han sido unos pocos los que en tiempos de crisis han llenado de luz al mundo.

Y nosotros no podemos mirar a nuestro alrededor y decir: ¿dónde están y quiénes son esos pocos? Por mucho que miremos no vamos a encontrar a mucha gente... Somos nosotros. Pocos, sí.

Quiere Jesús contar con cada uno de nosotros para llevar la Luz al mundo. Y esta idea choca quizá con lo que teníamos pensado para nuestra vida. Se puede llevar una vida cómoda, pero la vida cómoda no hace feliz. «Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda sino un corazón enamorado» (Surco, 795).

Cuáles son las ilusiones de tu vida: casarte y si puede ser en un lugar chic, vivir en la calle céntrica, tener trabajo los dos aquí en la misma ciudad, llevar a tus hijos al mejor colegio..., y sólo eso. Pequeño gran burgués. Esto es ocultar el farol bajo la cama de matrimonio. Ser luz en toda circunstancia implica acercarnos a Jesús. El que da sentido a nuestra vida no puede ser otro que Jesucristo.

Ahora se entienden mejor las palabras del salmo: –El Señor es mi luz y mi salvación ¿a quién temeré? (Sal. 26). Nos guía en nuestro camino a través de las tinieblas. También ahora desde el sagrario, el Señor es un faro que da luz y sentido a toda nuestra vida: a la monotonía de nuestro trabajo, y de nuestra vida de familia, que es siempre lo mismo.

Nosotros, si acudimos al sagrario para pedir ayuda, encontramos luz para nosotros y además podemos iluminar la vida de los demás: gracias a ella estaremos serenos, optimistas, simpáticos, y pensaremos en positivo. Seremos un verdadero faro para los demás.

Dos acorazados, dos buques de guerra, habían estado de maniobras en el mar con tempestad durante varios días. La visibilidad era pobre; había niebla, de modo que el capitán permanecía sobre el puente supervisando todas las actividades.Poco después de que oscureciera, el vigía que estaba en el extremo del puente informó: Luz a estribor.

Y el capitán preguntó: -¿Viene con rumbo directo o se desvía hacia popa? El vigía respondió: -Directo, capitán. Esto significaba que iban directo a una colisión con aquel buque.

El capitán llamó al encargado de emitir señales: —Envía este mensaje: Estamos a punto de chocar; aconsejamos que ustedes cambien 20 grados su rumbo. Y llegó la respuesta: —Aconsejamos que sean ustedes los que cambien 20 grados su rumbo.
Mal estaba la cosa, y el capitán un poco enfadado dijo al encargado de emitir las señales: —Contéstele: Soy capitán, cambie su rumbo 20 grados. Respondieron desde el otro lado:—
Soy marinero de segunda clase. Mejor cambie su rumbo 20 grados.
El capitán estaba ya hecho una furia: —Conteste: Soy un acorazado. Cambie su rumbo 20 grados.

La linterna del interlocutor envió su último mensaje: —Yo soy un faro. Y el acorazado, claro está, cambio su rumbo.

Pero Dios ha querido que el cristiano sea en nuestro mundo un punto de referencia, un faro. Un faro que nos indica donde está la luz para que no nos perdamos cuando llegue la noche o una borrasca. Para eso estamos los cristianos, aunque personalmente seamos peores que los demás. Estamos para señalar el camino. Que seamos el faro que contiene su Luz que enseña el camino a todos hombres.

Nuestro Señor nos ha dicho claramente y nos lo dice ahora: «vosotros sois la luz del mundo». Y, nos podemos preguntar ¿cómo hacer para encender el faro, cómo para encender la luz?

Vivimos en la civilización del botón, del triunfo del interruptor: con solo apretar una tecla se pone casi todo en funcionamiento. Si aprietas un botón puedes conseguir casi todo: una coca–cola, una hamburguesa o una fotocopia. Con solo darle a una tecla envías un e–mail o borras un archivo, puedes mandar una foto o matar un marciano. Podemos decir que el botón está en nuestra esencia: todo hombre tiene siempre una tecla que apretar.

Pues el botón para dar luz a los demás es dedicar tiempo a Dios. Hacer oración y perseverar en ella. Pero, puedes pensar, ¿cómo voy yo a iluminar con solo cinco minutos de oración? Si te fijas en una bombilla apagada, no veis nada dentro, excepto un trocito bastante pequeño de cable. Pero una vez encendida la bombilla, ese trozo de hilo sí que da luz, porque la electricidad lo transforma en una masa incandescente.

Eso hace Dios con nuestros minutillos de oración, Él los enciende. La experiencia de la vida de los santos, nos lo demuestra: los que más han intentado estar cerca de Dios son los que más hacen felices a los demás.

La Oración a Dios nos hace ser mejores y nos convierte en el faro en medio del mundo porque nos acerca a Jesucristo. ¡La oración nos hará mejores y también a los que nos rodean!

La Virgen, Madre de Dios, dio a luz a la Luz. Que Ella nos ayude a recibirla en la comunión, y llevar la alegría a los demás.

Estanis Mazzuchelli & Ignacio Fornés

lunes, 21 de enero de 2008

EL TRASPLANTE DE CORAZÓN

El Señor decía que cuando fuéramos a orar, a dar limosna, o hacer penitencia, no lo hiciéramos como los hipócritas que se fijan en las cosas exteriores (cfr. Mt 6, 1–6), pero que su corazón esta lejos de Dios (cfr. Joel 2, 12–18).

El Señor advierte a los que hacen las cosas para quedar bien que se quedarán sin la recompensa del Padre celestial (cfr. Mt 6, 1–6).

El Señor, que enseñaba las cosas con ejemplos muy claros, les dijo a los que le estaban oyendo:

Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano.

El fariseo, daba mucha importancia a lo exterior, a las formas, por eso se puso de pie para que todos le vieran.

Cuenta el Evangelio que en su interior oraba así: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana (…)».

No pensemos que el fariseo era una persona mala: por lo menos rezaba. Lo que pasa es que rezaba para quedarse tranquilo. No busca a Dios, sino a sí mismo.

Hoy rezaría así: –«Te doy gracias Dios mío porque voy a Misa, hago oración; en Navidades fui a cantar villancicos a varios hospitales de la ciudad. Es evidente que no soy como los demás, que se emborrachan, y juegan a la güija…».

Como ves se puede rezar y, a la vez, estar lejos de Dios. Es posible no ser un gran pecador, y hacer una oración que desagrada al Señor.

En su oración el fariseo hablaba y hablaba. No dejaba que el Señor le dijese las cosas, estaba a su rollo.

Eso es lo que quiere el diablo, quiere que estemos tranquilos con lo que hacemos y que, a la vez, vivamos sin el Señor.

Satanás, que es un mentiroso, también es capaz de hacer cosas.

Un día se apareció a San Mauricio y le dijo: –«Todo lo que tú haces yo lo hago también».

El demonio se refirió a cosas de mortificación que el santo hacía: «Tú ayunas… y yo no como nunca. Tú velas… y yo jamás duermo».

San Mauricio, que lo tenía muy claro, le contestó: –«Yo hago una cosa que tú no puedes hacer».

–«Y ¿cuál es?» le dijo el diablo.

–«Humillarme», respondió el santo.

En el trato con Dios hay que ser humildes. Y la humildad es estar en verdad. Por eso, lo importante de la oración es ponernos en nuestro sitio, no ir de chulitos, sino reconocer lo que somos, gente necesitada.

Señor, perdóname. Cámbiame el corazón. Tú lo sabes todo, tu sabes que a pesar de que soy un pecador, yo te quiero.

Las personas que se convierten, saben exactamente en qué momento y dónde se decidieron a cambiar.

Te leo el trasplante de corazón que sufrió un conocido converso inglés:

«Creo que todavía sería capaz de señalar el sitio exacto de las escaleras donde una noche, a los diecisiete años, caí de rodillas y pronuncié un voto de celibato. La idea que predominaba en mi mente no era la de la virginidad.

»No estaba huyendo de las maldades del mundo que contemplaba en torno a mí… En aquella época (como les ocurre normalmente a muchas personas), comenzaba a hacer íntimas y sólidas amistades.

»También comenzaba a darme cuenta de que en muchos casos, cuando abandonáramos el colegio, la separación acabaría con ellas.

»Consciente por primera vez del ansia con que mi naturaleza buscaba la simpatía y el apoyo humanos, me pareció un deber evidente negarme a mí mismo esa simpatía y ese apoyo, aún más afectuoso que los surgidos del matrimonio.

»Necesitaba disponer de la capacidad de acompañar al Señor sin impedimentos.

Eso es lo que quiere el Señor, disponer de toda tu capacidad para quererle. Para eso nos da su gracia durante la Cuaresma.

Señor que te quiera con todo corazón. Necesitamos que nos hagas un trasplante. Oh, Dios, crea en mí un corazón puro.

Para que sea creado este corazón puro hay que romper antes el viejo, porque con ése, sólo buscamos agradarnos a nosotros mismos, como le sucedía al fariseo: que su corazón no le servía para querer a los demás.

Convertíos a mí de todo corazón, nos dice el Señor.

Quiere que nos propongamos hacer algunas cosas y que otras las dejemos. No busca un cambio superficial, busca un cambio en el fondo.

Que nos demos cuenta de que todo lo que está al margen de Dios es ceniza.

En la parábola que estaba contando Jesús, el publicano fue el que «bajó justificado a su casa». Lo único que hizo fue pedir perdón: «se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador» (Lc 18, 13).

Y eso es lo que hacemnos en la Confesión: pedir perdón a Dios, quitando esas cenizas que impiden que nuestro corazón cambie, ame a los demás.
Cuando nos confesamos nuestro corazón se dilata, se agranda porque salimos de nosotros, y entra Dios: nos llenamos de Dios, dejamos que opere en nuestro interior, que nos vaya cambiando desde dentro. Él es nuestro cirujano, quien hace la operación del transplante de corazón (6).

Un famoso periodista cuenta su propia experiencia con la confesión. Estando en Roma, después de tomarse un café se fue San Pedro. No era muy religioso, era comunista aunque bautizado.

Entró en la Basílica y, mientras la veía llegó hasta la capilla de confesionarios. El mismo nos cuenta lo que ocurrió: «Me coloqué a una cierta distancia delante de la caja –se refería a confesionario– y esperé hasta que la joven que estaba delante de mí acabara con su historia.

»Estaba arrodillada en la cabina semiabierta; parecía hablar sin fin. De repente se podía ver como le corrían lágrimas a borbotones.

»Me sentí un poco incómodo con esta escena; miré esforzado hacia alguna estatua y estaba a punto de irme, cuando el confesor me llamó desde la cabina. Yo sólo vi el brazo extendido y un dedo que me llamaba. Ya no había posibilidad de escapar, y me lancé a algo que me parecía ridículo.

»El sacerdote me hizo algunas preguntas y al final, me dio un consejo que dio justo en el clavo, como una flecha en un punto minúsculo de una diana minúscula».

Aquel encuentro con el Señor en la confesión -aunque fue un poco forzado- cambió el corazón del periodista. Porque Dios, a quien se le acerca arrepentido, le da un corazón nuevo y un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos (Ez 11, 19–20).

Cuanto más cuidemos nuestras confesiones, más frecuente serán nuestras conversiones, porque más dejaremos actuar al Señor en nosotros.

La conversión primera, quizá puede ser espectacular, pero tan importantes o más son las pequeñas conversiones que experimentamos en la confesión semanal.

Si queremos conversiones, confesiones. Cuidar la confesión es hacerla con calma, pero sobre todo es hacerla frecuentemente: la peor confesión es la que no se hizo con sinceridad, y después, la peor confesión es la que no se hizo por pereza.

«Muchas conversiones (…) han sido precedidas de una encuentro con María… Nuestra Señora ha activado las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una nueva vida» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, 149).

María es nuestra enfermera, el amor que le tenemos hace de anestesia, para que el trasplante de corazón cueste menos.

Mazzuchelli & Fornés

domingo, 20 de enero de 2008

SOLO UNA VIDA

En el Evangelio se nos hablaba de las bienaventuranzas: felices seréis en la medida en que seáis pobres en el espíritu, bienaventurados si lloráis, dichosos si vivís la mansedumbre.

Y pensaba que una persona que vivió todo esto fue San José: él tenía hambre y sed de justicia, de santidad; él fue misericordioso con todo aquél que estaba necesitado de que le ayudaran a llevar su miseria. Fue José un hombre limpio de corazón y por eso pudo ver a Dios en esta misma tierra.

Vamos a pedirle a este maestro de la vida interior que nos consiga cercanía, proximidad con Dios. Para que no tengamos otra meta en nuestra vida, otra ilusión que hacer su voluntad.

Que no busquemos nuestra afirmación personal al margen de lo que Dios quiere de nosotros. No sólo una afirmación personal contraria sino al margen de lo que tiene que ser la razón de ser de nuestra vida.

Solamente seremos bienaventurados, felicísimos, si nos entregamos para que se realice el querer del Señor: aunque sea paradójico como son las bienaventuranzas.

Las personas que nos hemos entregado a Dios no tenemos asuntos personales y además, asuntos relacionados con Dios, como si las dos clases de asuntos fueran complementarios. Para las santos sólo hay un tipo de asuntos.

En el fondo esto es la unidad de vida: que todo, absolutamente todo, hasta el descanso, hasta el sueño, acabe siendo oración, acabe siendo amor a Cristo.

Los santos han sido personas que sólo tenía un fin: hacer la voluntad de Dios. Eso tiene muchas consecuencias prácticas. No debemos contrariarnos, chirriar, si no tenemos tiempo para nuestras cosas personales porque en realidad no deberíamos tener cosas sólo personales, como si sólo fueran nuestras.

La unidad de vida para alguien que busca la santidad en medio del mundo, es fundamental porque nosotros no sólo nos alimentamos espiritualmente de rezos: nuestra misión es santificar lo material.

Se necesita rezar mucho para que lo de fuera sea lo mismo que lo de dentro: en realidad la unidad de vida tiene mucho que ver con la sencillez.

Que nos dé igual ordenar la habitación que trabajar en el asunto más trascendente. Ordenar nuestro armario no es una cosa personal, sino que refleja lo que somos cara a Dios, aunque no nos viese nadie más que Él.

Necesitamos hacer oración para ver a Dios en todo, también en lo que los demás no ven.

Cuánta gente predica una cosa y hace otra: pero la verdadera fuerza ésta en cuando se nota que hacemos lo que decimos.

Y debe ser lo mismo: hacer que decir, realizar una cosa ordinaria que una que llaman extraordinaria.

Qué feliz se encontraba San José aserrando troncos. Él, que era una de las personas mejor dotadas que han existido, con una riqueza interior prodigiosa, estaba feliz en la carpintería.

Por eso Satanás no pasaba del umbral de su taller, porque aquel ruido de la sierra y del martillo era como una música religiosa.

No sabía el demonio por dónde tentarle: este carpintero le parecía un ser enigmático: se encontraba feliz con su trabajo monótono y gris, quien podía haber sido una celebridad.
«No lo entiendo, no lo entiendo: cómo una persona puede vivir sin buscar el lucimiento en las cosas que hace».

En el trabajo apostólico debemos de dar prioridad a la formación... Y la formación en gran medida consiste en conducir a cada uno a la unidad de vida.

A unos habrá que insistirles en que no piensen que la vida interior consiste sólo en rezos. A otros, ayudarles para que en la práctica nada esté al margen de Dios.

Efectivamente hay una ruptura en la unidad de vida cuando se conduce la vida interior al margen del trabajo: entonces se ven las prácticas de piedad como un gasto de tiempo.

Y es que la vida interior es como un árbol, que se alimenta de todo lo que tiene alrededor, y el trabajo es una de las facetas que está más presente en nuestra vida.

La vida interior se alimenta también de las dificultades. Debemos ser santos, no «a pesar de las dificultades», sino «a través» de ellas.

Todo nos ha de llevar a Dios, incluso el pecado. Nosotros tenemos la posibilidad de amar a Dios desde el pecado: quizá la vida interior no consista en otra cosa que hacer muchos actos de contrición, porque nosotros somos pecadores.

Nos acordamos de aquel pasaje de la Sagrada Escritura en la que se dice que los hombres movido por el orgullo quisieron hacer una torre, como si se tratase de un monolito, un monumento construido para emular a Dios.

Es como si el hombre dijera: hago esta torre para que se vea claramente que yo puedo construir cosas de espaldas a Dios.

Sabemos que aquello terminó mal. Cuando uno vive de espaldas a Dios, cuando no quiere contar con Dios, a esto llamamos pecado.

Y precisamente el pecado es lo más deletéreo, lo que más desune, por eso a aquella torre se le llamó «Babel», que significa confusión. En ese sitio ya los hombres no se entendían. Al separarse de Dios, también entre ellos dejó de haber comunicación fluida.

El pecado es lo que hace que se pierda la unión, la unidad. Por eso la mejor forma de reconstruirla es la contrición, el pedir perdón.

Dile al Señor ahora mismo: –Tú sabes todo, Tú sabes que a pesar de mi miseria, te quiero.

El pecado es lo que separa, y disgrega, y el amor es lo que crea la unidad. El amor simplifica todo: ama y haz lo que quieras decía San Agustín.
Todos los alimentos se unen en el estomago, se entremezclan para pasar al organismo, allí ya no hay primer plato, segundo plato y postre. Según dicen en la barriga se mezcla todo, para luego darnos la energía que nos hace vivir.

También en el organismo sobrenatural todas las virtudes se acaban entremezclando y nos ayudan a vivir la vida de nuestro Señor. Todas las virtudes se mezclan para ayudarnos a ser otro Cristo.

Todo lo que hacemos tiene que servir para eso. Nada debe estar desconectado de nuestra vida en Cristo.

En esto consiste la santidad en nuestra unión con Cristo. La santidad es perfección, pero no es una perfección cualquiera. La santidad es perfección en el amor. Hacer las cosas por Él y en Él, porque el amor es unión de voluntades.

Cuando algunas cosas que hacemos están desconectadas de amor de Dios, entonces no sirven para lo principal de nuestra vida.

Y lo curioso es que se pueden hacer prácticas de piedad sin que haya esa conexión. Cuando se hacer normas de piedad desconectadas del Señor, indudablemente se busca la perfección, pero es una auto-perfección

Hay diversas formas de asemejarnos, pero hay una sola santidad, una sola, que es vivir la vida de Cristo.

Aunque seamos todos distintos, con carácter diferente, tenemos todos la misma partitura que seguir.

La misma sinfonía interpretada con instrumentos distintos, cada uno el suyo: eso es la santidad.

Pero en nuestro camino por identificarnos con el Señor, por se ipse Cristus, el mismo Cristo, habrá muchas veces que desafinamos. Que no interpretamos bien la melodía. Entonces habría que rectificar hasta que nos salga según la voluntad de nuestro Director de orquesta.

Poniendo un símil de la jardinería podemos decir, que en la vida, nuestras equivocaciones y pecados pueden formar un tapón que obstruya el paso del agua, y se impide el riego que hace crecer las plantas

En nuestra vida conviene limpiar los canales, que no haya tapones que impidan la conexión con Dios.

Hay que limpiar los conductos del alma para que las hojas muertas por pecado no obstruyan los canales por donde nos llega el amor de Dios. Esto es el arrepentimiento, la contrición, que el Señor nos pide para unirnos a Él, sabiendo que nosotros somos pecadores, ante todo pecadores. Pero el pecado no puede separarnos de la unión con Dios.

La unión con Dios, que es unión con su voluntad: amor profundo a la voluntad del Señor. Esto es lo que hace que en esta tierra sólo tengamos un objetivo.

A veces no tenemos ganas de hacer la voluntad de Dios, pero eso no importa. Lo que verdaderamente importa es que aunque sea a contra pelo la realicemos.

Cuando hacemos la voluntad de Dios con sentimiento, bien está, pero en esta vida tiene más valor hacer el querer del Señor sin ganas.

Ante un viaje, un santo del siglo XX decía:

¿Queréis saber por qué será de mucho fruto este viaje? Porque no tengo ganas de ir.

Bien sabía este santo que las cosas tenía que hacerlas como las hicieron los místicos del siglo XVI, por «dar contento» al Señor. No por darnos gusto a nosotros. Y esto se ve claro cuando esos dos gustos no coinciden.

Estamos en temporada de esquí, y podemos poner un ejemplo de este deporte: cuando se hace la voluntad de Dios vamos en telearrastre, cuando no se hace así, es agotador, subir una montaña con nuestras propias fuerzas.

La Virgen dio gustó en todo a Dios, no tuvo otra meta en la vida que hacer su voluntad, vivía siempre pensando en Él. Y como San José también ella fue felicísima, bienaventurada, porque su vida fue la de Jesús, no tuvo otra.

NUESTRA MISA

Pregunté a una persona para que adivinase el tema de la meditación. Y como pista le dije que era el tema más importante.

Enseguida me respondió:
La fraternidad
–Más importante
La filiación divina.
–Más importante
La unidad de la Iglesia...

La filiación divina, la fraternidad y la unidad de la Iglesia tienen fundamento en la acción más importante que puede hacer un hombre: asistir o celebrar el Sacrificio del Altar.

Es lo que nos convierte en el mismo Cristo, lo que nos hace ser uno, por la común-unión.

Qué importante es la Misa para la labor apostólica con la gente joven. Es el momento más importante de formación. Lo sabemos por experiencia: cuando una persona asiste un día y otro día, un mes y después otro mes, se da el cambio.

De forma silenciosa el Señor va transformando el alma de las personas que se le acercan tan de cerca. Eso es lo que nos ocurrió a muchos de nosotros. Cuando pasaron los meses y miramos para atrás nos dimos cuenta del cambio tan grande.

Los sacerdotes hemos visto conversiones en gente que ha empezado a asistir regularmente. Se da el cambiazo, por eso es el momento más importante de la formación.

Así como para una persona joven la Misa es una fuente de conversión rápida, para la gente mayor existe un problema: somos humanos y el ser humano se acostumbra a todo.

El ser humano se acostumbra a vivir con poquísima comida en un campo de concentración. Y se acostumbra no sólo a lo malo. También a lo bueno: puede vivir en un palacio y parecerle lo más normal del mundo.

Uno puede vivir cerca de una estación o cerca de un aeropuerto, y se acostumbra, y no impedirle dormir el ruido que hacen los trenes o los aviones. Porque el ser humano tiene esa capacidad acomodaticia.

Por eso podemos acostumbrarnos a lo más importante de nuestra vida y de nuestro día. Y ponernos de mal humor si un sacerdote se retrasa dos o tres minutos.

Todos podíamos hablar de cosas maravillosas sobre la Santa Misa. Por que en verdad la Santa Misa es lo más grande que nosotros podemos hacer en este vida.

Tiene más valor que todos los santos juntos, incluida la Santísima Virgen. Hemos asistido esta mañana a este prodigio y sin embargo, aquí estamos.

El ser humano tiene una capacidad increíble para acostumbrarse a todo. Hacer costumbre: eso es una cosa positiva si se trata de construir hábitos buenos.

Pero también la costumbre puede quitarle importancia a las cosas, simplemente porque las repetimos. La costumbre nos acostumbra.

Le decimos ahora al Señor:
Que no me acostumbre jamás a tratarte

Nos dice el Papa en la carta Deus cáritas est que el Evangelio no es original porque transmita nuevas ideas.

Lo curioso es que lo importante del Evangelio no es el ideario. De forma sencilla lo dice el Papa:

«La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas».

Y es que el santo no es el que sabe los criterios evangélicos, ni siquiera el que los llevara a la práctica.

El Señor no quiere hacernos unos teóricos, ni tampoco quiere hacernos unos prácticos. Lo que pretende es que descubramos la figura del Salvador, y tengamos amistad con él.

El Papa va más allá:

Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios.

Dios que actúa en la historia de la humanidad de forma desconcertante.

Lo que pretende es salvar al hombre y lo hace según su lógica original.

La lógica de Dios es el don, el regalo, la gracia, la gracia, el amor: se puede decir de muchas formas pero la realidad es una.

El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos. Dios no necesita nada de nosotros, nos quiere porque Él es bueno, no porque nosotros seamos buenos.

Estamos en una sociedad comercial, donde se puede meter el interés hasta en el apostolado. Por eso cuando la gente ve que se la quiere para obtener un fin, en seguida da la estampida.

Sin embargo el amor no es así, no busca el interés personal. Y el amor, en su forma más radical, lo realiza Dios muriendo en una cruz.

Es aquí, en la cruz –dice el Papa– donde puede contemplarse esta verdad, que “Dios es amor” (1 Jn 4, 8).

Pero eso no ocurrió una vez, y ya está. Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la Eucaristía

Esto es la Misa: el amor de Dios que llega extremo de aniquilarse por nosotros: la kénosis. Dios que se enfrenta consigo mismo, que se pone entre las cuerdas, por nuestro amor.

Y la Misa, como todas las cosas en la que participamos los hombres, podemos convertirla en una rutina: puede formar parte de nuestra rutina diaria, de nuestro plan de vida.

Y aunque haya rutinas buenas, también es verdad que no es sólo una cosa que hacemos nosotros.

La Misa es un rito, pero es mucho más. El Papa nos habla de la “mística” de la Eucaristía: la base de este sacramento es el abajarse de Dios hacia nosotros.

El mandamiento del amor, que hace Jesús el Jueves santo, sólo se puede entender a partir de la Eucaristía .

El Señor nos manda que amemos, y esto parece una cosa extraña: ¿se puede mandar amar?

Benedicto XVI remacha que Dios puede mandarnos que queramos porque nos no da:
el amor puede ser «mandado» porque antes es dado.

En el ámbito de la Última Cena, en la que el Señor anticipó su entrega, es cuando Él nos manda que nos queramos.

Y luego envía a sus discípulos a eso: a que vayamos y demos fruto de Amor de Dios y al próximo.

Precisamente se llama Santa Misa dice el Catecismo «porque la liturgia en la que se realiza el misterio de la salvación se termina con el envío de los fieles (“missio”) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana» (n.1332).

Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta dice el Papa— han adquirido su capacidad de amar al prójimo gracias a su encuentro con el Señor en la Eucaristia.

Como contrasta todo esto con la imagen que dan –no los santos– sino algunos buenos cristianos:

La Misa es larga, dices, y añado yo: porque tu amor es corto (Camino, n. 529).

¿No es raro que muchos cristianos, pausados y hasta solemnes para la vida de relación (no tienen prisa), para sus poco activas actuaciones profesionales, para la mesa y para el descanso (tampoco tienen prisa), se sientan urgidos y urjan al Sacerdote, en su afán de recortar, de apresurar el tiempo dedicado al Sacrificio Santísimo del Altar? (Camino, n. 530).

Estos puntos 529 y 530 de Camino recogen convicciones muy profundas de Josemaría.

Indudablemente esto que escribió era fruto de su experiencia y de su estudio.

Por eso, la pausa al celebrar la Misa, y la actitud de oración y de adoración en el Sacrificio del Altar fue para San Josemaría un asunto vital.

En la tarde del día 21 de octubre de1938, estando en Burgos, fue con tres o cuatro miembros del Opus Dei a visitar la Cartuja de Miraflores.

Al volver, hicieron juntos un rato de lectura espiritual, además les dio una meditación y después tuvieron un rato de tertulia.

Lo que ahora nos interesa es aquella lectura que hicieron, que porque tiene relación con el punto de Camino que acabamos de leer: el 530.

Leyeron unas páginas de un libro que San Josemaría conocía muy bien, y que estaba manejando aquellos días.

Me refiero a la célebre Instrucción de sacerdotes, del cartujo del siglo XVI Antonio de Molina.

Eran los capítulos dedicados a la pausa y gravedad con que se ha de celebrar la Santa Misa, sin apresuramiento.

«El libro y el tema –escribe Eduardo Alastrué en el Diario de ese día–, muy interesante: duración de la misa.

El autor desmenuza admirablemente la cuestión y quedamos perfectamente enterados, mejor dicho, confirmados en nuestra opinión de que el barullo, la prisa, el decir y hacer todo a medias, si son en las cosas corrientes un gran defecto, en el Santo Sacrificio son intolerables»

Las páginas del monje cartujo son, en efecto, piadosas, rigurosas y profundas. Así comienza el cap. 12:

«Es tan extremado y universal el abuso que hay en este tiempo acerca de decir la Misa acelerada y atropelladamente, que a los que lo miran con ánimos píos y religiosos les lastima mucho y quebranta el corazón».

Lo que el P. Molina veía como algo tan «universal» en el siglo XVII, era igualmente una cuestión pastoral en la época de San Josemaría.

Y así lo reflejó en este punto 530, escrito por aquellos días.

A Eduardo Alastrué, que participaba esos días en la Santa Misa que celebraba el Beato Josemaría, le impresionó, sin duda, esta lectura por lo que vivía a diario en aquellas celebraciones.

Al día siguiente, al anotar la actividad en el Diario del pequeño grupo, que acompañaba a San Josemaría, escribe: «Una meditación paseando, la Misa –de las que hubieran satisfecho al P. Molina– y el desayuno en las Teresianas...» (CAMINO Edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, nota 2022: Diario de Burgos, 22-X-1938; Eduardo Alastrué).

Y es que como decía el Sto. Cura de Ars: «todas las buenas obras juntas no pueden compararse con el sacrificio de la Misa, pues son obras de hombres, mientras que la Santa Misa es obra de Dios» (p.107).

La santa Misa, Obra de Dios, trabajo de Dios, así lo entendió San Josemaría, un trabajo que le rendía, pero que le era muy grato. Por eso escribió:

Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas, y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes. FORJA 436.

A esa actitud de amor de los santos se contrapone nuestra rutina y nuestra acostumbramiento, en definitiva nuestra tibieza.

El Santo Cura de Ars, que tantos sacerdotes confesó, aseguraba que la tibieza en el sacerdocio se deba a no dar importancia a las distracciones durante la Santa Misa.

Las distracciones, que no deben asustarnos, sino corregirlas sin perder la paz: somos niños débiles delante de Dios.

San José, modelo de persona atenta, siempre con el alma a la escucha de la voluntad de Dios le decimos:

–¡Qué hombre tan afortunado fuiste!

–Te fue concedido no sólo ver y oír a Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino también te fue concedido abrazarlo, besarlo, vestirlo, y cuidar de Él.

–Ruega por nosotros afortunado José, para que tratemos a Jesús en la Santa Misa con el cariño con el que asistía la Virgen.

Antonio Balsera


LAS TENTACIONES DE JESÚS

Cuando pecamos hacemos una especie de contrato con satanás. Le servimos a él, y él nos sirve a nosotros.

Precisamente lo que hizo el Señor, como dice san Pablo, es romper el contrato. El enemigo quiere que firmemos ese contrato con lo más íntimo que tenemos, si fuera posible con nuestra propia sangre. Y así, hasta materialmente, ha ocurrido en la historia.

Jesús, con su sangre ha rubricado otro contrato, esta vez con Dios. Se encarnó para hacerlo, para que Dios habitara en nosotros. Lo decimos todos los días en el Ángelus: «et Verbum caro factum est et habitabit in nobis» (1).

Ahora le podemos decir:
Señor, has querido habitar entre nosotros. No te hiciste ángel, te has hecho hombre.

Y como hombre, también quiso sufrir las tentaciones del maligno. Dice el Evangelio que Jesús, justo después de ser bautizado, fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado (2).

También en nuestra vida puede presentarse el tentador camuflado, porque es el engañador.

Podemos imaginarnos la escena. Jesús en el desierto, solo, y satanás, por aquello del camuflaje, pudo haberse presentado en forma de beduino, tapado entero y dejando a la vista unos ojos negros y hundidos.

Se acercaría a Jesús y le preguntaría: ¿Estás solo? El Señor no contestaría. Ante el tentador lo que haría Jesús sería rezar.

El diablo, aunque tenga delante alguien que sea muy bueno, insiste siempre. Por eso, seguiría hablando para entablar una conversación con Jesús, y le diría:
¿Cómo es que estás aquí? ¿Te has perdido?

Al principio empieza como si se interesara por nuestras cosas. Hace como los pescadores, nos pone un anzuelo para que piquemos, algo que nos interesa. Y, después, intenta que desconfiemos de Dios. Nunca va abiertamente.

Un autor habla incluso de que el tentador, en aquella ocasión, al ver que era muy guapo, le diría: –Eres muy atractivo, ¿por qué no te casas? El Señor ni le miraría, rezaría más intensamente.

Al ver a Jesús solo en desierto, lo que satanás tendría en la cabeza sería hablar y hablar, hasta llegar a decirle: Dios está muy lejos de ti, en el Cielo. Nosotros estamos aquí, en la tierra, y Él no... Rezar servirá, pero no es una cosa segura: a veces sirve y a veces no.

Efectivamente, todas las tentaciones tienen un único objetivo: convencernos de que sin Dios es posible vivir, incluso se vive mejor. El tentador quiere mostrarnos a Dios como alguien que no tiene nada que ver con nuestra vida diaria. Nos lo presenta como un ser lejano. Por eso es bueno que le digamos ahora al Señor:
–Señor, no estamos solos, Tú estás conmigo.

Satanás, en algunos momentos, lo tiene fácil porque Dios no se ve, como se ve el dinero. No se escucha, como se escucha la música.

El diablo insinúa que no merece la pena seguir en todo el querer de Dios, porque no es siempre grato.

–Señor líbranos del mal, de los ataques del diablo.

La tentación atrae, porque el maligno nos tienta con cosas que nos gustan. Si a Eva le tentó con una manzana, la fruta no estaría llena de gusanos. Sería roja, jugosa, limpia y brillante.

A Jesús, que estaba hambriento después de cuarenta días en el desierto, le diría:
¿Has visto esas piedras? son redondas y lisas ¿a que… parecen panes? No tienes más que decir quiero y ya está…

-¡Calla!, respondería tajantemente el Señor con fuerza: «no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que viene de Dios» (3).

La manera de vencer las tentaciones es justamente lo que hace el Señor: no dialogar con ellas. Cortar en seco y ponerse a rezar:
–Señor, no nos dejes caer en la tentación.

Se vencen rezando y contando lo que nos pasa. Son dos formas de sinceridad, de verdad.

Si hacemos eso, no tenemos que tener miedo a satanás y a sus tentaciones. El Verbo es la verdad y al enemigo se le vence con la transparencia. Lo peligroso sería que no contáramos las tentaciones, porque entonces estaríamos solos, sin ayuda.

Por eso decía San Josemaría: Quien oculta a su Director una tentación, tiene un secreto a medias con el demonio. –Se ha hecho amigo del enemigo. (4).

Esto ocurre. El demonio, para engañarnos, busca que estemos solos en la pelea, incluso ataca cuando somos más débiles, cuando menos experiencia tenemos, en la juventud.

Esto ha ocurrido en la historia. Esta documentado, que en un convento de agustinas, en Ávila, donde había estado Teresa de Jesús cuando era niña, había una religiosa prodigio. En toda la ciudad se hablaba de ella con asombro.

Esta monja Agustina, entró en el convento con muy pocos años. Conoce a las mil maravillas las sagradas Escrituras sin haber cursado estudios.

Su saber asombra a todo el mundo. Muchos son los que vienen de la ciudad para escucharla. Los superiores empiezan pronto a preocuparse. Se preguntan de dónde le viene esta ciencia. Por el locutorio del convento van a desfilar los más insignes teólogos, no sólo de Ávila, lo que no es mucho decir, sino hasta de Salamanca, la universidad más cercana.

Todos se inclinan a pensar que la ciencia de la monjita es ciencia infusa, procedente del buen espíritu. Pero los superiores siguen con la duda detrás de la oreja.

Entonces, recurren a san Juan de la Cruz y solicitan su parecer. Él se resiste. No le corresponde a él pronunciarse, después de tantos ilustres maestros. Pero el superior general de los agustinos, insiste en que examine este caso tan extraño. La Madre Teresa apoya la petición.

Fray Juan se sienta en el confesionario para escuchar a la famosa religiosa. Pasa una hora. El general de los agustinos y las monjas del convento están a la espera.

Cuando sale dice:
«–Señores, esta monja está endemoniada». El general le encarga allí mismo los correspondientes exorcismos. Poseemos un gran número de detalles sobre estas sesiones. Por el espacio de dos meses tuvieron lugar regularmente una o dos veces por semana, produciéndose las escenas más escalofriantes.

Desde el primer momento, la monja admitió haberse entregado a Satanás poco después de su ingreso en el convento, cuando aún era una niña.

El contrato con el demonio lo hizo formalmente. La niña se había sacado sangre de un brazo, para escribir el pacto sobre el papel. Los exorcismos agitan de una manera increíble a la endemoniada, produciéndole convulsiones y accesos de rabia.

En una ocasión, fray Juan ordena a la monja que repita estas palabras: «Verbum caro factum est et habitavit in nobis» (5). La monja le obedece rápidamente: «El Hijo de Dios se hizo hombre y habitó entre vosotros».

«¡Mientes! –replica el fraile–: las palabras no dicen “con vosotros”».

«Es como digo –insiste la monja–, porque no se hizo hombre para vivir con nosotros, sino con vosotros».

Efectivamente el Señor siempre está con nosotros, aquí y ahora, mirándonos desde el sagrario, y sobre todo en nuestra alma en gracia, cuando no lo echamos a patadas por el pecado.

Cuando uno no está en gracia, no debería de decir en el Ángelus:
et habitabit in nobis, sino et habitabit in vobis.

Por fin, después de varios meses de repetidos exorcismos y de incidentes heroicos, el diablo devuelve la cédula de contrato firmado por la monja. Entonces, ella se siente liberada de esta terrible pesadilla.

Nosotros sabemos lo que tenemos que hacer: rezar y contarlo todo. Porque, como decía san Josemaría, el demonio es astuto por viejo, pero es tonto porque se repite.
Cuando hablamos y sacamos todo lo que tenemos dentro, Dios nos cura con su gracia, nos libera.

Como han dicho los santos, «un medio para ser franco y sencillo» es dirigirle al Señor las palabras de Pedro: «Domine, Tu omnia nosti...» –Señor, ¡Tú lo sabes todo! (6).

El tentador sabe que lo que nos salva es la sinceridad, por eso intenta desconcertarnos para que desconfiemos de quienes nos pueden ayudar. Hace lo que sea para dejarnos solos, sin apoyos.

Cierto día, durante el tiempo que duraron los exorcismos, acuden al convento de Nuestra Señora de Gracia dos carmelitas descalzos, que presentan un asombroso parecido con fray Juan de la Cruz y el que siempre le acompañaba.

Vienen, según dicen, para ver a la posesa. La hermana tornera le hace entrar en el confesionario. Cuando la endemoniada sale del confesionario tiene el semblante desesperado. La madre superiora le pregunta qué ha sucedido. «Fray Juan –responde la endemoniada– me ha dicho lo contrario que otras veces».

Inmediatamente la superiora coge pluma y escribe una nota a fray Juan diciéndole lo que pasa. Este avisa a su compañero de turno, y le dice: «Vamos a las monjas».

Cuando éstas los ven llegar respiran. A fray Juan le cuesta muy poco descubrir el engaño del diablo, que ha tomado su figura para confundir a su víctima.

Nosotros tenemos que ver a Dios en las personas que nos ayudan, que no nos dirán cosas contrarias a lo que el Señor nos dice. Lo raro sería que hubiera contradicción.

Por muy santa que sea una persona, por mucho que haya trabajado por el Señor, siempre hay cosas que están mal, que nos humillan, porque muestran deslealtad con el Señor. Eso lo han sabido todos los directores espirituales. Por eso, los santos han querido fomentar el desahogo, para que el alma se explaye. En definitiva, todos necesitamos un desaguadero, porque, en algunas cosas no habremos sido fieles al Señor y eso en el alma engendra pus.

San Josemaría contaba una anécdota de su experiencia en labor de almas:

«Me hallaba dirigiendo un curso de retiro para sacerdotes de diversas diócesis. Yo los buscaba con afecto y con interés, para que viniesen a hablar, a desahogar su conciencia, porque también los sacerdotes necesitamos del consejo y de la ayuda de un hermano. Empecé a charlar con uno, algo brutote, pero muy noble y sincero; le tiraba de la lengua un poco, con delicadeza y con claridad, para restañar cualquier herida que hubiera allá dentro, en su corazón. En un determinado momento, me interrumpió, más o menos con estas palabras: yo tengo una envidia muy grande de mi burra; ha estado prestando servicios parroquiales en siete curatos, y no hay nada que decir de ella. ¡Ay si yo hubiera hecho lo mismo!» (7)

Este buen sacerdote sentía que no había llegado no siquiera a la altura de su burra en el servicio a Dios. Quizá no será este nuestro caso, pero a nosotros nos conviene sacar también nuestras pequeñas infidelidades.

Nosotros hemos un pacto con la Virgen, por eso no podemos temer nada. Ella nos protege. Esta siempre dispuesta para conseguirnos la gracia necesaria para contar las cosas y rezar.

Los niños acuden mucho a nuestra Madre del cielo y, como tienen mucha imaginación, uno decía que se imaginaba a la Virgen atravesando el corazón del diablo, y, luego, metía su corazón negro dentro de una jaula transparente para vigilarlo y no perderlo de vista.

El lema del Sacromonte es: a María no le tocó el pecado primero. No tuvo nada que ver con Satanás. Es la Inmaculada.

«
Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te!» –¡toda hermosa eres, María, y no hay en ti mancha original!, canta la liturgia alborozada. No hay en Ella ni la menor sombra de doblez: ¡a diario ruego a Nuestra Madre que sepamos abrir el alma en la dirección espiritual, para que la luz de la gracia ilumine toda nuestra conducta!
–María nos obtendrá la valentía de la sinceridad, para que nos alleguemos más a la Trinidad Beatísima, si así se lo suplicamos.
(8)

(1) Juan 1,14. (2) Cfr. Mateo 4,1. (3)Mateo 4,4. (4) Surco. 323. (5) Juan 1,14. (6) Cfr. Surco, 326. (7) Amigos de Dios 16. (8) Surco n. 339.

Ignacio Fornés & Antonio Balsera

PUENTES

La Iglesia prohibió que a la Santísima Virgen se le representase con vestiduras sacerdotales, porque en alguna ocasión se le representó a María con casulla. Y es que indudablemente una mujer no puede ser sacerdote.

No porque las mujeres sean inferiores, sino porque así es la voluntad de Dios. Del mismo modo que la materia del sacramento de la Eucaristía es el Pan. Y hay otros alimentos más nutritivos, pero no se pueden consagrar.

Una mujer, por muy santa que sea, no puede ser sacerdote. Pero sí tener alma sacerdotal, que es la mayor cercanía que se puede tener con Dios, después de Jesús. Y a eso es a lo que aspiramos todos, laicos y sacerdotes: no a desempeñar funciones de sacerdote, sino a tener un alma de sacerdote.

Podemos tener alma sacerdotal. Así se lo decía San Josemaría a unas hijas suyas el mismo día de su muerte, el 26 de junio de 1975:

Vosotras tenéis alma sacerdotal (...). Los seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis ayudar con esa alma sacerdotal, y con la gracia del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes (...), haremos una labor eficaz... (J. M. Cejas, Vida del Beato Josemaría, p. 212)

-Señor, ¿qué significa tener alma sacerdotal? ¿cómo es el alma de sacerdote?

Un sacerdote es un pontífice, un puente entre Dios y los hombres. Ya sabemos que el único mediador es Jesucristo, pero el Señor quiere servirse de instrumentos, como el agua para limpiar el pecado original, el pan y el vino para alimentarnos de su Cuerpo y su Sangre, y el sacerdote para que medie entre Dios y los hombres.

Por eso, el sacerdote es la persona que nos lleva a Dios, que nos sirve de enlace, como un puente que una a cada uno con Dios: el Sumo Sacerdote de la nueva ley es le llama Sumo Pontífice.

Esta función la cumplen los sacerdotes de una manera concreta: predicando la palabra de Dios y administrando los sacramentos.

Y a la vez, es una función que pueden cumplir todos los fieles: estar todo el día uniendo con Dios. De hecho, no nos debería quedar tiempo para otras cosas y así, estaríamos dichosísimos sacrificándonos, sin pensar que somos víctimas, entregando todas nuestras energías en servir de enlace con el Señor.

Lógicamente, en primer lugar hemos de estar nosotros muy cerca: nuestra función principal es mantener continuamente una comunicación, que haya un continuo roce, conversación: ésta es nuestra principal ocupación: por eso decía un santo de nuestro tiempo: "mi oficio es rezar". Eso le decimos ahora:
-Señor, mi principal ocupación eres tú.

En una ocasión, San Josemaría encargó a un hijo suyo que resolviera un asunto complejo. Éste le contestó:
-No se preocupe, Padre, sé rezar.

Por eso, el Fundador de la Obra, concretaba el modo de vivir el alma sacerdotal de una manera aparentemente sorprendente. En las palabras que te citaba antes, el mismo día de su muerte, proseguía: Me imagino que de todo sacáis motivo para tratar a Dios y a su Madre bendita, nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Ángeles Custodios. (J. M. Cejas, Vida del Beato Josemaría, p. 212-213)

De todo: de las cosas que nos van bien y de las que nos superan. Tener alma sacerdotal es no perder la calma y acudir al Señor en el Sagrario: que eso es lo eficaz.

Por eso la primera virtud que tiene que vivir un buen sacerdote es la piedad: lo más opuesto a un sacerdote santo es un sacerdote burócrata.

Y así, cualquiera que quiera tener alma sacerdotal. Quizá no somos muy listos, ni muy capaces, ni con muchos recursos. Pero sabemos rezar, y así sacaremos adelante lo que haga falta: mejor dicho, le pasaremos los asuntos a nuestro Padre Dios para que lo resuelva Él.

Los sacerdotes tenemos que vivir todas las virtudes, no sólo unas pocas. Seguramente cuando vosotros pedís por los sacerdotes, lo haréis como nuestro Padre, que pedía que fuésemos por supuesto doctos, apostólicos, piadosos, pero también alegres y deportistas.

La alegría es una de las primeras manifestaciones del alma sacerdotal. No es consecuencia de la edad, el pavo subido, o una cualidad del carácter. La alegría es consecuencia de la posesión del bien: sólo Dios basta, hemos elegido lo mejor, nuestra elección ha dado en la diana, nos ha tocado el gordo, como pensaba Montse Grases. Y esto, en momentos de alegría, como cuando descubrió que Dios la llamaba en la Obra (Cfr. J. M. Cejas, Montse Grases. La alegría de la entrega, p. 245 y ss.), y en situaciones difíciles, como cuando la desahuciaron los médicos. Tan alegre estaba que las que se lo comunicaron dudaban si se habría enterado bien del diagnóstico. (Idem, pp. 303-304).

Un alma seca, cortante, malhumorada, triste, no puede unir con Dios.

Así se lo dijeron precisamente hace pocos meses, en Granada a un sacerdote. Iba serio, concentrado, quizá preocupado por algún problema, al volante de su coche. Y se le acercó un hombre que se veía que iba algo cargado de alcohol y le soltó:
Padre, ¿a quién espera usted convertir con esa cara?

Deportistas, que tiene que ver con estar en forma física hasta cierto punto. Porque hay gente deportista por dentro clavada a una silla de ruedas. Y son todo un ejemplo de espíritu deportivo.

Si no la has hecho, te recomiendo que leas un libro que se llama “Sobre la marcha”. Está escrito por un sacerdote que quedó tetrapléjico a causa de un accidente de tráfico. Y que es todo un ejemplo de espíritu deportivo.

Porque ser deportista es una característica del alma que lleva a ver los acontecimientos, y la misma vida con espíritu juvenil, deportivo, olímpico. El lema de los juegos olímpicos es: más fuerte, más alto, más lejos.

Y eso lo aplicamos a nuestra lucha interior: más, más, más. Siempre buscando más. Y si fracasamos, lo volvemos a intentar. Deportistas significa no desanimarnos ante nuestros fallos o las dificultades que podemos encontrar.

Por eso, no ejercitamos el alma sacerdotal cuando analizamos las circunstancias que hacen que nuestra santidad y el apostolado sea difícil. Por el análisis a la parálisis decía un sacerdote experimentado y deportista.

Ante las dificultades, con la ayuda de Dios, nos lanzamos a lo que haga falta. Ese es el único análisis válido, porque es el único que cuenta con todos los factores.

D. Álvaro tenía auténtica manía a lo que él llamaba los “objetivos”, que ven todas las dificultades objetivas y les dan vueltas... y afirmaba que no son objetivos porque les falta un factor que cambia totalmente la situación: la gracia de Dios.

Él mismo contaba en una ocasión:
"-Recuerdo a un compañero mío que traté durante la guerra de España. Planeábamos escapar juntos de los comunistas, pero no había manera de hacer nada con él, porque inmediatamente encontraba dificultades para todo: no tenemos los medios, enseguida nos descubrirán, total para qué, si ya estamos presos, es lo mismo estar escondido en una embajada que encerrado en la cárcel... Era una objetividad que nacía del miedo y del egoísmo, y que impedía los planes". (S. Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo, p. 209)

Como estamos viendo, todas estas virtudes sirven para una cosa: para unir: instrumentos de unidad. El mejor pegamento es la caridad que nos lleva a dar la vida por nuestros hermanos. Ése es el comportamiento verdaderamente sacerdotal.

Así es como serviremos verdaderamente a Dios y a su Iglesia. Finalizaba San Josemaría su explicación sobre el alma sacerdotal el 26 de junio de 1975 con estas palabras:

Me imagino que de todo sacáis motivo para tratar a Dios y a su Madre bendita, nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Angeles Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa, cualquiera que sea. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio para su Iglesia y para el Santo Padre. (J. M. Cejas, Vida del Beato Josemaría, p. 213)

Le pedimos a María, la Madre de Jesús el Sumo y Eterno Sacerdote y de todos los sacerdotes que, con nuestra alma sacerdotal sirvamos a la Iglesia y al Papa eficazmente.
Antonio Balsera & Guillermo González-Villalobos

sábado, 19 de enero de 2008

EL CORDERO DE DIOS **

Juan el Bautista, estando en la orilla del Jordán, vio a Jesús y dijo de él: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (1). Ésta es la tarjeta de presentación del Señor.
Aunque a nosotros nos resulta familiar esta expresión, porque la utilizamos en Misa, quizá te puede parecer extraño que San Juan Bautista llame a Jesús Cordero. Pero en cambio los judíos entendían perfectamente a qué se refería y, estas palabras del Bautista impactaron mucho en los que estaban allí.

En tiempo de Pascua sacrificaban cada año un cordero, en recuerdo de que con la sangre de este animal fueron librados de la muerte y de la esclavitud en Egipto.

El Señor murió precisamente en la Pascua, y con su muerte nos amó hasta el fin. Con su sangre, nos libró de la esclavitud del pecado.

Si te paras a pensarlo, el pecado es la única cosa que hemos inventado los hombres. Cuentan que una niña pequeña que tenía muy mal genio, cogió una rabieta monumental: le tiró del pelo a su hermana y le escupió en la cara.

Su mamá, que lo disculpaba todo, dijo que era el demonio quien había hecho todo eso. Pero la niña más sensata dijo:
–Puede ser que me sugiriera tirarle del pelo, pero lo de escupirle fue idea mía.

Nosotros podemos decir lo mismo: el diablo nos enseñó a pecar, pero luego hemos aprendido nosotros solos y muy bien por cierto. De hecho cometemos pecados todos los días.

Claro que necesitamos al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

Jesús es el Cordero que vino a perdonar. Es el Redentor, el Reconciliador. Pero el Señor se ha quedado con nosotros para seguir perdonando. Justamente en su misericordia conocemos el amor que Dios nos tiene.

Y los pecadores están a gusto con Él, por eso cambian y le siguen con valentía, como la Magdalena o el mismo San Pedro después de negarle tres veces.

El Señor se ha quedado con nosotros para perdonarnos. Y, justamente en su misericordia, conocemos el amor que Dios nos tiene y eso nos acercar más a Él.

Los santos han sido personas que han tenido esto muy claro. San Josemaría, por ejemplo, se confesaba dos o tres veces por semana durante algunas temporadas, porque así experimentaba el amor de Dios y eso le impulsaba a ser mejor.

Te cuento un sucedido pequeño de su vida que nos puede ayudar. Un día, entró en una oficina donde estaban trabajando algunos hijos suyos. Entró y les corrigió, con cierta dureza, por unos errores que habían cometido en la tarea que tenían entre manos. Después, salió de la habitación.

Pasado un rato volvió, y, con una expresión serena en la cara, les dijo:
Hijos míos, acabo de confesarme con don Álvaro: porque lo que os he dicho antes os lo tenía que decir, pero no de ese modo. Así que he ido a que me perdone el Señor... y ahora vengo a que me perdonéis vosotros.

La confesión es el mejor remedio para alejar la tibieza, el desamor. Es bueno que acudamos a este sacramento aunque sea por cosas pequeñas, porque eso nos ayuda a querer más al Señor.

María Magdalena y San Pedro llegaron a ser santos por las veces que le pidieron perdón a Jesús. Se equivocarían mucho y otras tantas Dios les perdonó.

–Señor, yo también me equivoco mucho. ¡Enséñame a arrepentirme! ¡Que mis flaquezas me lleven a amarte más y más!

En nuestra vida hacemos cosas malas y buenas. Hay cosas que hacemos y dejan huella, y otras que no. Si uno tira una piedra a una piscina, se forman unas ondas que al poco tiempo desaparecen y todo queda como antes, parece que no ha ocurrido nada.

Si, en cambio, tiramos un aceite sobre una alfombra, no pasa lo mismo; el aceite deja una mancha que habrá que lavar, y vete tú a saber si eso se quita.

Un pecado no es como tirar una piedra a una piscina, sino como la mancha aceite, eso deja huella. El pecado deja una mancha en nuestras almas que deja de ser la misma de antes. Y, cuando Dios nos perdona, esa mancha desaparece.

El fruto de la confesión es saber la verdad de nosotros mismos, vemos las cosas como son en realidad, no deformadas, ni manchadas. Todo se hace más real y auténtico.

Además, la confesión es el mejor remedio para alejar la pereza, el egoísmo, la envidia, la sensualidad. Pensemos ahora si acudimos a este sacramento siempre que nos haga falta como un medio eficaz para vencer nuestros defectos.

Cada vez que nos confesamos le pedimos al Señor: ¡dame fuerzas para luchar! Y Él nos las da porque quiere ayudarnos.

Por eso, la persona que se confiesa con frecuencia, aunque siempre tenga los mismos pecados, los controla de alguna manera, no deja que crezcan. La que no se confiesa, acaba siendo esclava de sus pecados, ellos la controlan.

Oiga, preguntaba una adolescente a un sacerdote mayor,
¿porqué siempre me dice que no tarde mucho en volver?

Y el cura, entrado en años y en experiencia, le responde: –Muy fácil, si un reloj no tiene pila se para, y no sirve para dar la hora. Así le ocurre al cristiano, sin la ayuda de Dios no es feliz, ni ayuda a los demás. Sin los sacramentos nos ponemos mustios.

La chica responde:
–No, si tiene razón, pero a veces pienso que para qué molestarle por tonterías. Cuando tenga un buen saco de pecados entonces vengo.

-Entonces, siguió diciendo el cura, dile a tu madre que solo te de de comer cuando tengas mucha hambre… una vez al mes, si aguantas claro.

La confesión frecuente nos hace mucho bien, aunque pensemos que no tenemos suficientes pecados, que son siempre los mismos o que son una tontería.

Precisamente queremos pedir perdón al Señor porque nos duelen. Y no queremos que se repitan más. Porque, cuando hay amor, las pequeñas ofensas hacen daño.

A veces pasa que las madres, por curiosidad le preguntan a sus hijos de qué se han confesado. Y lo hijos normalmente no le responden. Pero hubo un chaval que si le respondió y le dijo:
–Yo siempre me confieso de lo mismo, de que tiro barro a los autobuses y de que no creo en el Espíritu Santo.

Pues a este niño, aunque diga siempre lo mismo, Dios le ayuda más, le da su gracia más veces que a otros que confiesan menos.

–Señor que venzamos la vergüenza de pedirte perdón las veces que haga falta. Agranda nuestro corazón para pedirte perdón.

Hablábamos al principio de San Pedro. No era un hombre perfecto. Fíjate, Jesús, en una ocasión le llamó Satanás (apártate de mí Satanás). Traicionó al Señor tres veces en público, discutió con los demás Apóstoles para ver quién iba a ser el mayor en el Reino.

Cometió pecados, grandes y pequeños, pero como estaba acostumbrado a pedir perdón al Señor, no es extraño que después de negarle tres veces saliera fuera y llorara desconsolado por lo que había hecho. La gracia de Dios le llegaba con frecuencia por eso cambió y fue santo.

San Juan y Santiago también recibieron muchas veces la gracia del perdón, y eso les cambió el carácter. Al principio de estar con Jesús se enfadaban y pedían que cayera azufre sobre los pueblos que no querían acogerlos y el Señor les tenía que corregir.

Santiago murió mártir, por amor a Dios, y San Juan, con el pasar de los años y la acción de la gracia, llegó a escribir cosas maravillosas sobre el amor a los demás. Te leo una: queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios (…)
Quien no ama no ha conocido a Dios.

Y qué me dices de San Pablo. Dice la Escritura que mientras mataban a san Esteban a pedradas, que fue el primer mártir, san Pablo estaba allí de pie viendo todo y aprobando lo que estaban haciendo. Pero la gracia de Dios fue más fuerte que sus pecados y por eso es santo.

Con Dios, todos pudieron.
–Señor, Tú has llevado el peso de la cruz, el peso de nuestros pecados. Levántanos porque solos no podemos.

Por algo dijo el Señor que hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por 99 santos. Menos mal, porque nosotros estamos muy lejos de la santidad. Y tenemos la capacidad de alegrar a Dios, cada vez que nos convertimos.

Jesús sufrió mucho con Judas. Estuvo el mismo tiempo con el Señor que los demás, y sin embargo terminó mal. Robaba de la bolsa pero no pedía perdón. Se fue haciendo duro. Jesús lo intentó hasta el último momento, pero él no quiso.

La Virgen es el Refugio de los pecadores. Acudimos a Ella para que nos lleve a confesar nuestros pecados cada dos por tres.

Ignacio Fornés y Estanis Mazzuchelli

martes, 15 de enero de 2008

Unidad de los cristianos

Que todos seamos uno. Empezamos nuestra oración con aquella petición de Jesús a Dios Padre: ut omnes unum sint!

Comenzamos el Octavario por la unidad de los cristianos. Además este año celebramos el centenario de esta iniciativa.

Hemos de dar gracias a Dios porque en estos cien años se han dado pasos importantes para restablecer la unidad visible de la Iglesia.

Sabemos que uno de los temas que más le interesa al Papa Benedicto XVI es el ecumenismo.

En octubre pasado, la Comisión mixta de la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa aprobó un principio de acuerdo sobre el primado del Papa: “el primero entre los obispos”.

Pero todavía queda mucha reflexión sobre este tema hasta llegar a un pleno acuerdo, aunque se van dando pasos…

–Señor, te pedimos por el fruto de estas conversaciones…

Uno de los pilares sobre los que se funda el Movimiento Ecuménico es la oración. Quizá nosotros no podamos contribuir al diálogo teológico porque no nos dedicamos directamente a esto.

Lo que sí podemos hacer es rezar por la unidad de todos los cristianos en la única Iglesia de Cristo. Por eso esta semana, todos juntos, rezamos en torno al Sagrario, haciendo eco a la oración del Señor:
ut omnes unum sint!

–Dios Espíritu Santo, concede al Papa, a sus colaboradores y a todos los que directamente trabajan en esta tarea, luces y discernimiento para alcanzar la unidad.

Una de las penas más grandes que tuvo Juan Pablo II fue que los cristianos llevamos mil años divididos. Porque, precisamente una de las notas características de la Iglesia es la unidad. La Iglesia es eso: la unión de los santos, la Comunión de los santos.

Nuestro Señor quiso un grupo de gente que hiciera llegar a través de los siglos la misma doctrina que Él predicó. Un grupo que garantizara la autenticidad de lo que nos dijo, para poder ir al Cielo, para salvarnos.

Nuestro Señor se refiere con frecuencia a este grupo fiel y lo llama Reino, el Reino de Dios. En dos ocasiones por lo menos lo llamó congregación o asamblea. La palabra griega para designar esto es ekklesia, que es la que nosotros traducimos como iglesia.

Ese fue el modo corriente de llamarla desde los primeros tiempos. Nuestro Señor dejó deliberadamente tras de sí una Iglesia, su Iglesia.

El Señor, que está aquí presente, ha querido algo muy concreto. Hay gente que dice: Jesucristo sí, Iglesia no. Algunos piensan que pueden seguir a Jesucristo, pero que no tienen porqué seguir lo que dice la Iglesia.

El otro día le preguntaba a un universitario qué pensaba él que era lo central en el catolicismo, y me respondió: pues… los Evangelios. Es verdad, son importantes, pero no se puede reducir nuestra religión a un libro.

A lo largo de la historia han aparecido las llamadas religiones de libro: el islam, los protestantes o el mormonismo, por ejemplo. Son religiones que están como limitadas a seguir un texto.

El mormonismo lo fundó un joven americano llamado Joseph Smith a finales del siglo XVIII. Dijo haber encontrado un libro enteramente hecho con finas láminas de oro, escondido en un pequeño monte cercano a su casa, que estaba escrito en egipcio reformado.

Ese libro contenía la historia completa de la colonización de Norteamérica después de la destrucción de la torre de Babel.

Ocho personas juraron que habían visto el original hecho con láminas de oro. Pero todo lo que se conserva de él es una traducción escrita por un amigo de Smith.

Los mormones organizaron todo el culto en torno a este texto, porque las láminas de oro originales fueron arrebatadas por un ángel antes de que nadie más las viera.

El inconveniente de una religión que tiene su revelación recogida solamente por escrito, es que surgen dudas acerca de la interpretación de lo que el libro dice, y se hace muy difícil conocer cuál es la verdadera interpretación y cuál es la falsa.

Nuestra religión no es, ni ha sido nunca, una religión de libro. Hubiera sido perfectamente posible y fácil para nuestro Señor haber dicho:
–A ver Pedro copia lo que te voy a decir. De ahora en adelante, lo que debéis seguir es lo que os voy a decir, y solo eso.

Nos hubiera dejado un libro, después de su Ascensión, como guía hacia el cielo, para todo el mundo. Pero no lo hizo. Nos dejó un grupo de personas.

Y de ese grupo, eligió a unos que fueron con Él a todos partes. Eran los Apóstoles que formaron lo que luego se llamaría la Jerarquía de la Iglesia.

Por eso decir Jesucristo sí, Iglesia no, no tiene sentido. Mejor dicho, sí tiene sentido. Es como decir que Jesucristo no es Dios, porque no estaría presente entre nosotros.

Los que dicen Jesucristo sí, Iglesia no ven a Jesucristo como hombre pero no como Dios. Lo ven como hombre porque los hombres cambian de opinión con el paso del tiempo. Dios no. Es el mismo hoy, ayer y mañana. Por eso, lo que quiso hace veinte siglos lo quiere ahora: su Iglesia. Esto es lo que hay: «Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus».

En el Evangelio se ve como al Señor le interesa más instruir a los discípulos que a todo el resto de judíos. Y, dentro de los discípulos, a los Doce.

Jesús enseña a las multitudes y cura a los enfermos, pero en cuanto puede se retira a un lugar apartado, para formar a los Apóstoles, que luego serán los obispos.

Los discípulos son el núcleo alrededor del cual iba a crecer su Iglesia. Eran ciento veinte personas. Les habla incluso de manera diferente a los demás, les dice: «como el padre me ha enviado, así yo os envío»; o también: «Se me ha dado todo poder, id y enseñad a todas las naciones»;
«Aquellos a quienes les perdonareis los pecados, les serán perdonados; aquellos a quienes se los retuviereis, les serán retenidos».

Cuando el Señor se fue a los cielos, la Iglesia estaba compuesta por sólo ciento veinte personas. No nos dejó sólo unas normas de conducta, los Mandamientos, para que los cumpliéramos y ya está. Antes de que hagamos algo por El, quiere que seamos miembros de su Iglesia.

Nos dejó unas personas, mejor dicho, se quedó Él mismo. Por eso, la unidad de la Iglesia se basa en Jesucristo, en la Jerarquía, en la Eucaristía, donde el Señor se hace presente a través de su Iglesia.

La Jerarquía está justamente para dar continuidad a la Iglesia a través de la Eucaristía. La fidelidad a Cristo se resume en una sola palabra que, para nosotros es la roca donde apoyarnos. La palabra es: Roma. Por esa ciudad han pasado muchos imperios y gobernantes: Nerón, Vespasiano, Musolini, Hitler, etc. Todos restos y reliquias de la historia. Lo único que permanece es la Iglesia de Jesucristo.

–Señor, haz que seamos instrumentos de unidad.

En la Iglesia está la cabeza, el Papa y los obispos. A su servicio los sacerdotes. Y luego está el resto de los fieles: los laicos y los religiosos. Cada uno hace su papel, como la mano sirve para hacer unas cosas que la cabeza no puede hacer, y así ocurre con el cuello, las orejas, la pierna…

El Papa sin los demás no hace nada. Y la Iglesia sin el Papa y los obispos no va a ninguna parte.

–Señor, que no haya nada entre nosotros que pueda dividirnos.

Repitamos con la liturgia de estos días:
infunde en nosotros tu Espíritu de caridad y (…) haz que, cuantos creemos en Ti, vivamos unidos en un mismo amor.

Debemos querer a todos, aunque tengamos distintas manera de hacer apostolado, mientras más personas haya que sirven a Dios, mejor, decía san Josemaría.

Querer a todos aunque sea evidente que los hombres nos equivoquemos y pecamos. La Iglesia es santa aunque esté formada por pecadores.

Es santa y seguirá siéndolo, aunque al volver de comulgar te encuentres con que la persona que estaba en el banco de atrás ya no está, y tu bolso tampoco.

No hay que escandalizarse de los pecados de los que pertenecemos a la Iglesia. Justamente para eso está la Iglesia, es el instrumento que Dios ha querido para la salvación de los hombres.

Nosotros no llegamos al Cielo agarrados a una tabla, como un náufrago solitario, o encima de un barril vacío, hasta tocar playa. Nosotros entramos en el cielo a bordo de un barco, y ese barco es la Iglesia de Jesucristo.

Es bueno rezar para que Rusia se convierta, o que los protestantes den el paso de la unidad. Pero es también muy importante que amemos a todos los que componen la Iglesia de Jesucristo, aunque no sean como nosotros. Uno tiene que sentirse a gusto con todos.

No somos un verso suelto, lo mismo que uno es de un país, pero primero es de una familia, una cosa es ser patriota y otra ombliguista.

Nos da alegría pertenecer a la Iglesia. Nos da alegría cuando descubrimos que aquel policía, o el chino de la tienda de enfrente, o el conductor del autobús son católicos practicantes. También viajamos a otro país y nos encontramos con un católico en el aeropuerto, a pesar de que no entendamos todo lo que dice, vista distinto y coma ensaladas.

Vamos a repetir las palabras de nuestro Señor:
–Que todos sean uno como Tú y yo Padre somos uno.

San Pablo habla de la Iglesia, como un gran edificio. Nosotros somos piedras que forman ese edificio: «Cada uno de nosotros está inserto, perfectamente ajustado en el lugar que le corresponde en este edificio, cuyo conjunto descansa, en último término, en Jesucristo».

San Pablo quiere mostrarnos lo importante que es la unidad dentro de la Iglesia y cómo todos dependemos los unos de los otros.

Se escucha a veces que el comportamiento de una persona nos es muy edificante. Si yo viniera tarde habitualmente y os hablara a gritos, la gente diría que eso no es muy edificante.

Edificante significa construir hacia arriba. Nos estamos constantemente construyendo la fe unos a otros, como si estuviéramos poniendo las piedras de un edificio tan apretadas que unas a otras se mantienen en su sitio.

Si una de vosotras se desmayara o se durmiera ahora mismo, probablemente caería sobre la de al lado, que la sostendría. Eso es lo que sucede en la Iglesia: nos sostenemos mutuamente, dependemos unos de los otros.

Todos con Pedro, a Jesús por María repetía san Josemaría. Que todos, bien unidos al Papa, vayamos a Jesús, por María, por algo es la Madre de la Iglesia.

sábado, 12 de enero de 2008

ES MI PADRE

Jesús fue al encuentro de San Juan Bautista, que estaba predicando con gran éxito la conversión. Era normal en un ambiente de expectación ante la venida del Mesías, la gente se estaba preparando.

«Todo el pueblo iba a él» dice la Escritura. Iban tantos, que los fariseos se molestan y acuden para ver que pasa. Por eso no es de extrañar que Jesús también acuda:
«Vino Jesús al Jordán desde Galilea».

Juan el Bautista cumplió su misión de suscitar un gran movimiento de penitencia, como preparación inmediata del reino de Dios.

Muchas veces uno se asombra de porqué el Señor se bautizó si no le hacía falta. Jesús, sin tener necesidad de conversión, se sometió al rito del Bautismo, de la misma manera que lo hizo a las observancias de la ley.
Y precisamente, Jesús, el día de su Ascensión también quiso que los cristianos enseñaran y bautizaran en su nombre, les dijo: «Id por todo el mundo y enseñad a todas las gentes bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

El día de nuestro Bautismo es el más importante de nuestra vida. Con él recibimos un nuevo nacimiento, por eso se llama también el sacramento de la re-generación.

La ceremonia del Bautismo ha cambiado mucho. Antes, en los primeros tiempos, la mayor parte de las personas que se bautizaban eran adultos, y el Bautismo se hacía por inmersión; la gente se iba al Jordán o a cualquier otro riachuelo que estuviera a mano, y el sacerdote los sumergía enteramente en el agua.

Todo eso significaba que eras enterrado bajo el agua y, al salir, resucitabas como hizo Jesús. Te convertías en una nueva persona de pies a cabeza.

Nosotros llegamos a la salvación a través del agua. Eso es el Bautismo: lanzarse al agua para obtener la liberación.

Te voy a contar una historia real. En tiempos del más duro comunismo en la antigua Unión Soviética, un oficial de la marina de 21 años, se lanzó al mar desde su barco para huir del sistema y llegar a la costa de Canadá.

Era huérfano. Había pasado por tres orfelinatos y nunca había rezado. Le habían repetido hasta la saciedad que Dios no existía.

Lo más que un hombre podía aguantar en esas aguas era hora y media, y se confundió de dirección. Cuando llevaba horas nadando y no podía más se detuvo.

Te leo lo que Él mismo cuenta: sentí que estaba perdido, totalmente perdido. Serguei has acabado se dijo.
Vas a morir. Nadie está al corriente de esto. Nadie está preocupado por ti. Nadie.

Me habían educado en la doctrina de Marx, de Engels y de Lenín. Ellos eran mis dioses
Me había arrodillado varias veces ante el cuerpo de Lenín en Moscú, era mi dios y mi maestro.

Pero ahora, al final de mi vida, mi espíritu se volvió hacía ese Dios que no conocía. Rogué instintivamente: «Dios, no he sido nunca feliz en esta tierra. Ahora que me estoy muriendo acoge, si te place, mi alma en el Paraíso. Dios, quizá, podrías darme allí un poco de felicidad. No te pido que salves mi cuerpo, pero en el momento en el que se hunda, acoge mi alma en el cielo, por favor, ¡Dios!»

Cerré los ojos completamente, convencido de que todo había acabado. Ya estoy preparado, pensé en lo más profundo de mi alma. Ahora me puedo dormir. Me relajé y cesé de luchar. Mi pelea había concluido.

Lentamente, muy lentamente, sentí que algo extraño estaba sucediendo. A pesar de que toda mi energía se había gastado hasta la última gota, una fuerza nueva invadió mis brazos extenuados. Sentí como si en el agua me rodearan los brazos recios y amorosos del Dios vivo, como si me encontrara una bolla enviada del cielo.

Yo no era creyente. Jamás antes había dirigido mi oración a Dios, pero noté que brotaban en mi cuerpo agotado nuevas reservas, podía nadar.

Algo así, y mucho más es la fuerza que recibimos en el Bautismo. Por eso, el día de nuestro Bautismo, es el más importante de nuestra vida.

Conozco un sacerdote que celebraba su cumpleaños el día de su Bautismo porque, en realidad, es como el día del nacimiento. San Josemaría, a veces, cuando pasaba al lado de su pila bautismal la besaba, porque allí había empezado a nacer.

Gracias al sacramento del Bautismo somos hijos de Dios. Lo mismo que le ocurrió al Señor en el Evangelio, Dios nos dice: eres mi hijo muy amado. Por eso es un momento tan trascendental.

Hay una oración que han rezado durante siglos los cristianos y que muestra la protección de Dios por sus hijos:
«Señor, Tú eres mi refugio la torre inexpugnable frente al enemigo. Solo Tú eres mi roca y mi salvación/ Sálvame, Dios mío, de las aguas que me llegan hasta el cuello».

Todo esto normalmente se nos olvida, aunque alguna vez nos lo hayan explicado. Lo que sucede en el Bautismo, que nos hacemos hijos de Dios, no lo pensamos con frecuencia.

Se el caso de un niño de ocho años, ruso, al que adoptó una familia de Madrid. Se le acercó una chica pija, y le dijo sin saber que era adoptado: –Oyesss ¿quiénes son tus padres? Y el niño de ocho años, que había pasado por varios orfelinatos y tenía mucha vida, le respondió a la adolescente:
–Si yo te contara…

Necesitamos fe para darnos cuenta de que somos hijos adoptivos de Dios. Es bueno que repetimos eso: Yo soy hijo de Dios, hijo de Dios. Y porque somos sus hijos el Señor nos da todo:
«Tú eres mi esperanza, mi seguridad desde mi niñez».

Un cardenal filipino cuenta que, durante un viaje en avión, se encontró en medio de una violenta tormenta tropical y el avión empezó a dar unos tumbos espectaculares.

Todos los pasajeros estaban tremendamente asustados. A su lado se encontraba un niño. Y el cardenal le preguntó: –¿Tú porqué no estás asustado?

Efectivamente era muy raro que un niño estuviera tan sereno en una tempestad así. Y el chaval le respondió: –Es que el piloto es mi padre.

Después de todo lo que hemos dicho es fácil comprender el interés que ha tenido la Iglesia de que los niños reciban cuanto antes el principal regalo de su vida. Hemos de agradecer a nuestros padres que al poco de nacer nos llevaran a recibir este sacramento.

A veces vivimos intranquilos sin saber que Dios es nuestro Padre, el Amo del mundo. Y nos ponemos nerviosos por muchas cosas: los exámenes, que será de mí el día de mañana, perdemos la paz cuando nos regañan o no nos ha salido algo como queríamos.

A veces nos comportamos como un niño sin padres, que va de sobresalto en sobresalto porque no tiene nadie que le de seguridad.

La historia que contábamos del oficial de la marina rusa termina en Canadá. Allí un oficial del gobierno le preguntó:
–Kourdakow, hemos estudiado su historia con todo detalle, hemos introducido sus datos en un ordenador especialmente programado para analizar estos casos: la temperatura del agua, la dirección y la fuerza del viento, la violencia de la tempestad, la distancia del barco la altura de las olas, y también tu fuerza física.

El resultado del análisis es que usted no pudo haber sobrevivido. ¿No habrá algo, aunque sea una insignificancia, que se haya usted olvidado de decir concerniente a aquella noche?

Reflexioné unos momentos, y a continuación dije: –la sola cosa que no he mencionado es que le recé mucho a Dios.

Ahora se entiende mejor que la Iglesia, refiriéndose a la protección de Dios por sus hijos, nos invite a rezar:
«Te cubrirá con sus plumas, bajo sus alas encontrarás refugio, porque ha dado órdenes a sus ángeles para que te guarden en todos los caminos. Te llevarán en sus palmas para que no tropiece tu pie en piedra alguna».

Así vivió desde siempre la Hija predilecta de Dios, la Virgen María. El Espíritu la cubrió con su sombra en el momento de la Encarnación y la protegió siempre, también en las horas tremendas de la Pasión. Nadie se metió con Ella, nadie la insultó ni se burló de la Madre del Condenado. Su Padre Dios, el Señor de la Historia no lo permitió.

Ignacio Fornés & Antonio Balsera

FORO DE MEDITACIONES

Meditaciones predicables organizadas por varios criterios: tema, edad de los oyentes, calendario.... Muchas de ellas se pueden encontrar también resumidas en forma de homilía en el Foro de Homilías