lunes, 28 de julio de 2008

NO SER TACAÑOS

Hay personas que se plantean después de años de entrega, que no son felices, que nunca fueron felices.

Esto a lo mejor es verdad, a lo peor es verdad: No son felices, nunca fueron felices.

Y uno se pregunta: –¿por qué después de años de seguir al Señor, hay personas que pueden decir eso? Están como desanimadas, desangeladas.

Hay un comentario de San Josemaría que puede ayudar a esas personas que se sienten infelices. Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz (Surco, 18). El secreto de la felicidad es la generosidad.

Puede ser que esas personas no fueron generosas totalmente, y siguen sin estar de verdad entregadas. Cuando una persona se siente un poquito infeliz, es poco le falta un pelín de generosidad.

A veces nos encontramos con gente que es muy generosa con su dinero, con su tiempo e incluso con su vida.

También vemos personas que son tacañas: que se le pide mucho porque tiene mucho, y dan poco o no dan nada. Quizá no dan porque tienen poca confianza, a ver donde va a ir a parar su dinero.

La gente que da es porque tiene fe, porque piensan que sobrenaturalmente es rentable dar. A todos les cuesta dar: pero unos dan y otros no dan. Y, normalmente, los que dan por compromiso dan poco.

Hay una viñeta de Mafalda muy gráfica. Está el pequeño Guille con su madre en el parque. Ella está sentada junto a una señora que tiene un paquete de galletas. La señora en cuestión saca una galleta de la caja y se la da a Guille, que la empieza a mirar.

Entonces la mamá le dice a Guille: –¿qué se dice? Y el pequeño mirando la galleta y la caja de la señora toda llena, le contesta: –¡rata!

Decíamos que detrás de la generosidad hay fe y hay fortaleza para desprenderse.
Por eso las personas infelices, suelen ser personas poco fuertes, flojitas –decimos– que esconden su falta de fe. Y por eso se hunden como San Pedro, cuando el viento le era contrario

Vamos a pedirle al Señor esas virtudes, para que nosotros: los que estamos aquí haciendo oración, que seamos generosos, no por compromiso, sino de corazón.

Efectivamente estamos comprometidos con Dios, pero no vemos ese compromiso como una carga.

Señor, envía tu luz para descubrir qué más puedo darte.

Pidamos luces al Espíritu Santo para que nos haga ver si hemos echado el freno de mano de la «prudencia» en la entrega.

Cuando uno se lanza a hacer algo, pude ser por dos motivos. O por la inconsciencia de la juventud. O también por la audacia de la fe.

Danos fe, Señor, para que te entreguemos lo que más nos cuesta.

Decimos que nos hemos entregado, pero a en ocasiones queremos recuperar lo que un día dimos.

Decía Teresa de Jesús que, a veces decimos que somos pobres porque hemos entregado todo al Señor. Sin embargo, nos quejamos cuando nos falta algo.

Puede ser que no sean cosas materiales: no guardamos en nuestro armario la chacina de nuestro pueblo. Quizá no son cosas materiales, aunque a veces sí. A todos nos gusta tomarnos una cerveza, o ver una película.

Lo material puede estar más controlado. Pero es lo espiritual lo que da origen a la insatisfacción.

Con frecuencia viene la tentación de querer reservarse un poco de tiempo para uno mismo... (Surco, 19)

–Señor, que nos entreguemos plenamente a tu servicio (cfr. Oración colecta).

Y ¿en qué tenemos que ser generosos muchas veces? Sobre todo en la fraternidad.

Lo nuestro no es cumplir sin más con los que viven con nosotros.

Hemos de pasar la raya del cumplir y llegar al excederse en la preocupación por esas personas, nuestros prójimos. Existe la tentación de que nuestra generosidad sea selectiva. Darnos en determinadas circunstancias. O cuando nos lo piden determinadas personas, y nos resulta gratificante dar.

–Pero el Señor es «compasivo y misericordioso» con todos, no sólo con los buenos (Jl 2, 13: Versículo antes del Evangelio).

Sucede con frecuencia que con los extraños todo son amabilidades y atenciones. Pero, luego, cuando estamos con los que vivimos es distinto. Porque en zapatillas la gente va a que le sirvan y no le molesten.

Debemos estar pendientes de los que vienen en Palencia, Nigeria, o con lo que nos encontramos en Chauchina.
Pero sobre todo con los que viven en nuestra casa.

Quizá servir el café no es lo que más se agradece. Hay otras cosas, pequeños servicios que hacen que ganemos en generosidad, y a veces, esos servicios son heroicos.

Generosidad en la fraternidad se traduce en servir. Hay gente que sirve por su profesión y no les importa, incluso les gusta. La empleada. de la sección de cosmética del Corte Inglés, toda arregladita para atender a las clientes. Y luego puede llegar a su casa, y costarle arreglarse los fines de semana para su marido. O la chica que te atiende amablemente en la sección de zapatería, que sale del Carrefour y se transforma.

Es lógico que haya gente que se queme porque es servir es agotador, cuando se hace por dinero. Pero los cristianos lo tenemos que llevar siempre con nosotros: es el aire de nuestra respiración.

Estamos en la tierra para servir, no para ser servidos. Y esto es lo que nos hace ser maduros.

–Señor que no me canse de servir.

Dice el Salmo que la misericordia y la bondad del Señor son constantes (cfr. Sal 24: responsorial). Pues así también nosotros.

Cuenta el Evangelio como San Pedro le pregunta a Jesús cuántas veces debe perdonar a su hermano. Es decir, alguien con quien se vive muchos años: «¿Hasta siete veces?».

Y el Señor que le responde «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18, 21-35). O sea, siempre.

Aunque te aburra su forma de hablar, de comer... Aunque preveas sus fallos, sus gritos, su desorden, sus manías. Siempre.

Todo lo que hacemos debe estar dirigido a que la gente se encuentre a gusto. Lo nuestro no es tanto que las cosas marchen sino que las personas se sientan queridas. Para eso hay que llegar al heroísmo.

El problema es que, estar siempre con las mismas personas, te hace poner límites y barreras de manera instintiva, sin darte cuenta.

Los santos lo son porque han sido heroicos y han respondido siempre a la gracia.

–Señor, danos la fortaleza para ser heroicos en el trato.

En esto como en todo: el esfuerzo por servir a los demás nos lleva al amor de Dios

Nos lleva a la santidad, ser amigos íntimos de Dios, a estar con Él en su «tienda» en su «monte santo» (Sal 14, 1: Antífona de comunión).

La llena de gracia sirvió sin cansancio a los planes de Dios. Cuidó de su prima y, no es de extrañar que también lo hiciera de la Magdalena y aquellas «santas mujeres» que cuenta el Evangelio.

No hacía distinciones, ni se dejaba llevar por el cansancio. Sabía que merecía la pena, excederse, que eso era la redención.

Terminamos con unas palabras de San Josemaría: Pídele a esta Madre buena que en tu alma cobre fuerza fuerza de amor y de liberación su respuesta de generosidad ejemplar (Surco, 33)

jueves, 24 de julio de 2008

LA PASARELA

Hace unos días pude ver una tormenta de verano. Es algo a lo que uno no termina de acostumbrarse.

Rayos que parten el cielo con un resplandor. Truenos que hacen temblar la tierra. Y nubes negras que en poco tiempo descargan litros y litros de agua.

Aunque lo hayas visto muchas veces, siempre te llama la atención, sobre todo si te empapas.

Hoy es la solemnidad de Santiago Apóstol.

Jesús les puso a él y a su hermano Juan, una especie de mote. Los llamaba
Boanerges que significa Los Truenos.

Tenían los dos mucho carácter. No pasaban desapercibidos, como las tormentas.

Santiago fue el primer Apóstol que sufrió martirio. Se le notaba demasiado que seguía al Señor. No lo podía disimular y Herodes le cortó la cabeza.

Estar cerca de Dios se nota. No es algo que pase desapercibido. Es una manera de vida que te hace tomar decisiones que chocan con el ambiente.

Cuando los del Sanedrín prohibieron a Pedro y a los Apóstoles hablar más de Jesús, ellos les contestaron: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Los dejaron sentados con esa respuesta.

El Señor es demasiado grande como para poder ocultarlo. Si vives con Él los demás lo tienen que notar.

Es curioso, pero la gente no se acostumbra a tener un amigo que sea discípulo de Jesús. Somos un punto claro de referencia.

Me contaba un sacerdote que, yendo por la calle, le paró un chico.

Estaba triste porque se acababa de morir su madre, iba a coger el tren y necesitaba que alguien le consolara, por eso le había parado.

Una vida entregada a Dios hace que los que te rodean te busquen y encuentren al Señor y lo alaben.

Una vida así todos la ven. Es como una pasarela.

En las pasarelas la que sale es el centro de atención. Todas las luces la iluminan y el público sigue un traje andante.

No ven otra cosa. Todos opinan sobre lo que están viendo.

Nosotros estamos revestidos de Dios. Eso se tiene que notar. No es algo que dependa del carácter o una manera de ser fuerte como la de Santiago y Juan.

Podemos ser como ellos, los truenos; impetuosos y lanzados como Pedro;

o más tranquilos como otros Apóstoles, de los que el Evangelio solo dice el nombre y no cuentan nada que desentone o dé el cante, como la madre de Juan y Santiago (normal: de tal palo tal astilla).

No depende del carácter sino de estar revestido de Dios. De vivir muy cerca de Él.

Lo más importante en una pasarela no es la modelo que lleva el traje.

Esa persona puede ayudar más o menos, pero con lo que uno se queda es con el vestido: los colores, el corte, el vuelo que tiene la tela, etc.

Los cristianos debemos vivir de tal manera que los demás vean a Dios.

Es verdad que somos poca cosa, que el Amor que nos tiene el Señor nos viene grande y que, a veces, no le respondemos como Él querría.

Pero Dios se encarga de que vayamos sintiéndonos cada vez más cómodos con nuestra vida, y que los demás vean nuestra alegría.

Recuerdo una estudiante que tenía que hacer un traje como práctica de una asignatura. Le llevó todo el año.

Era una traje, zapatos incluidos, revestido como con escamas plateadas.

Mientras lo iba haciendo se lo enseñaba a la profesora que le daba indicaciones para mejorarlo.

Al final hicieron una pasarela en Motril. Allí salieron los trajes que habían hecho la alumnas de distintas universidades.

Ella lo contaba como algo increíble. La pasarela fue al aire libre y por la noche.

Cuando salió su vestido, la gente aplaudió mucho porque, con tanta luz, las escamas de plata empezaron a brillar. Centelleaban hasta los zapatos.

Dios se nota, como se nota un rayo en medio de la noche, o el ruido de un trueno o el espectáculo de un vestido bonito.

Si hacemos la voluntad de Dios seremos como el Apóstol Santiago, un astro brillante que da luz incluso después de la muerte.

Así es María. La Estrella de la mañana. Se le notaba hasta físicamente que tenía a Dios dentro.

Madre nuestra ayúdanos a llevar así al Señor, sin vergüenzas, con soltura, sin miedos.

viernes, 18 de julio de 2008

EFECTOS COLATERALES

Cuando vas al campo, a veces se ven extensiones inmensas de trigo dorado, toda una colina del mismo color...

Pero, en ocasiones, descubres que, en medio de esa uniformidad, hay como unas manchas negras.

Esas manchas es la cizaña que crece en medio del trigo.

El Evangelio nos habla de cómo el mal crece en medio del bien. Para explicar eso, Jesús utilizó la parábola del trigo y de la cizaña (Cfr Evangelio de la Misa: Mt 13, 24-43).

La cizaña crece por el descuido de los trabajadores. Los colaboradores de Dios, primero se quedan dormidos y, luego, quieren resolver el problema drásticamente: proponen arrancar la cizaña de cuajo.
El dueño del campo les hace esperar para que no se corra el riesgo de arrancar el trigo.

Así somos a veces: primero nos dejamos llevar por la pereza, nos dormimos y dejamos de vigilar.

Y, después, nos entra la ira y la impaciencia: nos enfadamos porque descubrimos la cizaña, y, además queremos arrancarla inmediatamente y de cualquier manera.

Es verdad que todos tenemos defectos y que hay cosas en la vida que no nos salen o salen mal.

Si hacemos un poco de examen, descubriremos que en la vida hay trigo y cizaña: en la nuestra y en la de los demás.

Esas situaciones, muchas veces provocan reacciones de enfado y de impaciencia, aunque sean solo interiores.

Dios, ante el mal y los defectos de los demás actúa de otra forma: su arma secreta siempre es la misericordia.

Es nuestro auxilio, sostiene nuestra vida. Actúa con suavidad, sin sobresaltos (Cfr. Antífona de entrada)

porque, Señor, Tú eres bueno y clemente (Sal 85: responsorial).

«Fuera de Ti no hay otro dios al cuidado de todo (…) Tú nos gobiernas con gran indulgencia» (Libro de la sabiduría 12, 13. 16–19: Primera lectura).

Esa manera de ser se la enseña a sus amigos, a la gente sencilla (Cfr. Aleluya de la Misa: Mt 11, 25).

Haz que seamos también nosotros misericordiosos, pacientes con los errores y los defectos.
Los santos han sido así, por eso son más humanos. No regañan sino que mueven al arrepentimiento.

El primer sucesor de San Josemaría, don Álvaro del Portillo que está actualmente abierto su proceso de beatificación, se esforzó por poner en práctica las enseñanzas del Fundador del Opus Dei.

Consiguió sacar el máximo provecho de su propio tiempo y hacerse cada vez más servicial, más caritativo, más paciente al tratar a los demás.

Su hermano pequeño cuenta que se puso a jugar con unos dibujos en los que don Álvaro había estado trabajando un año entero, y se los estropeó completamente.

–«Mi madre, cuenta su hermano,
al ver aquel desaguisado, se llevó un gran disgusto y me dijo algo así como: “Ya verás, cuando llegue tu hermano Álvaro y vea lo que le has hecho, echándole por tierra tanto tiempo de trabajo”.

»Yo aguardé su llegada con el natural temor. Esperaba que me riñera o me gritara; o incluso que, como fruto de la irritación, llegara a darme algunos cachetes…

»Pero no sucedió nada de eso. Llegó a casa; contempló lo que le había hecho; me llamó; me acerqué temblando; me sentó sobre sus rodillas y, entonces, con aquella serenidad que le caracterizaba, comenzó a explicarme el tiempo que había empleado en realizar aquel trabajo, y cómo yo, por haber jugado donde no debía, lo había echado a perder.

»Yo me quedé asombrado: en vez de pegarme, lo que hizo fue enseñarme la importancia de aquel trabajo, ¡para que yo aprendiera a ser más cuidadoso en el futuro!

»Puede parecer una anécdota sin importancia. Pero nunca la he podido olvidar
».

(Libro de postulación D. Alvaro, 40 nt 24
Observ: paciencia, carácter, genio, caridad
Voces: TRABAJO; Santificación/prestigio. VIRTUDES HUMANAS; Carácter/ Madurez. FORTALEZA; Reciedumbre/paciencia. CARIDAD; Amor al prójimo).

Dios es bueno. «Lento a la cólera y rico en piedad». Lo que quiere es que mejoremos, pero sin hacernos daño.

El Señor no quiere imponer su voluntad de forma agresiva. No fuerza a nadie.

Llama a nuestra puerta, pero no nos obliga a abrirle (Cfr. Ap 3, 20).

Nos da su ayuda, la gracia, para que nos convirtamos de nuestros errores, pero no nos fuerza.
San Pablo lo expresa muy bien la manera de actuar de Dios, al decir que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad (…) intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26–27: Segunda lectura).

No se enfada cuando fallamos. No solo eso sino que nos perdona siempre que queramos.

No quiere conseguir el bien a base de palos, aunque tiene en cuenta los efectos colaterales.

Su táctica no consiste en desarraigar el mal sin más, sino que tiene muy en cuenta el modo. Como han dicho los santos: todo por amor, nada por la fuerza.

Porque Dios, que es puro Amor, no busca un enfrentamiento, sino la conversión (cfr. Primera Lectura de la Misa: Sb 12, 13. 16-19).

Señor que aprovechemos tus llamadas. Que te abramos la puerta para que entres y estés con nosotros.

San Josemaría decía que los cristianos hemos de ahogar el mal en abundancia de bien.

Contaba una niña de 6 de Primaria, de familia numerosa, como le impresionaba mucho ver a su hermana mayor ponerse a fregar cuando nadie quería, o sacar la basura cuando las demás estaban viendo la tele.

El Señor actúa facilitándonos el ambiente y provocar la conversión.

Esto es lo que hizo María de forma discreta. Porque las madres son especialistas en corregir, evitando los efectos colaterales: saben amar.

Ignacio Fornés

martes, 15 de julio de 2008

NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN

La primera lectura de la Misa de hoy nos recuerda de donde viene nuestra alegría

«Canta de gozo y regocijate pues vengo a vivir en medio de ti» (Zac 2, 14-17).

El instrumento que el Señor escogió para vivir en medio de nosotros es la Santísima Virgen.

Ella es la causa de nuestra alegría.

Además, la fiesta de hoy nos recuerda cómo la Santísima Virgen está especialmente pendiente de nosotros.

Son muchas las promesas de Ella bajo esta advocación.

Cuentan las crónicas que, el 16 de julio de 1251 se apareció la Virgen Santísima a San Simón Stock, General de la Orden de los Carmelitas.

Y le prometió unas gracias y bendiciones especiales para aquellos que llevaran el escapulario.

La devoción a la Virgen está prefigurada también en el Antiguo Testamento.

Se relaciona con una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que subía desde el mar (cfr. 1 Rey 18, 44) y que se divisaba desde la cumbre del Monte Carmelo, mientras el profeta Elías suplicaba al Señor que pusiese fin a una larga sequía.

La nube cubrió rápidamente el cielo y trajo lluvia abundante a la tierra sedienta durante tanto tiempo.

En esta nube cargada de bienes se ha visto una figura de la Virgen María (Cfr. Prof Salamanca, Biblia Comentada, BAC, Madrid 1961, vol. II, p. 450).

Muchos son los cristianos que lo llevan y han llevado desde hace cientos de años.

Ella prometió una especial atención a los cristianos en el momento de la muerte y el privilegio sabatino.

De alguna manera, las promesas están presentes en la fórmula de la imposición del escapulario:

Por los méritos de Santa Maria llévalo sin pecado, que te defienda de toda adversidad y te conduzca hasta la vida eterna (cfr. Breviario Romano de San Pío V, Ad Mat L VI).

San Josemaría decía: Lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen. —Pocas devociones —hay muchas y muy buenas devociones marianas— tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. —Además ¡es tan maternal ese privilegio sabatino! (Camino, 500).

Tenemos hoy una oportunidad más de renovar la devoción mariana. Es un buen momento para sacudir la posible rutina que pueda haberse introducido en nuestro trato con Santa María.

Podemos agradecerle estos privilegios espirituales que nos benefician y podemos renovar hoy nuestro aprecio al escapulario.

Te pedimos, Señor, que la gloriosa intercesión de la Santísima Virgen María nos ayude siempre para que, protegidos por su auxilio, logremos llegar hasta el monte carmelo: Cristo tu Hijo y Señor Nuestro (cfr. Or. Colecta de la Misa).

Acudimos a Nuestra Señora del Carmen para que vele por nosotros, para que seamos fieles.

El Papa Juan Pablo II, hablando a jóvenes en una parroquia romana dedicada a la Virgen del Carmen, recordaba en confidencia el especial socorro y amparo que recibió de su devoción a la Virgen del Carmen.

«Debo deciros les comentaba que en mi edad juvenil, cuando era como vosotros, Ella me ayudó. No podría decir en qué medida, pero creo que en una medida inmensa. Me ayudó a encontrar la gracia propia de mi edad, de mi vocación».

Y añadía que la misión de la Virgen, la que se halla prefigurada y «toma inicio en el Monte Carmelo, en Tierra Santa, está ligada a un vestido. Este vestido se llama santo escapulario. Yo debo mucho, en mis años jóvenes, a éste, su escapulario.

«La Virgen del Carmen, Madre del santo escapulario, nos habla de este cuidado materno, de esta preocupación suya para vestirnos. Vestirnos en sentido espiritual. Vestirnos con la gracia de Dios, y ayudarnos a mantener siempre blanco este vestido».

El Papa hacía mención del vestido blanco que llevaban los catecúmenos de los primeros siglos, símbolo de la gracia santificante que iban a recibir con el Bautismo.

Y después de exhortar a conservar siempre limpia el alma, concluía: «Sed también vosotros solícitos colaborando con la Madre buena, que se preocupa de vuestros vestidos, y especialmente del vestido de la gracia, que santifica el alma de sus hijos e hijas» (Juan Pablo II, Alocución 15 enero 89).

Esto nos recuerda que nos tenemos que revestir con la gracia de nuestro Señor Jesucristo. Revestirnos del hombre nuevo (cfr. Ef 4, 20–23).

Para eso, nos tenemos que llenar o empapar de la vida de nuestro Señor. Tenemos que conocerla y meditarla.

De la mano de la Virgen en la contemplación de los misterios del rosario, o cuidando la lectura del Evangelio a diario.

Por eso el Prelado del Opus Dei, en la carta de este mes nos pregunta: ¿Cómo amas, como cuidas, cómo aprendes de la lectura del Evangelio? ¿Viene a tu cabeza el pensamiento de que esas palabras las ha querido el Señor para tí? ¿Recomiendas esa manera de conocer y de tratar a Jesucristo? (Carta Julio 08).

Toma el Evangelio a diario y léelo y vívelo como norma concreta. Así han procedido los santos. (Forja 754).

La verdadera alegría nuestra que viene precisamente de Cristo que nos la ganó con su encarnación, muerte y resurrección. Seremos felices si le imitamos. Por eso mucho podemos sacar al meditar el Evangelio.

Seremos felices si hacemos lo que hizo Cristo. Es decir, en la medida en que nos entreguemos. Por eso nuestra alegría no es algo superficial. No sólo viene cuando uno está a gusto porque no se presenta dificultades.

La alegría cristiana es distinta.

Junto al Señor nada ni nadie nos la puede quitar.

-¡Señor, la alegría eres Tú. Contigo todo va bien aunque no vaya bien!

Con este vestido del que a lo largo de la vida ha luchado por imitar al Señor es el traje o vestido con el que un día nos presentaremos al banquete de bodas.

«Morir es para nosotros ir de bodas. Cuando se nos diga: ecce sponsus venit, exite obviam ei (Mt 25, 7) -sal que viene el esposo, que viene Él a buscarte-, pediremos la intercesión de la Virgen. Santa María Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora...y verás a la hora de la muerte! Que sonrisa tendrás a la hora de la muerte! No habrá un rictus de miedo, porque estarán los brazos de María para recogerte» (San Josemaría, 1974).

«No os preocupéis cuando llegue el momento estad tranquilos. Pido al Señor que llegue muy tarde para vosotros, para que podáis ir con las manos llenas de frutos y de flores al encuentro de Dios» (San Josemaría 1972).

-
Por eso, Madre, permaneces con nosotros como Madre de la esperanza.

-Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino (cfr. Benedicto XVI, Spes Salvi).
Estanis Mazzuchelli

MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES (Piedad para aprovechar la formación)

El Señor a veces utiliza medios audiovisuales para hacer más gráfica su enseñanza.

Esto sucedió un día cuando iba andando a Jerusalén y se encontró con una higuera.

La maldijo porque no tenía fruto. Tampoco había muchas posibilidades de que los tuviera.

A los apóstoles tampoco les causó mucha extrañeza que la maldijera.

Sí que se sorprendieron cuando, a la vuelta, vieron que la higuera se había secado de raíz (Mc 11, 11-6: Evangelio del día).

Curioso y anecdótico: Jesús quiere que se les quede grabada esa escena para que se les fijara la fuerza que tiene la fe.

Es como si les dijera: Vosotros podéis hacer esto y cosas mayores si tenéis fe: lo que habéis visto de la higuera es poco.

San Josemaría, al hablar de este pasaje de la vida del Señor, decía que se sentía urgido a aprovechar el tiempo.

Jesús, en aquella ocasión, fue a buscar y no encontró. Solo había apariencia de fecundidad.

«Yo os he elegido del mundo, para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure» (Jn 15, 16: Aleluya de la Misa).

Estamos en la Iglesia con una vocación específica y, por el hecho de estar, podemos tener cierta apariencia de fruto.

¿Qué es lo que Jesús encuentra ahora en nosotros? ¿hojas? ¿apariencias cristianas? Quizá tenemos imagen de que somos cristianos.

Pero lo nuestro es aprovechar el tiempo y no sólo quedarnos en la apariencia externa.

Podemos pensar que con los agobios que tenemos, con la cantidad de trabajo acumulado y retrasado, con la cantidad de personas que hemos de ver, en nuestro caso no se puede hablar de perder el tiempo.

Puede ser así, pero no siempre. Una de las enseñanzas que repitió San Josemaría fue que no solo hay que tener ilusión para hacer el bien, sino que hay que aprender a hacerlo.

Antes de entregarnos a Dios, quizá teníamos buenas disposiciones. Lo que ha hecho la formación es orientar esas inmensas ganas de hacer el bien.

Hay que aprender a hacer el bien, y en concreto, hemos de aprender a aprovechar el tiempo.

Hojas ya tenemos. Hace falta fruto.
Para acercarnos al Señor nos sirve el trabajo y las cosas que hacemos.

¿Qué nos separa en la práctica de Jesús?: el cansancio, el verano, el carácter de una persona, el encargo que nos dan, etc.

Le sacamos provecho a la mayoría de las cosas, pero puede ser que haya otras que desaprovechemos. Eso hace que nuestro fruto sobrenatural sea raquítico.

En todo esto hay un peligro que disfraza las cosas.

Así como las hojas de la higuera despistaban, la mucha actividad (que en sí es buena) puede confundir. La actividad puede enmascarar enfermedades del alma.

El activismo sobre todo cubre la pereza. Es difícil detectar la falta de amor, la falta de diligencia de una persona activa.

Hemos de pedirle ayuda al Espíritu Santo:
Danos el don de sabiduría que nos hace conocer a Dios y gustar de Dios.

Nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad las situaciones y cosas de esta vida.

La sabiduría, este sapere, nos hace ver lo que es importante. Porque hay personas buenas, pero despistadas, que tienen una pereza activa.

Hacen muchas cosas aparentes, pero no le dan verdadero gusto a Dios.

En ese viaje a Jerusalén, nos cuenta San Marcos que Jesús «entró en el templo y se puso a echar a los que traficaban allí, volcando las mesas de los cambistas y los puestos que vendían palomas» (Evangelio del día).

Echó por tierra toda la actividad que se había creado en la casa de su Padre. «Y no permitía a nadie transportar objetos por el templo» dice el texto sagrado.

Eso no le daba gusto al Señor. Era algo que les separaba de Dios.

A Jesús –que está esperando, con hambre y sed, nuestro amor– le damos actividades.

La sabiduría nos quita los agobios para ver lo importante: el amor a Dios y a los demás.

San Pedro, el primer Papa, escribió para que no nos despistáramos:

«Sed pues, moderados y sobrios, para poder orar. Ante todo mantened en tensión el amor mutuo, porque el amor cubre la multitud de los pecados» (1 Petr 4, 7-13: Primera lectura de la Misa).

Moderados y sobrios también en nuestra actividad, porque sino no le dejaremos espacio a Dios.

No se trata de organizar mucho o poco. De hacer ruido. De triunfar o fracasar humanamente. De escribir mucho o poco.

Lo que nos pide el Señor es el fruto del amor: ese que se consigue haciendo su voluntad.

Nos pide lo único necesario que le dijo Jesús a Marta la administradora.

Aprovechar lo que tenemos: el tiempo, los encargos que nos confían, el papeleo, el insomnio. Todo para que Dios sea glorificado (Cfr 1 Petr 4, 7-13).

Señor danos la gracia de unirnos a Ti con lo que hacemos.

Todo nos tiene que servir para rezar más. Convertirlo todo en oración.
Eso no se da por supuesto.

Aprovechamiento de lo que tenemos, sobre todo de los medios de formación que el Señor confió a San Josemaría para que fuéramos santos.

En esta meditación nos fijaremos solo en uno. Y podemos decir que lo importante no es tenerlo sino aprovecharlo: las charlas semanales de formación.

Don Álvaro decía que le servían muchísimo. Que todas las semanas le ayudaba.

Hay calidad en estas charlas si luchamos en lo que nos dicen.

El secreto es examinarse en esos puntos de los que nos hablan: así nos llenaremos de frutos sobrenaturales o de aburrimiento, dependiendo de nosotros.

Tenemos un medio importante para hacer el bien. No es una charlita piadosa y moralizante, sino que es un modo de descubrir el querer de Dios en cosas menudas.

Queremos que en la Iglesia haya una explosión de santidad. Pues tiene que darse en un salto de calidad en los medios de formación.

Calidad y profesionalidad al recibirlo y al darlo. Para presentar bien la doctrina de Jesús. Y sobre todo preparación sobrenatural.

A la Virgen, Madre de la Iglesia que además de esclava del Señor fue asiento de la sabiduría.

A Ella le pedimos: ¡Esclava y Señora de la sabiduría que gustemos las cosas de Dios para poder agradarle con muchos frutos y poco ruido!

sábado, 5 de julio de 2008

ACTIVAR EL MODO DE VUELO (Estudio)

Nos cuenta el apóstol San Mateo en ese Folleto que escribió bajo la inspiración de Dios, cuáles fueron una de las últimas palabras del Señor en esta tierra:

«Id y hacer discípulos a todas las gentes (…) enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20).

Tenían que enseñar lo que habían vivido junto al Maestro: un espíritu. Sobre todo, tenían que anunciar a una persona maravillosa, que los quería más que nadie.

Ellos eran unos pescadores, malos instrumentos, ni siquiera unos rabinos instruidos.

Eran gente sencilla que con la fuerza de su vida enseñaba que la verdad, que había traído el Señor, iba a llenar el mundo de libertad y de felicidad.

Todos los apóstoles eran gente normalita, hablando desde el punto de vista de la formación. No así San Pablo que era una persona muy ilustrada en las Escrituras.

Aunque no conoció personalmente a Jesús, humana y sobrenaturalmente fue una persona revolucionaria. Dicen que San Pablo no era muy alto, pero por dentro era un gigante.

El Señor se sirvió de un instrumento muy bueno en aquellos momentos tan importantes para la Iglesia naciente.

San Josemaría tuvo una vida interior arraigada en la verdad, no en la sensiblería. Los sentimientos fluctúan y pasan rápido.

–Señor que vivamos seguros, con una piedad llena de doctrina (cfr. Sal 121).

Lo que queda firme en el hombre es lo que procede de la inteligencia iluminada por la fe.

El trato con Dios de San Josemaría no era frío y calculador.
Al final de su vida acuñó el tipo de piedad doctrinal. No una piedad mentirosa: Fe de niños y doctrina de teólogos, decía.

–Señor, enséñanos a quererte.

Hoy es muy necesario todo esto. Es muy necesaria la doctrina, si no se acaba como tanta gente buena que está desorientada por la ignorancia.

–Señor instrúyenos en tus caminos, enséñanos tus sendas (cfr Is 2, 1-5).

Hemos de transmitir todo esto a los que vengan detrás.

El ambiente que se respiraba alrededor de San Josemaría era de mentalidad abierta universitaria: se hablaba de libros, de publicaciones, de trabajos de la inteligencia.

Todos tenemos que dedicarnos a esto porque el estudio es una norma de siempre.
De lo contrario nos empobreceríamos, nos quedaríamos enanos, gente acomplejada.
Estaríamos como en un campo de barbecho, donde no se cultiva.

–Señor que nuestro amor a ti no se quede enano por falta de estudio.

El estudio y la doctrina nos abre la mente para amar mejor.

La oración del gitano: no me des Señor, Tú ponme donde haya.

Hemos de poner los medios humanos para que el Señor nos haga santos canonizables, y un medio es el estudio.

Hasta el día 25 de junio del 75, San Josemaría dedicó un tiempo a su formación. Y humanamente podríamos decir que no lo necesitaba. Nosotros sí.

–Señor, ayúdanos a no ser perezosos porque muchos de nuestros aciertos con las almas depende de esto.

Esto se nota a la vuelta de los años. Las personas que habitualmente no estudian se vuelven rígidas. Cada año que pasa están más ancladas en su propia experiencia.

Los que no estudian suelen ser muy tajantes. Los sabios, con sabiduría humana suelen ser muy modestos. La ignorancia se tira de la moto con gran facilidad.

Nosotros no estudiamos los manuales para lucirnos, sino para que nuestra oración sea más viva, para encontrar argumentos como San Pablo.

Precisamente, uno de los grandes peligros de nuestro tiempo es el dejarse llevar por el bamboleo del corazón.

En ocasiones el corazón está despierto. Se encuentra fuerte, con toda su pasión arrolladora.

Y en esos momentos resulta muy sencillo amar a Dios, anclarnos a Él, decirle que no le dejaremos jamás…

Es la hora del corazón que nos proporciona consuelos y nos entusiasma… nos lleva a hacer locuras de amor, como le sucedía a los santos.

Pero también sabemos que los santos se pasaron buena parte de su vida a contrapelo, sin sentir nada, sin notar nada.

Como San Josemaría que en la legación de Honduras pasó por la noche oscura… Y sin embargo ¡qué meditaciones dirigió durante aquellos meses!

¿Cómo se puede entender este contraste?

Sabemos que no hay amor sin conocimiento.

Igual que no podemos querer nada que no conozcamos, y por eso no podemos amar al Señor si no le conocemos bien.

Es cierto que el corazón nos puede ayudar en esta tarea de amor y conocimiento.

Un corazón enamorado tiene más facilidad para entender lo que tiene delante.

Cuando el corazón está activo, resulta gustoso manifestar el cariño.

Y entonces puede haber ganas de estar con el Señor, de pasarnos un rato delante del Sagrario. Y así le conocemos y le queremos más.

Pero muchas otras veces, el corazón parece que no responde. Parece que está fuera de cobertura en ese momento.

¿Qué pasa entonces? ¿Nos venimos abajo?

Los sentimientos no nos acompañan, perdemos el gusto por las cosas de Dios, el Señor no nos da golosinas.

Quizá es que nuestro corazón está fuera de cobertura. Pero no quiere decir eso nada malo. En algunas ocasiones quiere decir que avanzamos mucho en el amor.
Los grandes místicos hablaban de las arideces, de las noches, de que hay que bajar para subir.
Esto es lo que pasa también con los teléfonos móviles. Que cuando uno tiene que ir en avión, le obligan a activarlo a modo de vuelo.
Así ocurre a veces en el alma, que nuestro corazón no tiene cobertura, porque está activado el modo de vuelo: el Señor quiere que avancemos rápido, no es sólo andar, sino volar.
Entonces, cuando el corazón está sin cobertura, es porque ha llegado la hora de la cabeza.

Y es que el estudio nos lleva a conocer al Señor, a amarle con más altura, como por encima de las nubes.

Acudir a las ideas madre, a las verdades eternas, pensar sobre la realidad de Dios… todo eso nos eleva hasta el amor a Dios.

Nuestra entrega y nuestro cariño al Señor se hacen fuertes.

Si el estudio acompaña nuestra piedad, el bamboleo del corazón no significará nada.

Seguiremos amando al Señor aunque no sintamos nada. Aunque el corazón esté apagado o fuera de cobertura, sin embargo nuestro amor va volando.

Entonces sabremos que nos ama, le conoceremos cada vez mejor, nos adentraremos en su misterio trinitario…

A veces puedes escuchar a uno con el que estás hablando de Dios:

–A mí esto no me dice nada, me deja indiferente…

Quizá a esa persona le pesa demasiado el corazón y muy poco la cabeza.

Porque la verdad de Dios no es lo que a ti de diga o te deje de decir. Él no depende de los vaivenes de tu corazón.

Lo único decisivo es que Dios es Dios, al margen de lo que tú hagas.

Que Dios te ama, aunque no sientas nada, aunque estés frío, a palo seco. Por eso necesitamos el estudio.

Necesitamos amar al Señor con la cabeza, sacar de ahí formulaciones de mejora, propósitos…

El estudio nos lleva a querer al Señor, sin hacer depender nuestro amor a Él de los estados de ánimo, de las ganas, o de que las cosas nos vayan bien…

San Josemaría decía que debíamos amar a Dios y a los demás con cabeza y corazón…

No sólo con una de las dos, sino con los dos. Así se logra un equilibrio perfecto…

Si vivimos así, nada ni nadie podrá arrebatarnos el amor a Dios.

Ahora que todo es tan pasajero, tan sentimental, tan dependiente de lo externo.

Si dedicamos un rato diario al estudio nos convertiremos en personas firmes, en apoyo para los demás.

Estudiamos para ir por el mundo sembrando la alegría cristiana:

«Id y hacer discípulos a todas las gentes (…) enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado».

Pensemos en María. Todo lo bueno que tienen las demás nos recuerda a Ella.

No era una ignorante, Jesús aprendió mucho de la Virgen.

Cómo estudiaría la Sagrada Escritura, como haría la oración litúrgica con los salmos. Con razón Jesús los sabía tan bien.

Una mujer increíble, discreta, pero muy cultivada: una inteligencia muy clara, que cultivó para amar más a Dios.

EL TROZO DE MÁRMOL (Formación)

–«Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones» (Sal 24, 17)

Dios está empeñado en que le amemos. Para eso, nos trabaja por dentro, para que ensanchemos el corazón y quitemos lo que estorba, todo lo que no sea Él.

Es curioso ver como una obra de arte sale de un trozo de mármol.

Tan como curioso como ver que, de Pedro, un pescador de un lago de pueblo, pudo salir una obra de arte de las manos de Dios.

Y es explicable porque el Señor es un artista que saca de donde los demás no ven.

De Miguel Ángel cuentan que, al mirar el bloque de mármol, veía la escultura: estaba allí dentro y la tenía que sacar.

Una persona que es realista, cuando ve un trozo de mármol no ve más que eso: solo mármol. Quizá por eso, los genios son siempre positivos.

Los que no son artistas no ven nada, porque no tiene en su cabeza la idea. Les falta lo que quieren sacar de la piedra.

Dios sí tiene la idea: Cristo, el logos del Padre. Y teniendo lo que quiere, es capaz de sacar de un pedrusco una imagen de Cristo.

–Señor, trabaja mi corazón y saca todo lo que estorbe, hasta que me parezca a ti.

El mármol es mármol, pero puesto en manos de un artista ya es distinto.

En la labor de formación, es importante no desaprovechar la materia humana. Todos podemos servir.

Hasta un ladrón y un asesino agonizante puede, en tres o cuatro horas, convertirse en verdadera imagen de Cristo:

transformarse rápidamente gracias a la cruz y a la contemplación de la Humanidad del Señor.

Parecerse a Jesús es una cosa difícil. Lo mismo que es difícil hacer una obra de arte, porque con un martillazo mal dado uno se puede llevar un dedo.

El autor de nuestra santificación, el Espíritu Santo, quiere transformarnos a cada uno, convertirnos.

–«Si no sois mejores que los escribas y fariseos –nos dice Jesús– no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5 20–26)

Muchos años antes, por boca del profeta, Dios dejó muy claro lo que quería:

«Por mi vida –dice el Señor–, no me complazco en la muerte del pecador, sino en que cambie de conducta y viva» (Ez 33, 11).

Quiere que cambiemos. Para eso, cuenta con una materia que no es inerte como lo es una trozo de mármol. Nosotros tenemos vida y somos libres.

El Señor no puede hacernos santos sin nuestra colaboración. Y nuestra colaboración depende de nosotros.

Dios necesita que nos dejemos labrar, quitar lo que estorba para sacar su imagen.

Para poder hacer algo nos dice con el profeta Ezequiel: «Quitad de encima vuestros delitos» (Ez 18, 31).

Nos tenemos que dejar formar. No tenemos excusas: ni nuestro temperamento, ni las dificultades del ambiente, ni las personas con las que vivo.

Tampoco esto de la formación depende de que seamos unos voluntas luchadores, porque la obra de nuestra santificación no es nuestra.

Si no somos santos no es por culpa de Dios. Su manera de hacer no es mala. Lo que no funciona somos nosotros (cfr. Ez 18, 21–28).

Se trata de dejarle hacer. No es tanto hago, yo hago, sino hágase en mí.

Contar más con Dios. Hasta que no aprendamos esta lección nuestro parecido con Jesucristo no dejará de ser un boceto.

Pensándolo bien, tenemos muchas oportunidades para formarnos. Somos unos privilegiados por la calidad de la formación que recibimos, y por la forma en la que se nos da.

No solo en determinadas temporadas, nos estamos formando continuamente.

Unas veces con los martillazos que el Señor nos da. Otras, descansando de los golpes en el tiempo de verano, cuando parece que el Señor nos acaricia con la lija. Todo esto es necesario.

Quizá con la lija notamos más la mano de Dios, pero los golpes aceleran el proceso. ¡Todo es bueno! Recibimos una formación de calidad y cantidad.

–Señor, que espere en ti, en tu palabra, en tu acción santificadora.

Dios nos ha colocado en su taller, en un rincón de la casa de José, donde se fabrican santos.
Precisamente la fundamental de nuestras obligaciones como discípulos de Cristo hace referencia a que nos dejemos formar.

Estamos en un taller, en una escuela. Y, precisamente un buen artista se diferencia de otro en que cuida lo pequeño.

Hay muchas imitaciones de la Pietà. Todas se parecen, pero ninguna la supera.

También nosotros podríamos decir que más o menos nos parecemos a nuestro Señor, pero nos faltan algunos detalles para estar acabado.

Hacemos oración como Jesús, pero quizá no acabamos de completar lo pequeño.

Dimos un paso de gigante y pasamos de hacer poco tiempo de oración a hacer una hora. Quizá eso lo conseguimos en un año.

Ahora la cosa no es tan difícil, requiere un toque maestro, pequeño, que nos viene de la mano de la formación.

Lo mismo sucede con la mortificación.

Está claro que tenemos un cierto aire que nos asemeja al Señor, pero todavía nos falta un poquito: el dominio de nosotros mismos. Nuestro carácter puede cambiar.

La imagen de Cristo se intuye en nosotros, pero no está del todo clara.

–Señor, haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo.

Los grandes rasgos se adquieren en los primeros años. Lo que marca la diferencia se hace cada día.

Jesús les pide a los suyos que afinen. No basta solo con no matar, sino que no deben ni siquiera pelearse con su hermano:

«si uno llama a su hermano imbécil tendrá que comparecer ante el Sanedrín».

La formación nos hace afinar. Si nos dejamos, el Señor va dando retoques pequeños pero esenciales.

Y esas cinceladas hacen que algo que es vulgar se convierta en una obra maestra.

Por eso nuestra actitud fundamental debe ser la docilidad, dejarse llevar, conducir. Y esa acción santificadora nos llega de fuera.

Dejarse decir las cosas, gustar la corrección. Nos tiene que agradar desde un punto de vista humano y sobrenatural.

El que huye de la corrección, huye de la sabiduría.

–Señor que recapacite, que me deje golpear.

Los más humildes se consideran unos soberbios.

Y los más sabios –en la sabiduría de Dios–son como esos científicos que escuchan las genialidades de los de 1º de carrera.

En ocasiones los que mucho corrigen quizá se dejan corregir poco, porque la actitud que los domina es la de lo sé todo.

Solo un ignorante puede pensar que lo sabe todo.

–Señor, que no me crea en posesión de toda tu verdad, y que me deje corregir.

Si no somos santos es porque no escuchamos lo suficiente.

Algunos comentan que la pietá es una de la esculturas más logradas de la Virgen: por la finura de su cara, la delicadeza de sus manos, los pliegues del manto…

Nuestra Madre se dejó hacer, por eso salió lo que salió. Por su fiat le llaman la bienaventurada.

FORO DE MEDITACIONES

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