viernes, 31 de julio de 2020

LUCHA INTERIOR: DERROCAR AL TIRANO


San Mateo pone en boca del Señor aquella frase lapidaria: «Regnum caelorum vim patitur, et violenti rapiunt illud» (Mt 11, 12).

San Josemaría, en una de sus homilías titulada La lucha interior, traduce este violenti rapiunt de forma muy interesante.

Textualmente la expresión griega se podría traducir como así: los salteadores lo arrebatarán.

San Josemaría al traducirlo al castellano dice: «el Reino de los Cielos se alcanza a viva fuerza, y los que la hacen son los que lo arrebatan» (n. 82).

Esto es lo que vamos a pedirle al Señor, que nosotros hagamos fuerza.
–Porque Tú eres Señor nuestra fortaleza.
Te pedimos que nos ayudes a vencer al Filisteo que tenemos en nuestro interior. 
Y la respuesta del Señor no se hará esperar:: –«No temas, yo mismo te auxilio» (Is 41, 13-20). Yo, el Señor, tu Dios, no te abandonaré.

Pero nuestros enemigos no están fuera, sino que están dentro de nosotros. En nuestro interior es donde se pelean las batallas. El resultado sale fuera después.

Una vez que le preguntaron al Cardenal Ratzinguer, si la Iglesia estaba retrocediendo en Occidente. Y si Cristo realmente estaba triunfando en el mundo.

Es sorprendente como no le dio ninguna importancia práctica al aparente fracaso. Por la sencilla razón de que el Papa está lleno de Dios.

Respondió que, en la sociedad, la figura de Jesús puede estar más o menos de moda. Por ejemplo hay tierras donde han vivido personas muy santas, y que actualmente está despobladas de cristianos.

Pero decía el Papa que esto es un hecho secundario. Lo importante es que la evangelización se está haciendo en cada hombre, en cada uno de nosotros, desde que nacemos hasta que morimos.

La Redención o el fracaso de Cristo es una cosa personal. Se realiza en cada individuo. La Redención se está haciendo ahora mismo en ti y en mí. Esta es la verdadera historia de la Iglesia.

Ahora se busca a toda costa la paz. Y nos da pena que países enteros estén gobernados por tiranos que los empobrecen. Y nosotros también podemos estar gobernados por un tirano perezoso que nos avasalla.

¡Qué pena si estuviéramos flacos y pobres en una tierra tan rica, como lo es nuestra alma!

Ese tirano no se irá sin la violencia de que nos habla el Señor: violenti rapiunt. El tirano interior, nuestro Filisteo, no se irá sin esa tensión buena.

David venció a Goliat, con unas cuentas piedras, pero se las lanzó con honda. Hoy en día hay que explicar lo que es una honda, porque la mayoría de la gente pesaría que es una moto.

Pues una honda es una tira de cuero o trenza de lana, o de otro material semejante, que sirve para tirar piedras con violencia. Y lo mismo que el tirachinas, la honda dispara cuando está en tensión.

Necesitamos esa tensión buena para derrocar a nuestro enemigo interior. Entonces sí que tendremos buen gobierno y paz.

Pero esa victoria sobre nosotros mismos, no la conseguiremos con nuestras fuerzas. David así lo decía.

Fue el Señor, el que consiguió la victoria para Israel, un pueblo pequeño pero invencible, como su mismo nombre significa. Invencible porque el Señor pelea en su favor.

El Señor era el auténtico pastor para su pueblo. Y por eso le decimos ahora: –Señor, gobiérnanos tú. (cfr Sal 144).

Para que el Dios de los ejércitos gane nuestras batallas interiores, y obtenga la paz, nosotros tenemos que colaborar tensando nuestro arco.

Por eso decía San Josemaría: «No olvidéis que la paz verdadera se obtiene a través de la lucha interior, no solo cada día, sino en cada segundo».

En una ocasión estaba San Josemaría de tertulia con un grupo de hijos suyos. Alguien trajó unos bombones. Ofreció a todos tomaron uno, menos San Josemaría. Y cómo le insistieron varias veces para que tomase, les dijo:
–Había ofrecido al Señor ese pequeño vencimiento... Si tomo no pasa nada. Pero si no tomo ¡qué gran victoria!
Efectivamente nuestras batallas normalmente serán pequeñas.

Se cuenta del fundador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, don José María Albareda, que estuvo trabajando en una nación africana, en medio de un gran parque lleno de leones y otras fieras.

Vivía en una casa muy sencilla que, como toda protección, tenía mosquiteras en las ventanas.

Y en una carta que escribió a San Josemaría contaba: aquí, como en la vida interior, lo malo no son los leones sino los mosquitos...

Pero nuestras victorias –normalmente pequeñas– son del Señor, porque nuestra lucha no es una lucha a brazo partido. No es una cuestión de puños, no es una batalla voluntarista. Es una lucha por amor, donde lo importante es lo que hace Dios. No dejemos de pedirlo. Ese es el gran palo para nuestra suficiencia, el palo que llevaba David frente a Goliat.

Podremos ser grandes trabajadores porque tengamos condiciones humanas, pero no podremos ser santos si vamos solos. Para vencer necesitamos a Dios:
–Señor, pelea Tú nuestras batallas.
Él está cerca de nosotros, con nosotros y no nos dejará.
–Tú estás siempre cerca (cfr. Sal 118).

Ese es el secreto de nuestra victoria: que, de verdad, Dios sea nuestra fortaleza.

El Reino de los cielos padece violencia, decía el Señor. Pero es una lucha contra nosotros mismos, para conseguir nuestro objetivo: ser otros Cristos.

Por eso decía San Josemaría: «Se opondrán a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar».

La pereza que se disfraza de verano, o va vestida de más tarde. Hay que llamarla por su nombre: lo que yo tengo es pereza.

Porque, una vez descubierta, podemos hacerle violencia para que se vaya.

Después, debemos luchar contra «la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo».

No quiero esto, nos dice nuestro orgullo, no quiero someterme, entrar por el aro de la voluntad de otro.

También aparece la sensualidad viscosa con su gelatina de molusco que se pega con solo rozarla. Aunque brille no deja de ser en realidad baba de animal.

Y seguía diciendo San Josemaría: «En todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años– la soberbia».

En los países vecinos, lo mismo que en los pueblos cercanos sueles existir ciertas rivalidades. En una ocasión hoy que un chileno definía la soberbia como ese pequeño argentino que todos llevamos dentro.

Tienen fama los de buenos Buenos Aires, de sentirse gallitos, orgullosos de su ciudad. Por eso los porteños de Buenos Aires, al oir el dicho de que la soberbia es ese pequeño argentino que todos llevamos dentro, ellos responden:
–¿Y por qué pequeño?
Nosotros, ahora en serio, decimos: –Señor, hazme como un niño delante de Ti.
–Para que, con mis caídas y debilidades de antihéroe le dé un buen palo a la soberbia del pensar que todo lo hago bien.

A pesar de nuestra poquedad, el Señor se sirve de nuestra lucha interior y exterior para hacer feliz a la gente.

Me escribía un sacerdote que vive en Rusia, desde hace un año, que fue a ese País, procedente de Finlandia.
«desde Helsinki llegó Lenin, para destrozar este país con sus torpes ideas de lucha de clases, y desde Helsinki llegamos nosotros ahora, con menos ruido, pero con mucha más ilusión, para “vengarnos” de todos esos males»

Y sigue: «nuestra “venganza” será querer mucho a esta tierra, a todos, y ayudarles a encontrar a Dios en medio de esa vida ordinaria que para muchos ha sido y sigue siendo muy dura».
Nuestra lucha en primer lugar tiene que servir para esto. Para ayudar a que los que nos rodean conozcan al Señor.

En el caso de un cura está claro. Tenemos que luchar por predicar a Cristo cada vez mejor.

Cuentan del cura de Ars, que al principio de ordenarse, y llegar a su parroquia no predicaba bien, fue ganando con el tiempo.
«¿Por qué grita usted tanto cuando predica? —le preguntaba una señorita de Ars, inquieta por el esfuerzo que hacía desde el púlpito—. Debe usted cuidarse un poco».
«Señor Cura, le decía otra persona, ¿cómo es que cuando reza habla tan bajo y tan fuerte cuando predica?
—Es que cuando predico, replicaba el santo varón, hablo con sordos, a gente dormida, pero cuando rezo, hablo con Dios, que no está sordo».

A nadie sorprenderá que, después de tal tensión, le fallase a veces la memoria. «En el púlpito —decía uno de Ars—, se perdía y se veía obligado a bajar sin haber terminado» El domingo siguiente, –cuenta uno de sus biógrafos– el Rdo. Vianney volvía a subir al púlpito. Sin embargo, teniendo en cuenta su fracaso, que hubiera podido aminorar su autoridad de párroco, oraba y encargaba oraciones a los demás.

Y termina diciendo el biógrafo: «La lucha está comenzada, y el Cura de Ars resuelto, con la ayuda de Dios, a no deponer las armas, sino después de una completa victoria».

Esa era la actitud, de este cura de parroquia, que para ganar las almas para Cristo contaba con pocos medios.

De San Josemaría ha escrito D. Javier Echevarría que le decía: «cuando prediques, no hables para los demáshaz tu oración en alto y aplica a tu vida lo que digas;
así será una oración más viva, que te servirá para concretar puntos en tu lucha personal
y, con la gracia de Dios, entrará más en la vida de las otras almas, porque responderá a algo que lleves dentro
y reflejará una lucha para tener un trato real, no teórico, con Dios Nuestro Señor. (Javier ECHEVARRÍA: Memorias del Beato Josemaría, pp. 195-196).

Para tener un trato real con el Señor, habría que preguntarle a su Madre. Ella en su corazón nunca tuvo a un tirano que mandaba, sino a una esclava que servía.
–Ayúdanos, Madre nuestra, a luchar por amor.

viernes, 24 de julio de 2020

LA PASARELA



Hace unos días pude ver una tormenta de verano. Es algo a lo que uno no termina de acostumbrarse. 

Rayos que parten el cielo con un resplandor. Truenos que hacen temblar la tierra. Y nubes negras que en poco tiempo descargan litros y litros de agua. 

Aunque lo hayas visto muchas veces, siempre te llama la atención, sobre todo si te empapas. 

Hoy es la solemnidad de Santiago Apóstol. 

Jesús les puso a él y a su hermano Juan, una especie de mote. Los llamaba Boanerges que significa Los Truenos. 

Tenían los dos mucho carácter. No pasaban desapercibidos, como las tormentas. 

Santiago fue el primer Apóstol que sufrió martirio. Se le notaba demasiado que seguía al Señor. No lo podía disimular y Herodes le cortó la cabeza. 

Estar cerca de Dios se nota. No es algo que pase desapercibido. Es una manera de vida que te hace tomar decisiones que chocan con el ambiente. 

Cuando los del Sanedrín prohibieron a Pedro y a los Apóstoles hablar más de Jesús, ellos les contestaron: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Los dejaron sentados con esa respuesta. 

El Señor es demasiado grande como para poder ocultarlo. Si vives con Él los demás lo tienen que notar. 

Es curioso, pero la gente no se acostumbra a tener un amigo que sea discípulo de Jesús. Somos un punto claro de referencia. 

Me contaba un sacerdote que, yendo por la calle, le paró un chico. 

Estaba triste porque se acababa de morir su madre, iba a coger el tren y necesitaba que alguien le consolara, por eso le había parado. 

Una vida entregada a Dios hace que los que te rodean te busquen y encuentren al Señor y lo alaben. 

Una vida así todos la ven. Es como una pasarela. 

En las pasarelas la que sale es el centro de atención. Todas las luces la iluminan y el público sigue un traje andante. 

No ven otra cosa. Todos opinan sobre lo que están viendo. 

Nosotros estamos revestidos de Dios. Eso se tiene que notar. No es algo que dependa del carácter o una manera de ser fuerte como la de Santiago y Juan. 

Podemos ser como ellos, los truenos; impetuosos y lanzados como Pedro; o más tranquilos como otros Apóstoles, de los que el Evangelio solo dice el nombre y no cuentan nada que desentone o dé el cante, como la madre de Juan y Santiago (normal: de tal palo tal astilla). 

No depende del carácter sino de estar revestido de Dios. De vivir muy cerca de Él. 

Lo más importante en una pasarela no es la modelo que lleva el traje. 

Esa persona puede ayudar más o menos, pero con lo que uno se queda es con el vestido: los colores, el corte, el vuelo que tiene la tela, etc. 

Los cristianos debemos vivir de tal manera que los demás vean a Dios. 

Es verdad que somos poca cosa, que el Amor que nos tiene el Señor nos viene grande y que, a veces, no le respondemos como Él querría. 

Pero Dios se encarga de que vayamos sintiéndonos cada vez más cómodos con nuestra vida, y que los demás vean nuestra alegría. 

Recuerdo una estudiante que tenía que hacer un traje como práctica de una asignatura. Le llevó todo el año. 

Era una traje, zapatos incluidos, revestido como con escamas plateadas. 

Mientras lo iba haciendo se lo enseñaba a la profesora que le daba indicaciones para mejorarlo. 

Al final hicieron una pasarela en Motril. Allí salieron los trajes que habían hecho la alumnas de distintas universidades. 

Ella lo contaba como algo increíble. La pasarela fue al aire libre y por la noche. 

Cuando salió su vestido, la gente aplaudió mucho porque, con tanta luz, las escamas de plata empezaron a brillar. Centelleaban hasta los zapatos. 

Dios se nota, como se nota un rayo en medio de la noche, o el ruido de un trueno o el espectáculo de un vestido bonito. 

Si hacemos la voluntad de Dios seremos como el Apóstol Santiago, un astro brillante que da luz incluso después de la muerte. 

Así es María. La Estrella de la mañana. Se le notaba hasta físicamente que tenía a Dios dentro. 

Madre nuestra ayúdanos a llevar así al Señor, sin vergüenzas, con soltura, sin miedos.

sábado, 18 de julio de 2020

EFECTOS COLATERALES



Cuando vas al campo, a veces se ven extensiones inmensas de trigo dorado, toda una colina del mismo color...

Pero, en ocasiones, descubres que, en medio de esa uniformidad, hay como unas manchas negras.

Esas manchas es la cizaña que crece en medio del trigo.

El Evangelio nos habla de cómo el mal crece en medio del bien. Para explicar eso, Jesús utilizó la parábola del trigo y de la cizaña (Cfr Evangelio de la Misa: Mt 13, 24-43).

La cizaña crece por el descuido de los trabajadores. Los colaboradores de Dios, primero se quedan dormidos y, luego, quieren resolver el problema drásticamente: proponen arrancar la cizaña de cuajo.
El dueño del campo les hace esperar para que no se corra el riesgo de arrancar el trigo.

Así somos a veces: primero nos dejamos llevar por la pereza, nos dormimos y dejamos de vigilar.

Y, después, nos entra la ira y la impaciencia: nos enfadamos porque descubrimos la cizaña, y, además queremos arrancarla inmediatamente y de cualquier manera.

Es verdad que todos tenemos defectos y que hay cosas en la vida que no nos salen o salen mal.

Si hacemos un poco de examen, descubriremos que en la vida hay trigo y cizaña: en la nuestra y en la de los demás.

Esas situaciones, muchas veces provocan reacciones de enfado y de impaciencia, aunque sean solo interiores.

Dios, ante el mal y los defectos de los demás actúa de otra forma: su arma secreta siempre es la misericordia.

Es nuestro auxilio, sostiene nuestra vida. Actúa con suavidad, sin sobresaltos (Cfr. Antífona de entrada)

porque, Señor, Tú eres bueno y clemente (Sal 85: responsorial).

«Fuera de Ti no hay otro dios al cuidado de todo (…) Tú nos gobiernas con gran indulgencia» (Libro de la sabiduría 12, 13. 16–19: Primera lectura).

Esa manera de ser se la enseña a sus amigos, a la gente sencilla (Cfr. Aleluya de la Misa: Mt 11, 25).

Haz que seamos también nosotros misericordiosos, pacientes con los errores y los defectos.
Los santos han sido así, por eso son más humanos. No regañan sino que mueven al arrepentimiento.

El primer sucesor de San Josemaría, don Álvaro del Portillo que está actualmente abierto su proceso de beatificación, se esforzó por poner en práctica las enseñanzas del Fundador del Opus Dei.

Consiguió sacar el máximo provecho de su propio tiempo y hacerse cada vez más servicial, más caritativo, más paciente al tratar a los demás.

Su hermano pequeño cuenta que se puso a jugar con unos dibujos en los que don Álvaro había estado trabajando un año entero, y se los estropeó completamente.

–«Mi madre, cuenta su hermano, 
al ver aquel desaguisado, se llevó un gran disgusto y me dijo algo así como: “Ya verás, cuando llegue tu hermano Álvaro y vea lo que le has hecho, echándole por tierra tanto tiempo de trabajo”.

»Yo aguardé su llegada con el natural temor. Esperaba que me riñera o me gritara; o incluso que, como fruto de la irritación, llegara a darme algunos cachetes…

»Pero no sucedió nada de eso. Llegó a casa; contempló lo que le había hecho; me llamó; me acerqué temblando; me sentó sobre sus rodillas y, entonces, con aquella serenidad que le caracterizaba, comenzó a explicarme el tiempo que había empleado en realizar aquel trabajo, y cómo yo, por haber jugado donde no debía, lo había echado a perder.

»Yo me quedé asombrado: en vez de pegarme, lo que hizo fue enseñarme la importancia de aquel trabajo, ¡para que yo aprendiera a ser más cuidadoso en el futuro!

»Puede parecer una anécdota sin importancia. Pero nunca la he podido olvidar
».

Dios es bueno. «Lento a la cólera y rico en piedad». Lo que quiere es que mejoremos, pero sin hacernos daño.

El Señor no quiere imponer su voluntad de forma agresiva. No fuerza a nadie.

Llama a nuestra puerta, pero no nos obliga a abrirle (Cfr. Ap 3, 20).

Nos da su ayuda, la gracia, para que nos convirtamos de nuestros errores, pero no nos fuerza.
San Pablo lo expresa muy bien la manera de actuar de Dios, al decir que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad (…) intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26–27: Segunda lectura).

No se enfada cuando fallamos. No solo eso sino que nos perdona siempre que queramos.

No quiere conseguir el bien a base de palos, aunque tiene en cuenta los efectos colaterales.

Su táctica no consiste en desarraigar el mal sin más, sino que tiene muy en cuenta el modo. Como han dicho los santos: todo por amor, nada por la fuerza.

Porque Dios, que es puro Amor, no busca un enfrentamiento, sino la conversión (cfr. Primera Lectura de la Misa: Sb 12, 13. 16-19).

Señor que aprovechemos tus llamadas. Que te abramos la puerta para que entres y estés con nosotros.

San Josemaría decía que los cristianos hemos de ahogar el mal en abundancia de bien.

Contaba una niña de 6 de Primaria, de familia numerosa, como le impresionaba mucho ver a su hermana mayor ponerse a fregar cuando nadie quería, o sacar la basura cuando las demás estaban viendo la tele.

El Señor actúa facilitándonos el ambiente y provocar la conversión.

Esto es lo que hizo María de forma discreta. Porque las madres son especialistas en corregir, evitando los efectos colaterales: saben amar.

sábado, 11 de julio de 2020

MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES


El Señor a veces utiliza medios audiovisuales para hacer más gráfica su enseñanza.

Esto sucedió un día cuando iba andando a Jerusalén y se encontró con una higuera.

La maldijo porque no tenía fruto. Tampoco había muchas posibilidades de que los tuviera.

A los apóstoles tampoco les causó mucha extrañeza que la maldijera.

Sí que se sorprendieron cuando, a la vuelta, vieron que la higuera se había secado de raíz (Mc 11, 11-6: Evangelio del día).

Curioso y anecdótico: Jesús quiere que se les quede grabada esa escena para que se les fijara la fuerza que tiene la fe.

Es como si les dijera: Vosotros podéis hacer esto y cosas mayores si tenéis fe: lo que habéis visto de la higuera es poco.

San Josemaría, al hablar de este pasaje de la vida del Señor, decía que se sentía urgido a aprovechar el tiempo.

Jesús, en aquella ocasión, fue a buscar y no encontró. Solo había apariencia de fecundidad.

«Yo os he elegido del mundo, para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure» (Jn 15, 16: Aleluya de la Misa).

Estamos en la Iglesia con una vocación específica y, por el hecho de estar, podemos tener cierta apariencia de fruto.

¿Qué es lo que Jesús encuentra ahora en nosotros? ¿hojas? ¿apariencias cristianas? Quizá tenemos imagen de que somos cristianos.

Pero lo nuestro es aprovechar el tiempo y no sólo quedarnos en la apariencia externa.

Podemos pensar que con los agobios que tenemos, con la cantidad de trabajo acumulado y retrasado, con la cantidad de personas que hemos de ver, en nuestro caso no se puede hablar de perder el tiempo.

Puede ser así, pero no siempre. Una de las enseñanzas que repitió San Josemaría fue que no solo hay que tener ilusión para hacer el bien, sino que hay que aprender a hacerlo.

Antes de entregarnos a Dios, quizá teníamos buenas disposiciones. Lo que ha hecho la formación es orientar esas inmensas ganas de hacer el bien.

Hay que aprender a hacer el bien, y en concreto, hemos de aprender a aprovechar el tiempo.

Hojas ya tenemos. Hace falta fruto. Para acercarnos al Señor nos sirve el trabajo y las cosas que hacemos.
¿Qué nos separa en la práctica de Jesús?: el cansancio, el verano, el carácter de una persona, el encargo que nos dan, etc.

Le sacamos provecho a la mayoría de las cosas, pero puede ser que haya otras que desaprovechemos. Eso hace que nuestro fruto sobrenatural sea raquítico.

En todo esto hay un peligro que disfraza las cosas.

Así como las hojas de la higuera despistaban, la mucha actividad (que en sí es buena) puede confundir. La actividad puede enmascarar enfermedades del alma.

El activismo sobre todo cubre la pereza. Es difícil detectar la falta de amor, la falta de diligencia de una persona activa.

Hemos de pedirle ayuda al Espíritu Santo:
Danos el don de sabiduría que nos hace conocer a Dios y gustar de Dios.
Nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad las situaciones y cosas de esta vida.

La sabiduría, este sapere, nos hace ver lo que es importante. Porque hay personas buenas, pero despistadas, que tienen una pereza activa.

Hacen muchas cosas aparentes, pero no le dan verdadero gusto a Dios.

En ese viaje a Jerusalén, nos cuenta San Marcos que Jesús «entró en el templo y se puso a echar a los que traficaban allí, volcando las mesas de los cambistas y los puestos que vendían palomas» (Evangelio del día).

Echó por tierra toda la actividad que se había creado en la casa de su Padre. «Y no permitía a nadie transportar objetos por el templo» dice el texto sagrado.

Eso no le daba gusto al Señor. Era algo que les separaba de Dios.

A Jesús –que está esperando, con hambre y sed, nuestro amor– le damos actividades.

La sabiduría nos quita los agobios para ver lo importante: el amor a Dios y a los demás.

San Pedro, el primer Papa, escribió para que no nos despistáramos:

«Sed pues, moderados y sobrios, para poder orar. Ante todo mantened en tensión el amor mutuo, porque el amor cubre la multitud de los pecados» (1 Petr 4, 7-13: Primera lectura de la Misa).

Moderados y sobrios también en nuestra actividad, porque sino no le dejaremos espacio a Dios.

No se trata de organizar mucho o poco. De hacer ruido. De triunfar o fracasar humanamente. De escribir mucho o poco.

Lo que nos pide el Señor es el fruto del amor: ese que se consigue haciendo su voluntad.

Nos pide lo único necesario que le dijo Jesús a Marta la administradora.

Aprovechar lo que tenemos: el tiempo, los encargos que nos confían, el papeleo, el insomnio. Todo para que Dios sea glorificado (Cfr 1 Petr 4, 7-13).

Señor danos la gracia de unirnos a Ti con lo que hacemos.

Todo nos tiene que servir para rezar más. Convertirlo todo en oración. Eso no se da por supuesto.
Aprovechamiento de lo que tenemos, sobre todo de los medios de formación que el Señor confió a San Josemaría para que fuéramos santos.

En esta meditación nos fijaremos solo en uno. Y podemos decir que lo importante no es tenerlo sino aprovecharlo: las charlas semanales de formación.

Don Álvaro decía que le servían muchísimo. Que todas las semanas le ayudaba.

Hay calidad en estas charlas si luchamos en lo que nos dicen.

El secreto es examinarse en esos puntos de los que nos hablan: así nos llenaremos de frutos sobrenaturales o de aburrimiento, dependiendo de nosotros.

Tenemos un medio importante para hacer el bien. No es una charlita piadosa y moralizante, sino que es un modo de descubrir el querer de Dios en cosas menudas.

Queremos que en la Iglesia haya una explosión de santidad. Pues tiene que darse en un salto de calidad en los medios de formación.

Calidad y profesionalidad al recibirlo y al darlo. Para presentar bien la doctrina de Jesús. Y sobre todo preparación sobrenatural.

A la Virgen, Madre de la Iglesia que además de esclava del Señor fue asiento de la sabiduría.

A Ella le pedimos: ¡Esclava y Señora de la sabiduría que gustemos las cosas de Dios para poder agradarle con muchos frutos y poco ruido!

domingo, 5 de julio de 2020

ACTIVAR EL MODO DE VUELO


Nos cuenta el apóstol San Mateo en ese Folleto que escribió bajo la inspiración de Dios, cuáles fueron una de las últimas palabras del Señor en esta tierra:

«Id y hacer discípulos a todas las gentes (…) enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20).

Tenían que enseñar lo que habían vivido junto al Maestro: un espíritu. Sobre todo, tenían que anunciar a una persona maravillosa, que los quería más que nadie.

Ellos eran unos pescadores, malos instrumentos, ni siquiera unos rabinos instruidos.

Eran gente sencilla que con la fuerza de su vida enseñaba que la verdad, que había traído el Señor, iba a llenar el mundo de libertad y de felicidad.

Todos los apóstoles eran gente normalita, hablando desde el punto de vista de la formación. No así San Pablo que era una persona muy ilustrada en las Escrituras.

Aunque no conoció personalmente a Jesús, humana y sobrenaturalmente fue una persona revolucionaria. Dicen que San Pablo no era muy alto, pero por dentro era un gigante.

El Señor se sirvió de un instrumento muy bueno en aquellos momentos tan importantes para la Iglesia naciente.

San Josemaría tuvo una vida interior arraigada en la verdad, no en la sensiblería. Los sentimientos fluctúan y pasan rápido.

–Señor que vivamos seguros, con una piedad llena de doctrina (cfr. Sal 121).

Lo que queda firme en el hombre es lo que procede de la inteligencia iluminada por la fe.

El trato con Dios de San Josemaría no era frío y calculador.
Al final de su vida acuñó el tipo de piedad doctrinal. No una piedad mentirosa: Fe de niños y doctrina de teólogos, decía.

–Señor, enséñanos a quererte.

Hoy es muy necesario todo esto. Es muy necesaria la doctrina, si no se acaba como tanta gente buena que está desorientada por la ignorancia.

–Señor instrúyenos en tus caminos, enséñanos tus sendas (cfr Is 2, 1-5).

Hemos de transmitir todo esto a los que vengan detrás.

El ambiente que se respiraba alrededor de San Josemaría era de mentalidad abierta universitaria: se hablaba de libros, de publicaciones, de trabajos de la inteligencia.

Todos tenemos que dedicarnos a esto porque el estudio es una norma de siempre.
De lo contrario nos empobreceríamos, nos quedaríamos enanos, gente acomplejada.
Estaríamos como en un campo de barbecho, donde no se cultiva.

–Señor que nuestro amor a ti no se quede enano por falta de estudio.

El estudio y la doctrina nos abre la mente para amar mejor.

La oración del gitano: no me des Señor, Tú ponme donde haya.
Hemos de poner los medios humanos para que el Señor nos haga santos canonizables, y un medio es el estudio.


Hasta el día 25 de junio del 75, San Josemaría dedicó un tiempo a su formación. Y humanamente podríamos decir que no lo necesitaba. Nosotros sí.

–Señor, ayúdanos a no ser perezosos porque muchos de nuestros aciertos con las almas depende de esto.

Esto se nota a la vuelta de los años. Las personas que habitualmente no estudian se vuelven rígidas. Cada año que pasa están más ancladas en su propia experiencia.

Los que no estudian suelen ser muy tajantes. Los sabios, con sabiduría humana suelen ser muy modestos. La ignorancia se tira de la moto con gran facilidad.

Nosotros no estudiamos los manuales para lucirnos, sino para que nuestra oración sea más viva, para encontrar argumentos como San Pablo.

Precisamente, uno de los grandes peligros de nuestro tiempo es el dejarse llevar por el bamboleo del corazón.

En ocasiones el corazón está despierto. Se encuentra fuerte, con toda su pasión arrolladora.

Y en esos momentos resulta muy sencillo amar a Dios, anclarnos a Él, decirle que no le dejaremos jamás…

Es la hora del corazón que nos proporciona consuelos y nos entusiasma… nos lleva a hacer locuras de amor, como le sucedía a los santos.

Pero también sabemos que los santos se pasaron buena parte de su vida a contrapelo, sin sentir nada, sin notar nada.

Como San Josemaría que en la legación de Honduras pasó por la noche oscura… Y sin embargo ¡qué meditaciones dirigió durante aquellos meses!

¿Cómo se puede entender este contraste?

Sabemos que no hay amor sin conocimiento.

Igual que no podemos querer nada que no conozcamos, y por eso no podemos amar al Señor si no le conocemos bien.

Es cierto que el corazón nos puede ayudar en esta tarea de amor y conocimiento.

Un corazón enamorado tiene más facilidad para entender lo que tiene delante.

Cuando el corazón está activo, resulta gustoso manifestar el cariño.

Y entonces puede haber ganas de estar con el Señor, de pasarnos un rato delante del Sagrario. Y así le conocemos y le queremos más.

Pero muchas otras veces, el corazón parece que no responde. Parece que está fuera de cobertura en ese momento.

¿Qué pasa entonces? ¿Nos venimos abajo?

Los sentimientos no nos acompañan, perdemos el gusto por las cosas de Dios, el Señor no nos da golosinas.

Quizá es que nuestro corazón está fuera de cobertura. Pero no quiere decir eso nada malo. En algunas ocasiones quiere decir que avanzamos mucho en el amor.
Los grandes místicos hablaban de las arideces, de las noches, de que hay que bajar para subir.
Esto es lo que pasa también con los teléfonos móviles. Que cuando uno tiene que ir en avión, le obligan a activarlo a modo de vuelo.
Así ocurre a veces en el alma, que nuestro corazón no tiene cobertura, porque está activado el modo de vuelo: el Señor quiere que avancemos rápido, no es sólo andar, sino volar.
Entonces, cuando el corazón está sin cobertura, es porque ha llegado la hora de la cabeza.

Y es que el estudio nos lleva a conocer al Señor, a amarle con más altura, como por encima de las nubes.

Acudir a las ideas madre, a las verdades eternas, pensar sobre la realidad de Dios… todo eso nos eleva hasta el amor a Dios.

Nuestra entrega y nuestro cariño al Señor se hacen fuertes.

Si el estudio acompaña nuestra piedad, el bamboleo del corazón no significará nada.

Seguiremos amando al Señor aunque no sintamos nada. Aunque el corazón esté apagado o fuera de cobertura, sin embargo nuestro amor va volando.

Entonces sabremos que nos ama, le conoceremos cada vez mejor, nos adentraremos en su misterio trinitario…

A veces puedes escuchar a uno con el que estás hablando de Dios:

–A mí esto no me dice nada, me deja indiferente…

Quizá a esa persona le pesa demasiado el corazón y muy poco la cabeza.

Porque la verdad de Dios no es lo que a ti de diga o te deje de decir. Él no depende de los vaivenes de tu corazón.

Lo único decisivo es que Dios es Dios, al margen de lo que tú hagas.

Que Dios te ama, aunque no sientas nada, aunque estés frío, a palo seco. Por eso necesitamos el estudio.

Necesitamos amar al Señor con la cabeza, sacar de ahí formulaciones de mejora, propósitos…

El estudio nos lleva a querer al Señor, sin hacer depender nuestro amor a Él de los estados de ánimo, de las ganas, o de que las cosas nos vayan bien…

San Josemaría decía que debíamos amar a Dios y a los demás con cabeza y corazón…

No sólo con una de las dos, sino con los dos. Así se logra un equilibrio perfecto…

Si vivimos así, nada ni nadie podrá arrebatarnos el amor a Dios.

Ahora que todo es tan pasajero, tan sentimental, tan dependiente de lo externo.

Si dedicamos un rato diario al estudio nos convertiremos en personas firmes, en apoyo para los demás.

Estudiamos para ir por el mundo sembrando la alegría cristiana:

«Id y hacer discípulos a todas las gentes (…) enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado».
Pensemos en María. Todo lo bueno que tienen las demás nos recuerda a Ella.

No era una ignorante, Jesús aprendió mucho de la Virgen.

Cómo estudiaría la Sagrada Escritura, como haría la oración litúrgica con los salmos. Con razón Jesús los sabía tan bien.

Una mujer increíble, discreta, pero muy cultivada: una inteligencia muy clara, que cultivó para amar más a Dios.

FORO DE MEDITACIONES

Meditaciones predicables organizadas por varios criterios: tema, edad de los oyentes, calendario.... Muchas de ellas se pueden encontrar también resumidas en forma de homilía en el Foro de Homilías