jueves, 18 de octubre de 2007

SANTA MISA

Te voy a contar la historia de un chico que vivió hace muchos años.

Un día salió de su casa con la intención de ir de pesca, cogió de su casa unos cuantos bollos de pan para hacerse unos bocadillos, y después cogió la barca que tenían cerca de su chalet, y se marchó sólo.

El tiempo era buenísimo. Cuando estuvo suficientemente lejos de la costa, echó al agua varios anzuelos y, al cabo de un rato, picaron dos peces no muy grandes, de tamaño mediano.

Estuvo un rato más, pero como veía que se le hacía tarde decidió regresar a la orilla. Al llegar encontró otra barca vacía, y se extrañó porque aquel lugar no iba la gente casi nunca.

Le picó la curiosidad y quiso investigar un poco por los alrededores para ver de quién podría ser aquella barca solitaria. Cogió un camino que subía, pensando que al llegar a lo alto averiguaría algo.

De pronto se encontró que cerca de allí había super-cantidad de gente. Como si se hubiera organizado un botellón jipi. Cientos y cientos de personas escuchando a un chico joven que les hablaba.

Supuso que se trataría de un mitin de las juventudes de un partido político, aunque el lugar no le pareció muy bien acondicionado.

Se sentó detrás de todos los que escuchaban y como tampoco entendía mucho se puso a mirar los dos peces que había pescado.

Un hombre pasó junto a él, por el aspecto parecía un pescador, y le vio la bolsa con los peces y las barras de pan.

Sin previo aviso el chico que estaba hablando en el mitin se calló, y al cabo de pocos minutos el pescador regresó y le preguntó:

–¿No te importa compartir tu comida con algunos de los de aquí?

Llevó al muchacho hasta el hombre del mitin y le entregó la bolsa con los panes y los peces.

«Jesús dijo: Haced sentar a esas gentes. El sitio estaba cubierto de hierba. Se sentaron, alrededor de cinco mil hombres. Jesús, entonces, tomó los panes y después de haber dado gracias, los repartió entre los que estaban sentados; y lo mismo hizo con los peces, dando a todos cuanto querían».

Ya se que la primera parte de la historia del chico es inventada, pero merece la pena imaginársela porque es un personaje importante, imprescindible en el milagro que hizo Jesús ese día.


Un milagro de los más espectaculares: dar de comer a miles de personas con tan solo cinco panes y dos peces…

El Señor podía haber hecho de la nada comida suficiente para tanta gente, pero no lo hizo, quiso contar con algo, aunque fuera poco. Con poco Dios hace mucho, por algo es Todopoderoso.

–Señor que te quiera dar lo poco que tengo, porque del resto te encargas Tú.

El tema del que vamos a hablar hoy es la Santa Misa.

Si Jesús quiso que un muchacho que no se enteraba de lo que estaba hablando ni de cómo se produjo el milagro, aportara lo necesario para hacer un milagrazo en un lugar desértico, es porque quería mostrarnos que en el Santo Sacrificio de la Misa nuestro papel es importante, aunque sea pequeño.

–Señor, danos la gracia de vivir bien la Misa.

Lo único que quiere es que le ofrezcamos lo que tenemos. Durante el ofertorio, que viene justo después del Evangelio, el sacerdote ofrece el pan y vino en el altar. Con ese pan y ese vino, que son muy poca cosa, Dios hará el milagro de la Transustanciación, y se hará presente.

Cuando termina de ofrecer el pan y el vino, el sacerdote dice: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable...».

«Mío y vuestro»: es como una especie de acuerdo entre el sacerdote y las personas que allí asisten. La Misa no es solo cosa del cura, no, todos participan en ella.


Cuando el monaguillo, aunque sea un niño de 10 años, pone las vinajeras con el agua y el vino que el sacerdote echa en el cáliz, no lo hace por educación o para facilitarle la labor; es como si los presentara en nombre de todos. Es un sacrificio donde participan el sacerdote y el pueblo.

El chiquillo aquel del Evangelio está representado por vosotros y el sacerdote hace el papel de San Andrés, que toma de tus manos la pobre ofrenda y se la presenta al Señor para que haga el milagro.

¡Qué poco son cinco panes para alimentar a cinco mil personas! Es algo desproporcionado, un pan por cada mil, algo imposible que el Señor resuelve con facilidad.

Jesús no creó 4.995 panes nuevos y los juntó a los que ya había, si no que tomó lo que le dio el niño y los multiplicó.

Nos puede ayudar imaginarnos el ofertorio como el momento en que cada ángel de la Guarda sale al pasillo de la iglesia y va hacia el altar sin pisar el suelo, deslizándose, como resbalando.

Algunos van con una fuente de oro con algo dentro que brillaba mucho. Son los Ángeles de las personas que están ofreciendo la Santa Misa por muchas intenciones y ofrecen sus penas, sus ilusiones, sus tristezas, sus alegrías…

Detrás vienen otros ángeles que no tienen nada en las manos. Son los Ángeles de los que estando en Misa, no ofrecen nunca nada.

Por último van otros Ángeles como entristecidos con las manos juntas en oración mirando al suelo. Son los Ángeles de las personas que estando no están, de los que van a Misa forzados… Esos Ángeles no tienen nada que llevar al altar, salvo sus propias oraciones.

El Señor espera que pongamos en la patena nuestras cosas para santificarlas o arreglarlas cuando baje.

Sucede como las cosas que se meten en el horno, que el fuego las abrasa, las hace más ricas… En la Misa podemos hacer que suceda lo mismo.

–Dios mío quema con tu fuego, con tu presencia toda mi existencia para hacerme mejor.

Si uno participa así en la Misa, entonces «ir a Misa» no será una cosa obligada o un aburrimiento cósmico donde escuchamos sin entender nada y nos dedicamos a pensar en nuestras cosas.

Si no participamos iremos como va un sordo a un concierto o un ciego al cine.

Es verdad que cuando vas los domingos cumples con tu obligación, pero «ir a Misa» no puede limitarse a estar físicamente dentro de una iglesia.

Es importante que ofrezcas tus cosas. Recuerda el texto del Evangelio que hemos leído: «¿Dónde encontraremos pan para alimentar a toda esta gente?... Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces».

Si lo hacemos es como si le dijéramos al Señor: «Mira, tengo algo que ofrecerte. Es muy poca cosa, pero se que Tú harás el resto».

No podemos estar en la Misa como adormilados, empanaos… hasta que nos despierta al sonido de la campana durante la Consagración…

¿Qué habría ocurrido si el chaval no hubiera ido o no hubiese participado aquel día?

No podemos tener la sensación de ir obligados… no podemos asistir enfadados o molestos porque no nos apetece.

No podemos asistir como el niño que va forzado a la playa mientras su madre le dice: «Has venido aquí a disfrutar y vas a hacerlo quieras o no...».

A la Virgen le costó estar en la primera Misa, en el Calvario. Parece que estaba allí sin hacer nada, mirando…

Pero, piensa ¿de dónde sacó Jesús las fuerzas para seguir adelante? Parecía que su presencia no aportaba nada y, sin embargo, Dios la quiso allí porque la necesitaba.

–Madre nuestra dile a nuestro ángel que, cuando vayamos a Misa, nos recuerde que debemos ofrecerle nuestras cosas al Señor.


Versión de Ignacio Fornés de un relato de R. Knox

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