domingo, 30 de marzo de 2008

ANUNCIACIÓN: DESCONCIERTOS DE DIOS

Dios tiene unos modos de intervenir en la historia de manera desconcertante.
Al comienzo del Evangelio de san Lucas nos narra el evangelista que Zacarías y Isabel querían tener un hijo.
No podían tenerlos y rezaban a Dios insistentemente.
Hasta que Dios escuchó.
Y estando Zacarías en el Templo, Dios le concedió el favor.
Isabel, su anciana mujer, tendría al pequeño Juan.
Visto con ojos humanos, podríamos pensar qué cosa más lógica: querer tener hijos y pedírselo a Dios.
La siguiente escena del evangelio de san Lucas no se desarrolla en un Templo.
Sino en un pueblo insignificante, ni siquiera mencionado en el Antiguo Testamento: Nazaret.
La protagonista es una virgen, dedicada por entero a Dios.
Y aunque estaba desposada con un hombre, no tenía ninguna intención de dejar descendencia.
Y sin embargo, nos cuenta san Lucas que un Enviado de Dios entró en aquella casa.
Para decirle a María que Dios la había escogido para ser la Madre de Dios.
A los ojos humanos, nos encontramos con una joven desposada, que vive en un lugar nada importante…
Pero a los ojos de Dios, aquella mujer es la llena de gracia, la nueva Eva, la Madre de todos los vivientes.
Dios también se dirige a nosotros de manera desconcertante.
A los ojos humanos, ¿quiénes somos nosotros para merecer el don de la vocación?
Pero Dios nos mira con ternura, nos llama por nuestro nombre y nos da el mejor regalo que podíamos haber recibido.
Y nos pide cosas pequeñas y grandes. En ocasiones nos parecen imposibles…
Zacarías no terminaba de creerse que su mujer pudiera tener un hijo. ¿Cómo podré yo estar seguro de esto?
María también se desconcertó ante el anuncio del Ángel:
¿cómo será esto si no conozco varón?
Y nosotros: ¿Cómo será esto pues no me veo capaz, pues tengo estas limitaciones, estos defectos?
Dios hará casi todo. Lo único que nos pide es que pongamos lo poco que está de nuestra parte.
Zacarías cumplió sus días de ministerio, María pronunció el fiat y nosotros hágase.
¿Y cuáles son los resultados?
A Zacarías, Dios le dijo:
Tu mujer concebirá un hijo.
A María, Dios le dijo:
ahí está tu parienta Isabel…
¿Y a nosotros? Ahí está la Iglesia, la expansión apostólica
Siempre los planes de Dios son los mejores. Él da vueltas y revueltas, pero al final nos gana.

sábado, 29 de marzo de 2008

DIOS ES MÁS HUMANO QUE NOSOTROS

Ver resumen
Hoy es el domingo de la Misericordia de Dios.
Es fácil acordarse en este día de Juan Pablo II, que falleció la víspera de esta fiesta, hace ya tres años. Nos acordamos de él como un ancianito, bueno, cariñoso con todos… Muchos millones de personas le querían por su bondad y su santidad.

La gente poco cristiana piensa que Dios es tan bueno que permite todo. Que da igual lo que se haga, porque la bondad de Dios es infinitamente blandengue.

Juan Pablo II no era así. Gracias a su fortaleza se resolvieron muchas injusticias del mundo, denunció crímenes, llamó pecado a lo que era pecado…

Por otro lado, hay cristianos cumplidores que piensan que el Señor es tan justo, que da miedo. Les asustaría encontrarse con Dios, porque lo imaginan temible: un «Ser tan Perfecto», que no admite fallos.

Hay quienes ven a Dios como un ser duro, que «no pasa una». Lo consideran como un padre rígido, serio, justo: como si el cielo fuese una academia militar de la antigua Prusia.

El Papa polaco era exigente con los jóvenes. Nos hablaba de sacrificio, de entrega, de hacer las cosas bien. Nos apretaba las tuercas, y, sin embargo, millones de jóvenes acudían en masa para escucharle y aclamarle. Porque se sentían comprendidos. No lo veían como alguien terrorífico y desagradable.

Efectivamente el Señor nos propone a todos los cristianos, que seamos perfectos. Pero esto no quiere decir que Jesús nos proponga que no tengamos fallos. Tener fallos es lo normal. Es muy humano ser tentado.

El Señor dice: «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Hay que ser santos de la forma que Dios es santo.

Jesús aclara: «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Así es Dios, y ésta es nuestra meta.

El Señor quiso que el mundo conociera su Misericordia a través de las revelaciones hechas a una santa, Faustina Kowalska.

En una ocasión le decía: «las almas me reconocen como Santo y como Justo, pero no tienen confianza en mi bondad. Y le daba un encargo: Anuncia que la Misericordia es el mayor atributo de Dios».

La misericordia es su verdadero rostro. Dios es misericordioso: carga con nuestra miseria para quitárnosla. Dios es un buen samaritano, que hace bien a sus amigos y a sus enemigos.

Hay una historia interesante de una chica que fue agente secreto ruso en Corea del Norte. Tenía todas las cualidades para ese oficio. Era hábil, culta y educada. Su misión la desarrollaba en la sierra de Hamhung, cerca de la línea de fuego durante la guerra de Corea, allá por 1950.

Cayó herida durante un ataque de artillería y fue detenida por las tropas del sur y trasladada a un hospital.

Un día se presentó allí un cura anciano, curtido en mil frentes, capellán militar:

Soy sacerdote, le dijo. –¿Católico? ¿Protestante? Respondió ella de forma agresiva. –Católico. –Razón de más para odiarte. No necesito su ayuda y si su oficio es salvar almas, conmigo no tiene nada que hacer. No puede salvar lo que no tengo. Ni tengo alma, ni creo en nada.

Ante esa respuesta el sacerdote optó por una silenciosa y prudente retirada. La herida era grave. Se temía por su vida.

La misericordia es la verdad sobre Él. Es su verdadero rostro.

–«Muéstranos, Señor, tu misericordia, y danos tu salvación» (Salmo 84, 8).

Personalmente Dios no tiene enemigos, pero hay gente que va contra Él.

Nadie tiene la capacidad de «hacernos malos» si nosotros no queremos. A Dios nadie puede "hacerlo malo". Incluso los que van contra Él acaban demostrando que el Señor es bueno.

A pesar de la actitud de rechazo de aquella joven, el capellán la visitaba brevemente a diario para interesarse por su estado de ánimo.

El sacerdote la escuchaba en silencio sólo hablando de vez en cuando sin entrar a fondo. Poco a poco fue mejorando, también por dentro.

Un día, al ver unas monjas que estaban donando sangre le preguntó al anciano cura:

–¿Qué hacen? –Son donantes de sangre, le respondió el sacerdote. –Y ¿cuánto les pagan? –Nada. –¿Nada? Nunca hubiera pensado que entre ustedes nadie hiciera algo gratis. ¿También las monjas? –También. Nuestro fundador, Jesucristo, nos dio dos mandamientos: Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Ellas quieren seguirlo y por eso dan su sangre sin cobrar nada.
La muchacha se quedó pensativa. Otro día le habló de una joven como ella, Teresa de Lisieux.

Muchas personas se han convertido al comprobar lo bueno que es Dios.

Acabada la guerra, la chica le decía a este santo cura: –Gracias por haberme traído un rayo de luz a mi vida. No conocía cómo eran los católicos. Tenía la cabeza llena de eslóganes y propaganda.

No olvido a su Teresita de Francia. Ella amó en lugar de odiar. Y eso es muy hermoso.

Pasaron los meses, y le volvió a escribir: –Mi nombre es ahora Teresa. Y con eso comprenderá usted que estoy bautizada. He deseado que me impusieran el nombre de la santa francesa que era joven como yo, y que amaba. ¡Yo no quiero odiar más a nadie! ¡A nadie!

Jesús decía que nuestro Padre Dios hace salir el sol sale para todos (cfr. Mt 5, 45). Así debe ser el cristiano que aspira a la santidad: una persona con defectos, pero que sabe querer a todos, con las miserias que ellos tengan.


El Papa viajero. Así se le conoce a Juan Pablo II. Hizo un centenar de viajes para estar cerca de los demás, para darse cuenta de sus problemas y ayudarles.

Miles de personas han tenido oportunidad de contarle sus cosas, también cuando estaba limitado físicamente. Cuando ya no podía moverse, se sentaba en una silla y uno a uno hablaba el tiempo que podía durante las audiencias.

–Señor Jesús, danos un corazón misericordioso capaz de ver las preocupaciones interiores y exteriores de los demás, para comprenderles y ayudarles.

A nosotros, muchas veces nos cuesta actuar así, pero no a Dios, que es mas humano que nosotros.


Cuentan de una mujer internacionalmente conocida en el mundo de la comunicación, que estando un día sentada en la playa, enfrente del mar, pensando justamente en esto, en la misericordia de Dios, de repente rompió una ola y le salpicó un gota en la mano.

Como estaba haciendo oración, el Señor le hizo entender: ¿Ves esa gota de agua? Así es tu miseria delante del océano de mi misericordia.

Es justamente lo que vemos cuando asistimos a la Santa Misa. El sacerdote echa el vino en el cáliz y luego una gotita de agua que se mezcla hasta desaparecer en el vino. Nuestras miserias desaparecen en medio del amor misericordioso de Jesús si nos arrepentimos.

Así tienen que desaparecer también las miserias de los demás, sin echárselas en cara.

«Dame, Señor de misericordia, la gracia de que yo también sea misericordioso con los demás. Intransigencia conmigo mismo; comprensión con los que me rodean» (PredicHond, «Confianza en Dios», 10-IV 1937, p. 44).

Él nos ayudará si se lo pedimos a través del corazón misericordioso de su Madre.

Antonio Balsera & Ignacio Fornés

martes, 25 de marzo de 2008

ORDENACIÓN SACERDOTAL DE SAN JOSEMARÍA


El día 28 se cumple un aniversario más de la ordenación de sacerdotal de San Josemaría.

En esta ceremonia, los que se van a recibir este sacramento, antes de recibir la imposición de manos del Obispo, oran postrados en el suelo mientras se canta la Letanía de los Santos.

Así hizo también San Josemaría: en concreto en el suelo de la iglesia de San Carlos en Zaragoza.

El momento de la postración, tiene una especial trascendencia porque la Iglesia, rezando la letanía de los santos, pide a Dios por sus nuevos hijos sacerdotes.

Mientras los ordenandos permanecen tumbados imploran del Cielo las gracias necesarias para ejercer el ministerio santamente. Cuando alguien se postra delante de otro es porque se siente indigno.

Una vez un sacerdote explicaba a unas niñas porqué saludamos a Dios arrodillándonos, les decía: «Delante de Dios todos somos pequeños. Pero cuando vamos a saludarle nos ponemos de rodillas para hacernos más pequeños todavía».

Pues si arrodillándonos reducimos la estatura, tumbándonos en el suelo desaparecemos y reconocemos nuestra indignidad delante de Dios.

Uno de los secretarios de Juan Pablo II contaba que un día tuvo que hablar urgentemente con el Papa. Fue a buscarle a la capilla, luego a la biblioteca privada, después a las salas contiguas.

No lo encontraba. Acudió a su habitación, pero tampoco. Le preguntó entonces a su secretario personal, don S. Dziwisz, y éste le dijo: «Hace ya un buen rato que no lo he visto; pero mire de nuevo en la capilla».

Volvió a la capilla, miró de nuevo. No estaba ni sentado, ni arrodillado. Al cabo de unos segundos, se dio cuenta de que el Papa estaba postrado en el suelo, con los brazos en cruz, en una actitud de inmolación total (Juan Pablo II, un desconocido, p. 168).

Juan Pablo II se llamaba a sí mismo el siervo de los siervos de Dios. El último, el más indigno y por eso se tumbaba delante del Señor para rezarle.

Ante Dios somos pequeños insignificantes. En la vida espiritual el fruto lo da Dios. Muchas veces se trata de no estorbar. Lo importante es la gracia de Dios.

Aquel 28 de marzo estaba San Josemaría postrado en oración pidiendo la ayuda divina. De una manera gráfica se muestra el programa de vida que tuvo siempre: «Ocultarse y desaparecer ¡Que sólo Jesús se luzca!», como solía repetir.

Es preciso que también nosotros tengamos este programa de vida. Los santos han vivido así. Y también san Josemaría desde su infancia y desde los primeros pasos del ministerio sacerdotal.

Dos días después, el 30 de marzo de 1925, celebró su primera Misa Solemne. La celebración de la primera Misa es, quizá, el único día en el que el sacerdote adquiere cierto protagonismo.

Es un día de fiesta grande, de felicitaciones. Un día que se recuerda especialmente con el paso del tiempo. Sin embargo, la primera Misa de san Josemaría no fue ni siquiera solemne.

La celebró en sufragio por su padre, rodeado de pocas personas, con su madre vestida de luto. Así lo recordaba él mismo tiempo después: «En la Santa Capilla ante un puñado de personas, celebré sin ruido mi Primera Misa». (Vázquez de Prada I, p. 195).

Quizá el único consuelo que le concedió el Señor fue poder celebrarla en la santa capilla de El Pilar.

Y dos días más tarde, le llegó su primer encargo pastoral: Perdiguera. Un pueblo pequeño, lejos de Zaragoza y por tanto lejos de su familia, y con el párroco ausente por enfermedad.

Ocultarse y desaparecer, ¡que sólo Jesús se luzca!

Dios le concedió muchas cualidades. Humanamente sobresalía por muchas virtudes, tenía don de gentes. Pero siempre se quitaba de en medio…, no quería recibir parabienes, ni felicitaciones, ni aplausos…

Me contaba un sacerdote mayor que san Josemaría no solía acudir a las ordenaciones de hijos suyos, precisamente por pasar oculto. Le encantaría acompañar a sus hijos, pero no acudía para evitar ser el centro de atención.

¿Cómo lo celebraba? Celebraba la Misa a la misma hora de la ordenación, escribía una carta a sus hijos y pasados unos días disfrutaba mucho viendo las fotografías de la ceremonia. Es cierto que en algunas ocasiones sí acudió, pero discretamente.

En 1948, una persona de la Obra vio cómo en la ceremonia de ordenación sacerdotal de varios miembros del Opus Dei, celebrada en la iglesia del Espíritu Santo, en Madrid, San Josemaría, con gafas oscuras, entró discretamente por una puerta lateral y se situó en un rincón del presbiterio (El hombre de Villa Tevere, 344).

–Que seas Tú, Señor, quien te lleves todos los aplausos.

Los santos han aprendido esta lección de la vida de Cristo. Él es quien debe adquirir el protagonismo en sus vidas: «Es preciso que Él crezca y yo disminuya» (Jn 3, 30). El Señor se ocultó y desapareció en tantos momentos de su vida.

Después de su perdida en el Templo, permaneció con María y José en Nazaret. Comenzaban, entonces, años de trabajo silencioso, de convivir con sus vecinos sin llamar la atención…

No fueron años carentes de significado o de mera preparación para la vida pública. Al contrario. «El Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo» (Es Cristo que pasa, n. 20).

Hay muchos cristianos que llevan una vida nada llamativa…, en su lugar de trabajo, en su familia…con la conciencia de que imitan los años de vida corriente de Jesús. Y es ese lugar, «oculto», donde se encuentran con Cristo, donde hacen su voluntad.

Pero no pensemos que sólo podemos aprender este aspecto de los años de vida oculta del Señor.

Cuando Él comenzó a predicar el Evangelio repitió de muchas maneras que el único interés que buscaba era mostrar al Padre. «Quien me ve a mí, ve al Padre» (San Juan 14, 9).

Él, siendo de condición divina, no codició ser igual a Dios, sino que se humilló tomando la condición de siervo (Cfr. Filip 2, 5–12)

En distintas ocasiones leemos en los Evangelios que el Señor se quitaba de en medio, que no quería aplausos, ni reconocimientos.

–Señor, que aprenda de Ti esta lección divina.

Por eso un día como hoy nos ayuda a considerar nuestra determinación de servir, de hacernos pequeños delante de Dios amando, pidiendo perdón, desagraviando, agradeciendo que el Señor haya querido contar con nosotros.

La actitud de postrarnos ante el Señor nos ayudará a arrancar nuestro egoísmo, atrapar el «yo» que a veces es nuestro peor enemigo.

–Señor ayúdanos a tomar la firme decisión de ocultarnos y desaparecer.

Para eso no basta sólo con buenas intenciones, con propósitos pasajeros. Es preciso pisotear nuestro yo, que es el peor enemigo. De lo contrario, el yo, revestido de soberbia, de vanidad, permanecerá al acecho, esperando la mínima ocasión para levantarse del suelo y hacerse notar.

Tengo razón, no cuentan conmigo, me han humillado. Esta claro que la actitud de ocultarse no está de moda.

Porque lo importante es destacar, sobresalir, ganar medallas para que los demás te reconozcan.

Hace unos días sonó el teléfono en casa y la llamada era para un familiar que tenía que tomar posesión de un nuevo puesto de trabajo. Tomé el recado y el mensaje era nítido: «Puede tomar posesión cuando quiera, pero cuanto antes lo haga mejor, porque así, en el futuro, obtendrá más puntos por antigüedad».

No tengo nada en contra de los méritos personales. Pero parece que eso es lo verdaderamente importante.

Ocultarse y desaparecer, ¡que sólo Jesús se luzca!

La Virgen siguió también este modo de vivir. Ciertamente estuvo en momentos alegres y tristes de la vida de su Hijo.

Pero nunca se hizo la importante, jamás quiso destacar. En las bodas de Caná se dio cuenta de lo que se venía encima: la falta de vino.

Se lo dijo al Señor y se quitó en medio: haced lo que Él os diga. Y María desaparece de la escena.

Le pedimos a Nuestra Madre que sepamos vivir así: ocultándonos y desapareciendo para que sólo Jesús se luzca.

Yago Martínez & Estanis Mazzuchelli

sábado, 22 de marzo de 2008

NOCHESANTA


Según una antigua tradición, ésta es una noche de vela. Durante esta vigilia la Iglesia aguarda la resurrección del Señor: por eso es una noche de esperanza, una «noche santa» (Pregón Pacual).

La esperanza es lo último que se pierde se suele decir. Porque también, es lo último que se usa.

Cuando todo parece que esta perdido: Jesús muerto, todos huidos o escondidos por puro miedo, en unos segundos, en un momento cambia todo. Ese es el efecto que tiene esta virtud.

Durante la Semana Santa de Málaga estaba un grupo esperando el paso del trono del Crucificado. Uno les recriminó que estuvieran hablando y riendo. Per uno del grupillo les contestó: es que nosotros ya sabemos como termina esta historia.

Al inicio de esta vigilia, el silencio sepulcral que invade todo el Sábado Santo está presente.

La ceremonia se incia a oscuras, las velas encendidas, en silencio, como esperando que sueda o que cambie algo.

De repente, el ritmo se rompe. Las luces se encienden de golpe.

Para muchos es inolvidable este momento cuando asistes a la vigilia en San Pedro. Toda la basílica a oscuras y de repente se ilumina de golpe, como si fuera el flas de las antiguas cámaras de fotos.

Es una noche parecida a aquella de la que nos habla el libro del Éxodo, en la que los hebreos iban a verse libres de la esclavitud de Egipto (Tercera lectura de la Misa: Ex 14,15-15,1).

Estaban de noche esperando para salir como a escondidas, sin armar mucho ruido. Y cuando parecía que estaba todo perdido y que los egipcios les iban a coger, ocurre el milagro del Mar Rojo.

Al sentirse liberados, hubo una explosión de alegría en todo el pueblo de Israel por la proteccion de Dios.

También en nuestro caso ha ocurrido y ocurrirá algo así, por eso decimos con el Salmo (15):

Protégeme. Dios mío, que me refugio en ti. Nuestra esperanza eres Tú, Señor.

Sólo Dios es capaz de convertir una nochebuena en nochesanta: noche de salvación.

Ésta es una noche muy especial. Es como si estrenarámos nuestra fe. De hecho el agua bendita que se pone es nueva, las formas que se consagrarán tambien lo son, y los manteles que se quitaron el Viernes Santo se vuelven a colocar limpios...

Estrenamos nuestra fe, como si fueramos recién bautizado.

Como nos dice San Pablo en su carta a los Romanos (Epistola de la Misa: 6,3–11):

El bautismo supuso para nosotros la resurrección. Por eso se hacía el bautismo por inmersión para significar que fuimos sepultados con Cristo, y luego resurgimos.

Por eso en esta noche renovamos las promesas de nuestro bautismo.

El otro día, estuve dirigiéndome al diablo. Fue con ocasión del bautismo de una sobrina mía.

Una de las partes de la ceremonia consiste en un exorcismo. Y se reza lo siguiente:

Dios todopoderoso y eterno que has enviado a tu Hijo al mundo para librarnos del dominio de Satanás, espíritu del mal, y llevarnos así, arrancados de las tinieblas, al Reino de tu luz admirable;

te pedimos que este niño, lavado del pecado original, sea templo tuyo, y que el Espíritu Santo habite en él. Por Cristo nuestro Señor.

Moisés también tuvo que hablar con el faraón antes de salir de Egipto. El Mar Rojo, que es símbolo del bautismo dejó atrás al faraon y su poder.

Esta noche, nosotros también renunciamos a satanás.

Nos cuenta el Evangelio de la Misa que nadie esperaba la resurrección del Señor, y eso que Jesús lo había dicho con bastante claridad, y repetidamente.

Pero como vieron tan crudamente la pasión, pensaron que aquello no tenía ya solución. Había sido un bonito sueño y ya está. Se quedaron totalmente a oscuras.

Llegan las mujeres, que son las únicas que habían sido fieles ante el dolor. Bueno también, un adolescente como Juan había estado al pie de la Cruz.

Llegaron María Magdalena, que quería mucho al Señor pero que había perdido la esperanza, y por eso se sorprende de no haber encontrado el cuerpo del Señor.

Pero el Señor puede más que la tragedia más trágica. Convierte la noche en día, lo peor en lo mejor, la duda en fe. Si hace falta divide un mar por la mitad para que pasemos.

La Virgen fue la única que mantuvo la luz de la fe, porque tomó su luz de Jesús, que es el cirio de Pascua.

Ella no se separa en ningún momento de su Hijo, y así pudo mantener la fe en la Iglesia, cuando todo estaba apagado.

Sancta Maria, Spes nostra, ora pro nobis.

viernes, 21 de marzo de 2008

AQUEL VIERNES DE MUERTE

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Jesús muere en la Cruz. El profeta Isaías predijo todo lo que iba a sufrir nuestro Señor en lugar de su pueblo, lo que iba a padecer por nosotros (Is 52,13-53,12).

Dio su vida por los hombres. Así lo decimos cuando rezamos el Credo: «por nosotros los hombre, y por nuestra salvación, bajo del cielo». Es impresionante que una persona de su vida por otra.

Hay un santo del siglo pasado que cambió su vida para salvar la de otra persona. Cuando estaba internado en un campo de concentración, se ofreció voluntariamente para morir de hambre, en lugar de un padre de familia (san Maximiliano Colbe).

Pues Dios, hizo lo mismo contigo y conmigo. Se dejó torturar y matar para salvarnos.

Murió por nuestras rebeldías, que eso son nuestros pecados, rebeldías contra nuestro Padre Dios.

El pecado es el único mal de este mundo. Decía un cura santo francés, que si viéramos un alma en pecado mortal saldríamos corriendo del horror que nos produciría.

Sabemos que el pecado es desobediencia y orgullo. Y el pecado causó un daño tremendo, y había que repararlo.

Dios, que es Amor, nos salva de algo que le hace mucho daño, sufriendo Él mismo una muerte muy dura.

No había otra opción que desandar lo andado. Había que hacer algo. Lo tendría que hacer el hombre. Y Dios se hizo hombre para cargar con la culpa: para obedecer y humillarse en nuestro lugar.

Un escritor ruso, León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo.

Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios.

El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos intercambiarnos nuestros vestidos".

Con cierto recelo, el rey entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre.

En ese momento recibió como respuesta: "Esto es lo que hace Dios".

En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: "Se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte" (Flp 2, 6 ss).

El Señor tuvo que venir para deshacer el mal que había provocado el pecado, y, para eso se humilló, se hizo hombre y se dejó crucificar.

Tanto nos ama Dios que admitió el canje de su Hijo Único para que obedeciera y se humillase hasta el extremo máximo de la Cruz.

Hacía el año 1000 el profeta David había profetizado en el Salmo 22 (16-18):

«taladraron mis manos y mis pies... Se han repartido mis vestidos y echan suerte sobre mi ropa»

Esto fue escrito por el rey David, que murió de muerte natural (cfr. 1 Reyes, 1). Por eso no se refería a sí mismo, sino que, como profeta que era predijo el tipo de muerte que padecería el Mesías.

Como dice un testigo presencial en el Nuevo Testamento (Juan 19, 23-24): «Los soldados, después de crucificar a Jesús, tomaron sus vestidos, los repartieron en cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, que era sin costura, estaba toda ella tejida de arriba abajo. Entonces se dijeron unos a otros: No la rasguemos, sino echémosla a suerte a ver a quién le toca».

A esto habría que añadir que los judíos de la época de David no practicaban la crucifixión, sin embargo, David profetizó que el Cristo padecería este tipo de muerte, que diez siglos después se habría de convertir en el principal método de ejecución aplicado por el imperio Romano.

Lo que tratamos de decir es que la Pasión del Señor no fue ningún accidente. El Señor sufrió porque quiso. En el doble sentido que tiene este verbo en español.

El Señor sufrió libremente, podría haberlo evitado. Y sufrió porque nos amó hasta el extremo.
Hace años, un cardenal que fue a cenar a la embajada de la India, contaba que el embajador hindú, cuando vio la cruz que llevaba sobre el pecho, le dijo: –Nunca he entendido porque ustedes, los católicos, adoran a un torturado.

El cardenal le intentó explicar que todo ese sufrimiento lo había sufrido Dios por amor a nosotros, que no era un torturado sino un enamorado. La muerte de Jesús no fue masoquismo.

Por eso, aquél viernes de muerte fue desconcertante para satanás (con minúscula): que, por muy listo que sea, no sabe amar.

La entrega es cuestión de amor, sino no se entiende lo que hizo nuestro Señor, ni lo que han hecho los mártires y otra mucha gente que le ha dado su vida, día a día.

Me contaban que durante la Semana Santa de hace dos años, una chica que fue a Roma se estaba planteando entregarse a Dios, pero no quería ni oír hablar del tema y rechazaba esa idea de forma tajante, como algo absurdo.

En la Misa del Domingo de Ramos el Papa, durante la homilía, hizo alusión a que, antiguamente, durante esa Misa la gente iba en procesión hasta la iglesia y que, cuando llegaban a la puerta de la iglesia se golpeaba con una cruz que encabezaba la procesión.

Estas palabras de Benedicto XVI le impresionaron mucho y le venían constantemente a la cabeza durante los días siguientes: «Dios está golpeando mi alma para que le abra las puertas…». Eso pensaba ella por dentro una y otra vez…

Llegó el Viernes Santo y fue a los oficios a una iglesia que estaba llena hasta los topes. Como todo el mundo sabe, durante los oficios de ese día hay un momento en el que el pueblo va hacia el altar para adorar y besar la cruz.

Como había mucha gente, aquello duró 50 minutos, hasta que pasó la última persona para besar la Cruz.

Pues, mientras estaba en la cola, le vino a la cabeza otra vez la idea que el Papa dijo el Domingo de Ramos: la cruz procesional que golpea las puertas de la iglesia para que se abrieran…«Dios está golpeando mi alma para que le abra las puertas…»

Y, mientras tanto, se iba acercando cada vez más a la cruz. Le entraron ganas de salir corriendo hacia la puerta de la iglesia y huir.

Pero también -ella misma lo contaba- le entraban ganas de salir corriendo hacia la Cruz para besarla y entregarse de una vez por todas. Sabía que el Señor le estaba llamando… Al final, eso fue lo que hizo.

La Virgen no se desconcertó ante la entrega de Jesús ni ante la cruz, porque su amor le llevó a fiarse de Dios.

Detrás de todo lo que sufrió Ella como Madre, en el fondo latía la esperanza: el Señor no le había fallado nunca, y tampoco lo haría ahora.

El amor mantuvo la esperanza de la esperanza de la Virgen. Y la esperanza le hizo ver con los ojos de Dios.

Antonio Balsera & Ignacio Fornés

jueves, 20 de marzo de 2008

EL PASO DE DIOS

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Los israelitas todavía hoy celebran una cena pascual, en la que conmemoran el paso de Dios, que liberó a su Pueblo de la esclavitud de Egipto.

Precisamente en la primera lectura de la Misa, el libro del Éxodo (12, 1-8.11-14) nos cuenta como quería el Señor que se celebrara esa cena.

Cada familia debía conseguirse un cordero o cabrito, macho, de un año. «Cada uno comerá su parte hasta terminarlo», y con la sangre debían pintar los bordes de la puerta de la casa donde lo habían comido.

La sangre del cordero que debían sacrificar serviría de señal para librarse del exterminio.

No se si recordarás que cuando estaban flagelando al Señor en la película de la Pasión, se oyen los balidos de los corderos que estaban sacrificando en el Templo por ser la pascua judía. Jesús es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo con su sangre.

Por eso se representa muchas veces a Jesús como un cordero. Ese es su significado. Por eso el sacerdote, antes de la comunión, mostrando la Sagrada Forma dice: «Este es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo».

Los judíos debían comerlo de una manera muy determinada: «con la cintura ceñida, las sandalias en los pies y el bastón en la mano». Es decir, tenían que prepararse hasta físicamente para esa comida.

Como se ve, todo estaba previsto por Dios como preparación de otra cena, la que celebró el Señor con sus discípulos, y nosotros ahora hacemos presente con la Misa.

Se trata de lo mismo. Lo que los apóstoles recibieron el Jueves Santo, lo que comulgó Pedro y también Judas, no fue una cosa distinta de lo que recibiremos nosotros hoy.

Aquella cena pascual anticipaba la muerte del Señor en el Calvario, y este sacrificio de la Misa lo que hace es renovar el de la Cruz.

En el centro de todo está el sacrificio de Jesús, el Cordero de Dios, que con su sangre nos libera de la muerte, del exterminio del pecado.

Por eso, la Última cena es un anticipo, lo mismo que ahora es una renovación. Pero esto último no podría hacerse sin los sacerdotes, que hacen presente otra vez al Señor en el altar.

La dignidad de los sacerdotes es muy grande. Hay una cita conocida que explica como la Virgen trajo al mundo al Señor una vez, en cambio, el sacerdote, lo trae sobre el altar todos los días.

Para eso vive, para la Misa. Por eso debe ser una persona entregada, ejemplar, porque es muy impresionante lo que Dios hace a través de él.

Por eso Jesús, en un día como hoy, instituye el sacerdocio cristiano. Para que se hiciese en memoria suya todo lo que él hizo, como nos dice San Pablo en la Segunda lectura (1Cor 11, 23-26). Y esto es lo que hacemos nosotros ahora «proclamar la muerte del Señor».

San Juan, en el Evangelio (Jn 13,1-15), nos aclara el sentido de esta muerte: Jesús nos «amó hasta el extremo».

Juan Pablo II escribió en un Jueves Santo de hace años: «Pensamos que amar hasta el fin significa hasta la muerte, hasta el último aliento. Sin embargo, la Última Cena nos muestra que, para Jesús, hasta el fin significa más allá del último aliento, más allá de la muerte».

Amar hasta el extremo es amar como Dios nos ama en la Eucaristía. Debemos corresponder al amor que Dios nos tiene. Por eso no podemos comulgar de cualquier manera.

Su ejemplo de entrega es para nosotros un mandato: los cristianos tenemos que amarnos como el nos amó. Cosa imposible si él mismo no nos ayudara.

Hoy celebramos la Pascua, el paso del Señor. Pero Él se ha quedado en la Eucaristía para realizar la Común-unión entre nosotros: entre Dios y los hombres, y entre todos los que se llaman cristianos.

Muchas personas han entregado su vida por amor a Dios y a los hombres. Los mártires la dieron como Jesús. La dieron toda entera, de golpe… por puro amor, costándoles mucho, pero queriendo dársela.
Piensa cómo te preparas para el paso del Señor por tu vida en cada comunión. Nos debemos preparar en todos los sentidos, hasta físicamente, para no recibirlo de cualquier manera. También, y sobre todo por dentro.

Dios nos llena de su gracia cuando encuentra un recipiente vacío. Si le dejamos todo el hueco de nuestra alma, Él la llena entera. Hace falta ser generosos y sacar todo lo nuestro.

Así han hecho los santos. Comulgaban con devoción y con emoción. Se alimentaban de Dios. A Santa Catalina de Siena el Señor le concedió el don de no comer más alimento que la comunión. Es verdad que se trataba de un regalo de Dios, pero ella se preparaba muy bien.

¿Cómo hubiera hecho efecto la comunión que hicimos ayer en el alma de un santo? Seguro que hubiera dicho muchos actos de amor, de petición de perdón por los pecados.

Muchas personas, al darse cuenta de que Jesús sacramentado estaba dentro de su alma, se han puesto a su disposición para hacer lo que Él quisiera.

Justamente eso fue lo que haría Pedro cada vez que comulgara. En cambio, a Judas, no le sirvió de nada. Judas comulgó pero lo hizo mal, sin estar preparado, sin tener una disposición adecuada.

Que lo hagamos con fe. Como aquella niña de Primera Comunión que se estaba muy quieta después de comulgar porque, decía, tenía a Dios dentro. Sabía que en ese momento ella misma era algo de mucho valor.

Son minutos muy importantes en los que se le piden cosas muy importantes al Señor. Y, también, el Señor, nos las pide a nosotros.

Hace muchos años, un conocido literato español dejó escrito algo asombroso. Siendo adolescente se le ocurrió un día, al volver de comulgar abrir el evangelio al azar y poner el dedo sobre un pasaje.

¿Sabes cuál le salió? Te lo leo: «Id y predicad el Evangelio por todas partes».

Le produjo una profunda impresión, entendió que era como un mandato de que se entregara totalmente a Dios.

Pero… pensó: «si sólo tengo 15 años y, además, tengo novia. Demasiada casualidad, se dijo, ha sido todo muy rápido»… y decidió probar otra vez.

Abrió la Escritura y leyó estas palabras de Jesucristo a los judíos: «Ya os lo he dicho y no habéis hecho caso ¿por qué lo queréis oír otra vez?»

(Carta de Miguel de Unamuno el 25 de marzo de 1898 a su amigo Jiménez Ilundain en Literatura del siglo XX y cristianismo. Charles Moeller, página 71 y 72)

Terminamos con una conocida oración a la Virgen, un poco cambiada por la devoción de una niña de primaria: «Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y emoción con que os recibió vuestra santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos».

sábado, 15 de marzo de 2008

DOMINGO DE BURROS

Ver resumen.
En un día como hoy comienza la Semana Santa, en la que los amigos de Dios revivimos la Pasión del Señor.


Siempre impresiona volver a meditar esos momentos de la vida de Jesús. El otro día, me decía una alumna de la ESO que todavía, cuando ve la película de La Pasión, le sigue impresionando muchísimo y, muchas veces, llora.

El Señor quiere que conozcamos el amor que nos tiene. Él hubiera muerto sólo por nosotros. Y pasando por esos tormentos tan crueles.

Sobre todo, el momento más intenso, cuando muchos lloran, es en el momento en el que se paran a pensar que todo eso lo sufrió Jesús por uno mismo.

Recuerdo que esa película la vi con un grupo de amigos. El silencio se cortaba. Nadie quería mirar al que tenía al lado, porque allí lloraba todo el mundo.

El Señor quiso padecer la flagelación, la crucifixión, y el abandono de sus amigos para que nosotros conociésemos que aunque un Dios no puede sufrir, él es capaz de hacerse hombre y padecer como padecemos los hombres (cfr. Primera lectura de la Misa: Is 50, 4-7).

Y así no le tuviéramos miedo sino ternura. Esto es lo que le sucedía a los santos cuando lo veían tan golpeado y lleno de heridas.

Es curioso como representan, a veces, en Andalucía al Ecce homo: Jesús después de la flagelación. Aparece con la corona de espinas en la cabeza, ensangrentado por los latigazos... Pero aparece sentado, descansando la cabeza sobre la mano derecha y mirando al frente a la persona que lo ve.

Una vez oí a un sacerdote que, predicando, decía que el Señor está así como diciéndonos pensativo, que no sabe ya que más hacer por nosotros… Y está así, mirándonos, esperando a que reaccionemos.

Muchos santos han entendido a fondo lo que significaba ver así al Señor: roto, lleno de heridas por nuestros pecados.

Cuenta santa Teresa de Jesús que, un día, entró en el oratorio y vio una imagen del Señor lleno de heridas, y se quedó impactada. Ella misma dice que el corazón parecía como si se le partiera.

Se arrojó junto a Él y empezó a llorar mientras pedía al Señor que le fortaleciera para no ofenderle nunca más.

Hay gente que tiene miedo a Dios. Lo ve como alguien que castiga y envía las almas al infierno. Y es justamente lo contrario. Nos quiere con locura, por eso ha padecido tanto, y busca comprensión y cariño.

La Semana Santa nos ayuda sobre todo a eso, a quererle, después de ver lo que sufrió, y lo solo que Él estaba, humanamente hablando.

Jesús en la cruz rezó esa oración, el salmo que recitamos hoy: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Salmo 21).

No es verdad que Dios abandone a las personas, como muchos se creen. Aquella situación provocó que Jesús se pusiera a rezar, se pusiera a hablar con Dios.

Esta era la oración de un hombre que pide ayuda a Dios Padre, al verse acorralado por sus enemigos (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 26,14-27,66).

Y Dios Padre parece que no le escucha... Pero la pasión no fue la última palabra.

A veces nosotros podemos tener la misma sensación de abandono cuando pedimos en la oración, y da la impresión que Dios no oye. Y por eso decimos: –no me hace caso.

También en nuestra vida habrá sufrimiento. Sucesos que flagelen nuestro cuerpo y nuestra alma. Pero al final –si sabemos confiar en Dios nuestro Padre, como Jesús– los látigos se convertirán en ramos de triunfo (cfr. Evangelio después de la Procesión de entrada: Mt 21,1-11).

El Señor de un veneno hace una medicina. Lo malo se lo transforma en bueno. El veneno del sufrimiento, de la muerte, solo perjudicó a quien lo utilizó, al diablo.

Ahora ya sabemos el porqué de las palmas que aclaman a Jesús como Rey. El Señor triunfaría convirtiendo el mal en bien. Los ramos eran señales que anticipaban su triunfo.

Pero no sólo profetizaban el triunfo de Jesús, también el nuestro. Si sabemos sufrir con el Señor también resucitaremos con Él. Y hasta nos aclamaran por muy burros que hayamos sido en esta vida, porque lo importante será haber llevado al Señor como aquel animal.

Cuanto más sufrimiento ahora más gozo después. Todos los santos dicen lo mismo. Cuando hacemos cosas que nos cuestan por dar gusto al Señor, al principio el alma siente un rechazo porque eso supone un esfuerzo.

Pero si lo hace, el premio es mayor cuanto mayor es el esfuerzo que hemos tenido que poner. Sólo el que experimenta esto, sabe como paga Dios en esta vida.

San Josemaría se veía como el burro que llevó el Domingo de Ramos a Jesús al la entrada de Jerusalén.

«Jesús se contenta con un pobre animal, por trono», son palabras suyas. «No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como jumento».

Y dirigiéndose al Señor decía repitiendo palabras de un salmo: «como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra, tú me llevas por el ronzal».

«Pensad, seguía diciendo san Josemaría, en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austero en la comida, duro en el trabajo, con el trote decidido y alegre. »Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. »Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. »Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma».

Así nos quiere el Señor. Que le llevemos por los caminos del mundo, aunque alguna vez nos tiren una piedra o ni nos miren. Que seamos portadores de Jesús. Lo mismo que el Hobbit portador del Anillo.

Por eso hay quienes llaman a este Domingo, Domingo de burros, porque ese día fue el más importante de su vida. Cuando llevó a Jesús montado por el camino, recibiendo aclamaciones. Aunque sabía que no eran para él, pero a nadie le amarga un dulce.

Te leo un poema dedicado al burro:

Con cabeza de monstruo y con las alas
raras de mis orejas color gris,
soy la caricatura del diablo andando a cuatro patas por ahí.
Vagabundo andrajoso de la tierra,
trabajando sin fin he de vivir,
sufriendo hambre y desprecio... y siempre mudo
me guardo mi secreto para mí,
porque vosotros olvidáis mi hora
que fue inmortal, tremenda y dulce. Allí
alzaban todos a mi paso palmas
y aleluyas al Hijo de David.

(G. K. CHESTERTON, The donkey)

Pues algo así de celebrada será nuestra entrada en la eternidad, por haber llevado en esta vida a nuestro Señor por los caminos de este mundo.

Antonio Balsera & Ignacio Fornés

miércoles, 12 de marzo de 2008

¡DIOS AÑADIRÁ!

Ver resumen

El nombre de José es muy común, de hecho en la Escritura hay más de uno. Uno de los hijos pequeños de Jacob y otro –el más famoso– el esposo de María


Hay un paralelismo muy estrecho entre estos dos grandes hombres que se llamaron así: uno en el Antiguo Testamento, y el otro en el Nuevo.

José, el de Jacob, era aquel que sus hermanos vendieron a unos mercaderes y que terminó siendo la mano derecha del faraón. Este José fue el que salvó a Egipto de morir de hambre gracias a su capacidad de interpretar sus sueños.

Además vida de los dos Josés guarda una gran similitud. Los dos fueron a Egipto, los dos son famosos por su castidad, y los dos recibieron la voluntad de Dios en sueños.

El soñador, decían sus hermanos

Y parece como si los sueños del primer José, se hicieron plenamente realidad en el segundo.

Nos dice el libro del Génesis (37, 5-10):

Tuvo José otro sueño, que contó a también a sus hermanos, diciendo: "He visto que el sol, la luna y once estrellas me adoraban".

Efectivamente en Nazaret, Jesús y María se someterían a la autoridad del Jefe de la familia: el Sol de justicia, que es Jesús, y la Luna, María, que recibe la luz del Astro Rey.

Y también así como el primer José se convirtió en intendente de los graneros de Egipto. De igual manera, el segundo José recibió el encargo de ganar el pan de la familia de Nazaret.

También a nosotros San José nos ayuda como Padre. Por eso nos dice la Iglesia, como el Faraón decía a sus súbditos: «id a José».

Gracias, también, a su capacidad de interpretar la voz que oyó en sueños de un ángel, el Señor contó con él para venir a la tierra y para burlarse de sus perseguidores.

Es que si el primer José tuvo el encargo de conducir al pueblo de Dios a Egipto para salvarles del hambre; el segundo fue quien cuidó, crió y educó, a Cristo verdadero Pan de Vida, que nos trajo la Salvación a todos los hombres.

Señor, que podamos servirte... con un corazón puro como San José, que se entregó para servir a tu Hijo (cfr. Misa de la Solemnidad de San José. Oración sobre las ofrendas).

Hemos de ir a él como han acudido los santos. Teresa de Jesús escribió sobre el Santo Patriarca: «No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer» (Libro de la vida, cap. VI).

En los años treinta San Josemaría puso en marcha una residencia de estudiantes en Madrid. Debido a la falta de presupuesto hubo muchos problemas para la instalación del primer oratorio allí en la casa. Destinaron al oratorio la mejor habitación del piso. Consiguieron un altar y, como retablo, un cuadro con la cena de Emaús. Y consiguieros otros objetos litúrgicos gracias a algunos préstamos o, incluso, regalos.

«En vísperas de San José no había recibido aún contestación a la instancia solicitando un oratorio semipúblico. Quedaban también por adquirir bastantes objetos sueltos, como las vinajeras, la campanilla, la palmatoria, la bandeja de la Comunión, etc. Don Josemaría hizo una lista de ellos, y la guardó, encomendando a San José que algún alma caritativa se los donase. Grande fue su sorpresa cuando, la misma víspera de la fiesta, el 18 de marzo, el portero subió a la residencia con un paquete que le había entregado un señor. Al abrirlo comprobó el sacerdote que contenía todo lo que faltaba; exactamente los objetos enumerados en la lista. Trataron de averiguar quién era el donante. El portero no supo dar más señas sino que lo trajo un señor con barba. No podía ser más justa y precisa la respuesta de San José a sus oraciones. Consciente de ello, en agradecimiento por ese favor que adelantaba la presencia de Jesús Sacramentado en aquella casa, mandó que en todos los futuros centros de la Obra la llave del Sagrario llevase una cadenita con una medalla en la que estuviera inscrito: Ite ad Ioseph, patriarca del Nuevo Testamento y guardián de la llave del Pan de los Ángeles» (A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, Vol I. p. 259).

Decía Santo Tomás que «a los que Dios elige para algo los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello». Así lo hizo con San José. Dios contó con él para ser el esposo de la Virgen María y el padre de Jesús en la tierra.

La fidelidad de Dios se muestra en las ayudas que otorga siempre, en cualquier situación de edad, trabajo, salud, etc., en que nos encontremos, para que cumplamos fielmente nuestra misión en la tierra. San José correspondió delicada y prontamente a las innumerables gracias que recibió de parte de Dios.

Quizá el habría pensado que los acontecimientos de su vida deberían haber sido de otro modo pero siempre confió en Dios, le fue fiel.

En hebreo el nombre de José significa: Dios añadirá. Esto es lo que hace ahora desde el cielo: conseguir que el Señor multiplique las cosas buenas en nuestra vida.

Hoy pedimos a San José esa juventud interior que da siempre la entrega verdadera, la renovación desde sus mismos cimientos de estos firmes compromisos que adquirimos un día. Le pedimos también por tantos que esperan de nosotros esa alegría interior, consecuencia de la entrega, que les arrastre hasta Jesús, a quien encontrarán siempre muy cerca de María.

lunes, 10 de marzo de 2008

FIDELIDAD A LA VOCACIÓN

Estamos en la presencia de Dios. No solo porque una vez el Señor dijo: donde están dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos (Mt 18, 20); sino porque realmente Él está aquí, en el sagrario. Te mira y te escucha.

Cogemos el Evangelio y leemos que un día, Jesús dijo:

Quien escucha mis palabras será como un hombre sensato que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron las riadas, soplaron los vientos… la casa no cayó porque estaba cimentada sobre roca (Mt 7, 24-27).

En el corazón de cada uno de vosotros está el pensar qué va a ser de vuestra vida.

¿Cómo será mi futuro?

Todos queremos ser felices en la tierra, muy felices. Pasarlo bien, disfrutar…

Pero es interesante recordar lo que nos decía Benedicto XVI en Brasil hace (2007):

El mañana depende mucho de cómo estéis viviendo el hoy de la juventud.

Tenéis muchos años por delante. El otro día le pregunté a una que era su cumpleaños

que cuántos cumplía y me dijo: uf yo…ya… veintiuno…

Pero piensa que es una vida que solo puedes vivirla una vez por eso es importante vivirla como Dios manda.

Y Dios te ha creado para algo bien concreto.

Estás pensado para ser lo que Dios quiere….

Esto no me lo saco yo de la manga, lo dice el Espíritu Santo a través de San Pablo:

Dios ha pensado en nosotros para que estemos con Él antes de que creara el mundo (cfr. Ef 1, 3–10)

-nuestra roca eres Tú…

El Señor es como el director de una película buena, la de tu vida, la ha pensado desde siempre.

Ha pensado en todo: el guión, la fotografía, la música, hasta el maquillaje…

En una película buena todo es importante porque se puede ganar un Oscar por el guión, la fotografía…

Dios sabe cuál es la música que más te pega,

o que efectos especiales son los más espectaculares y te quedan mejor…

-Una vida dirigida por Ti es éxito seguro, es algo construido sobre roca, algo auténtico, que merece l
a pena.

Construir sobre arena es más fácil…, es verdad. Construir un castillo de arena es más fácil y más rápido… pero dura poco, en cuanto viene una ola se lo lleva todo, no queda nada.

La gente que conoces parece que tienen la vida resuelta, salen, entran, estudian, tienen un novio por aquí, lo dejan, luego les sale otro por allí, van a una fiesta, se compran mucha ropa…

Pero, si lo piensas bien ¿por qué van cambiando de niño: ahora este me dice algo, después prefiero ese? ¿Por qué pruebo tantas cosas?... ¿Por qué?

Porque todo eso no llena, por eso cambian tanto, no llena del todo…

Porque el único que si llena completamente es Jesucristo

-Eres el único que consigues dar respuestas a todo…

Es el único que puede dar sentido a nuestra vida, darle un contenido pleno, porque todo lo demás termina cansando.

Hoy vivir entregado a Dios no está de moda, no apetece, como tampoco está de moda hacer pelis buenas, que se puedan ver.

-Hoy tampoco estás Tú de moda, nadie te hace caso. Eres algo del pasado, no del presente. Te encierran allá arriba en el Cielo, nadie te quiere ver, estorbas… El mundo te desprecia…
Desprecia justo el fundamento real y sólido sobre el que tenemos que construir nuestra vida.

A veces nos puede dar la impresión de que vivir en cristiano es como vivir de espaladas a la realidad o como dentro de una burbuja.

En la calle, con mis amigas ya no es tan bonito porque no puedes hacer algunas cosas que hacen ellas.

De hecho te ven como distinta…

Les parece que te pasas, que tampoco hace falta rezar tanto para salvarse…

Piensan, a lo mejor, que te ha tocado la china…

Me contaba una profesora de un colegio donde se da formación cristiana que unos pocos días antes se encontró por la calle con una antigua alumna que había terminado el colegio hacía unos dos años.

La reconoció a duras penas porque iba pintada como para la guerra, vestida toda de cuero como los motoristas: con cadenas y varios piercing.

Estuvieron hablando un rato largo…

La chica le vino a decir más o menos: antes, cuando estábamos en el colegio vivíamos en una burbuja… …la vida, en cambio, es algo diferente, lo que uno vive en el colegio es muy bonito pero no es real… …¿Sabe que le digo? que el cole es una burbuja, igual que la Iglesia: las pláticas, los sacramentos… todo irreal, es como estar en una nube sin tocar el suelo.

Hay un libro titulado Cartas del diablo a su sobrino donde se cuenta como el diablo le

va enseñándo a su sobrino como tentar a los hombres para llevárselos al infierno.

Y un consejo que le da es que intente por todos los medios meterle en la cabeza

que las cosas reales de este mundo son divertirse a tope,

no tener límites para nada, la lujuria, hacer solo lo que te apetece o atrae…

En cambio, el amor, la generosidad, la belleza, la renuncia, el sacrificio…

eso son alucinaciones, sentimientos pasajeros, irreales…

El diablo nos sugiere al oído una y otra vez: no te dejes llevar por la tentación de rezar,

de ser generosa, de vivir una vida como la que estás llevando…

eso es irreal, mira tus amigas…

-Señor, Tú eres mucho más real que todo lo que veo…

Me viene a la cabeza aquella parábola del hijo pródigo.
Seguro que también creía que estaba viviendo como en una burbuja en casa de su padre…

Quería irse por ahí, a ver mundo, a la realidad, a lo que hacían otros fuera de su casa…

Terminó queriendo comer lo que comen los cerdos y no pudo.

Resulta que lo que él llamaba realidad lo dejó peor que si fuera un animal.

Lo que realmente le da miedo a la gente no es el sacrificio sino una vida sin sentido…

-Nosotros sabemos que nuestra vida está llena, llenísima de sentido porque está llena de Ti.

Con nuestra vocación, con nuestra respuesta afirmativa a la voluntad de Dios, estamos construyendo sobre roca firme.

Y con el pasar de los años verás que ha sido una aventura, una película maravillosa.

Y, como un artista al que le ha salido una obra maestra, el Señor cuando nos vea fieles dirá:

Esto es lo que había pensado desde siempre…

Él sabe que las cosas no salen a la primera.

Como el rodaje de una película no sale a la primera, hay que repetir la misma

escena muchas veces, una y otra vez, un día y otro hasta que sale perfecta.

Un buen director no le importa volver a repetirla las veces que haga falta.

Al Señor no le importan nuestros fallos, quiere que nos pongamos a rezar el rosario,

Un día lo hacemos, otros dos no, luego sale porque hacemos una romería….

Hasta que uno coge el hábito de rezarlo…

No le molesta que te cueste el apostolado o no poder ir con tus amigas a algunos sitios,

…solo quiere que seas docil a lo que Dios te pida entendiéndolo unas veces y no entendiéndolo otras…

Y al final lo harás con todo naturalidad comprendiéndolo completamente.

Nuestros defectos especiales no tienen importancia,

Jesús los comprende, no le preocupan si somos fieles.

Por eso nos enseña San Josemaría que «el desaliento es enemigo de tu perseverancia. —Si no luchas contra el desaliento, llegarás al pesimismo, primero, y a la tibieza, después». Y nos da también un consejo: «Sé optimista» (Camino 988).

Nuestras limitaciones así vistas son como las tomas falsas de una película, que no aparecen en la proyección final.

Luego en los rodajes siempre hay momentos de tensión, de cansancio, de abandonarlo todo…

Dificultades siempre hay. Nos lo dice el Señor:

…cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa... (Mt 7, 25)

Cuando aparezcan o nos de un bajón o no entendamos algo… cuéntalo

porque, primero, nos comprenderán siempre, todos somos iguales, y después nos podrán ayudar.

El actor dice siempre lo que piensa, es muy sincero con el director del film.

Lo peor sería que se callara porque entonces estaría incómodo con su papel y, además, no podrían ayudarle a hacerlo bien.

Todos esos ratos se olvidan cuando aparece el éxito.

Compensa las renuncias, sacrificios malos ratos, el cansancio de repetir mil veces una misma escena…

-Señor qué alegría nos da estar contigo y acercarte almas… salvarlas…

Ese el sentido de nuestra tu llamada divina, para eso hacemos todo, por Él y por el Apostolado…

Ser fiel a tu vocación cristiana es construir nuestra casa sobre roca, es acertar plenamente.

No tengamos miedo de poner a Cristo en la base de nuestra vida…

Se lo decía el Papa a los jóvenes de Cracovia:

…no tengáis miedo de apostar por Cristo. Encended en vosotros el deseo de construir vuestra vida con Él y por Él. La gente no entiende que una mujer como María fuese muy feliz con su vida oculta.

Su alegría somos Jesús y los hombres… pero detrás hay renuncia sí, pero llena de alegría…

un sacrificio que le llenó de amor a Dios y a los hombres.

Virgo fidelis, Madre mía que seamos fieles… ayúdanos!!!

sábado, 8 de marzo de 2008

¡SAL FUERA!

Ver resumen
Hay quien piensa que los milagros de los que nos habla el Evangelio se hicieron por medio de sugestión. La gente se sugestionaba y se le curaba una enfermedad: es el llamado efecto placebo.

Es típico en los campamentos que algunos niños se quejen mucho de que les duele la cabeza o el brazo. Se les pasa milagrosamente cuando les das una pastilla. Y, a lo mejor, esa pastilla es de azúcar. Pero se sugestionan y se curan.

Así, algunos explican que un ciego de nacimiento comenzase a ver, que un paralítico pudiese andar, que con tres bocadillos de sardinas comiesen miles de personas, etc.

Dicen que la mente humana tiene una capacidad desconocida para realizar esos fenómenos paranormales, que la gente corriente llama milagros. Desde luego esta opinión pseudocientífica no deja de ser bastante curiosa.

Pero lo de resucitar a un muerto, eso es ya diferente, ahí ya no existe el efecto placebo, porque el muerto no puede ser sugestionado.

Entonces se podría objetar que es que no estaría muerto. Pero en este caso de la resurrección de Lázaro, su cuerpo llevaba varios días en el sepulcro, y olía ya por putrefacción de la carne, señal evidente de que no estaba en estado de coma.

Con la medicina y contando con el paso del tiempo se podrá hacer muchas cosas, pero nunca resucitar a un muerto, eso no tiene vuelta de hoja.

Y el Señor lo hizo, y por eso querían matarle sus enemigos. Porque ya era demasiado. Darle la vista a un ciego de nacimiento fue portentoso, pero darle la vida a Lázaro eso era ya tumbativo, mejor dicho resucitativo.

Aunque parezca increíble, hace poco leí en un libro que lo de Lázaro fue un montaje. Que, como estaba enfermo y pálido, se envolvió el mismo con vendas y se metió en su propio sepulcro esperando a que llegara Jesús. Esto es lo que pensaban los gnosticos. Bueno, a lo mejor es que allí estaba más fresquito. Hay gente que niega hasta la evidencia.

La Sagrada Escritura nos habla este domingo de la Resurrección. Y es que Jesucristo es el camino nuestro, y también la Vida.

Está profetizado: os infundiré mi espíritu y viviréis (Primera lectura de la Misa: Ez 37, 12-14). Por eso dice el Salmo que hoy leemos: desde lo hondo (desde el sepulcro) a ti grito, Señor (129).

Jesús es Dios y Hombre. Su palabra es fuerte, tiene un poder sobrenatural. Cuando dijo Dios que se hicieran las montañas, las montañas aparecieron, y lo mismo pasó con el sol y los mares…Por eso cuando dijo a Lázaro: ¡sal fuera!, el que estaba muerto volvió a la vida. El que estaba ya putrefacto, en lo hondo de la tumba salió con otra cara.

Cuando algo huele muy fuerte, decimos que es capaz de resucitar a un muerto. La palabra de Jesús es poderosa. La muerte no aguanta su presencia. Sus palabras traspasaron aquel día la roca donde estaba enterrado su amigo Lázaro.

En el Génesis se cuenta como Dios le sopló a Adán un aliento de vida, y Adán comenzó a vivir.

Así ocurre también en una de la novelas de las Crónicas de Narnia. No se si recordarás que Aslan, el león, después de vencer a la bruja, fue y resucitó con su aliento a todos los que estaban encerrados en el castillo. Permanecía allí petrificados, insensibles.

El Señor puede devolvernos la vida como hizo con su amigo Lázaro, pero también puede resucitarnos a la vida sobrenatural, la vida de la gracia, que es lo importante.

Porque ¿para qué queremos vivir toda la eternidad alejados de las personas que queremos? Eso no sería vida, porque una vida sin amor es un desastre y una vida eterna sin amor es un infierno.

Como dice san Pablo el Amor de Dios es lo que nos devuelve otra vez la vida sobrenatural (Segunda lectura de la Misa: cfr. Rom 8,8-11). Y esto es lo que el Señor quiere hacer con nosotros esta cuaresma: resucitarnos.

Tiene poder para sacarnos de lo más profundo. Por eso le repetimos: –Desde lo hondo, a Ti grito, Señor.

Además el mismo Jesús lo dijo: El que (…) cree en mí, no morirá para siempre (Ioh 11, 26).

Lázaro estuvo cuatro días muerto. Por eso, nosotros nunca debemos desanimarnos por nuestros pecados, aunque los cometamos una y otra vez. La Gracia es más fuerte. Jesús nos cura si confiamos en Él.

Vamos a pedirle al Señor que nos resucite las veces que haga falta porque somos sus amigos. Vamos a pedírselo ahora.

Un conocido filósofo, que murió loco, decía para meterse con los cristianos: no se les nota caras de resucitados. Como si dijera que a veces vamos por la vida con cara de mártires.

Pero en el cielo se lo pasan tan bien que es como si fueran todo el día con el puntillo cogido. Por eso si en la tierra hay cristianos que tienen cara de muerto es aconsejable que vayan a tomar el sol.

Que a nosotros se nos note después de esta cuaresma que hemos cambiado. No solo porque nos hayamos empeñado, sino porque le hemos pedido al Señor que nos ayude. Y Él con su voz de Dios nos dice: ¡sal fuera!

Muchas veces se ha explicado la dificultad de cortar con las cosas que nos cuestan con la imagen del sapo.

Recuerdo hace tiempo que una niña de 5º de Primaria definía el sapo como «algo malo que uno ha hecho, que se queda dentro y da supervergüenza contar, y te pones de todos los colores» (Enrique MONASTERIO: Un safari en mi pasillo).

A un sacerdote santo, Dios un día le permitió ver como, hablando con un joven, vio que iban saliendo sapitos pequeños de su boca. Pero que de vez en cuando se asomaba uno grande y repugnante, con ojos saltones y que no terminaba de salir. Se metía para adentro y volvía a asomarse al cabo de un rato…

Tú, pídele al Señor que nos saque nuestros sapos: la pereza de los fines de semana, el programa de televisión que a veces nos separa de Él.

Que nos saque de los sitios donde no está Dios. Y verás como a la puerta de ese local el Señor te dice: ¡sal fuera!

Cuenta Santa Teresa de Jesús en el Libro de la vida (Capítulo VII) que Dios le hizo entender que no le convenían algunas amistades que frecuentaba.

Ella, que era una persona buena, fue poco a poco enfriándose en su amistad con el Señor y perdiendo vida sobrenatural.

Y como le crecieron los pecados comenzó a faltarle el gusto por las cosas de Dios. Entonces, el diablo la engañó porque, al verse «tan perdida», tenía miedo de hacer oración. Y por eso prefería estar con mucha gente y tratar menos con el Señor.

Ella misma dice que engañaba a las personas con las que hablaba, porque seguía apareciendo como buena, e incluso les hablaba de Dios.

Como ella no hacía caso, y seguía hablando con una determinada persona, el Señor se le apareció y le hizo ver que aquello le dolía mucho.

Precisamente, un día, estando con esa persona, vio venir hacia ella como una especie de «sapo grande».

La santa cuando entendió todo aquello, echó el sapo de su vida, que no era imaginario. Y volvió a darle gusto a Dios, que le pedía desde hacia tiempo que dejara de verse con esa persona.

Por eso, nosotros, en este tiempo, después de reconciliarnos con Dios volveremos a la vida verdadera, no la de diseño.

Y, aunque haya gente que nos diga que no estábamos muertos, que nos habían visto en el botellón, les diremos que sí, que estuvimos, pero que nos fuimos porque Alguien nos llamó.

Cuenta el Evangelio que el Señor expulsó siete demonios de María Magdalena (Lc 8, 3). Yo me los imagino en forma de sapo.

La Magdalena no resucitaría a la vida espiritual de la noche a la mañana. Su conversión sería poco a poco. A veces volvería para atrás.

Estoy seguro que Jesús se la confió a su Madre, para que su vuelta a la vida fuese definitiva.

La Virgen como buena enfermera nos curará también a nosotros del postoperatorio.


Fornés & Balsera


martes, 4 de marzo de 2008

FRATERNIDAD: HACER AMABLE LA SANTIDAD

La lucha ascética no es algo negativo. Se trata de alcanzar una meta, un bien que está por encima de cualquier bien de la tierra.

La santidad no consiste en la «simple perfección». No se trata de luchar por no ser «perfectos», por no tener fallos.

Todo eso nos haría personas perfeccionistas, o por el contrario gente desanimada, porque nunca se consigue con nuestra naturaleza humana dejar de tener equivocaciones y pecados.

El Señor quiere que seamos «perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Y la forma de esa perfección también la aclara el Señor: «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36).

La misericordia es la medida de nuestra perfección. Con el pasar del tiempo hemos de alcanzar un corazón capaz de llevar con alegría la miseria de los demás.

Y dentro de nuestras posibilidades intentar curar esas enfermedades ajenas como si se trataran de las nuestras.

Pero esto es un don de Dios. El Señor en la última cena nos mando que viviésemos este mandato, que es imposible de vivir por nuestras propias fuerzas: «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13, 34).

Jesús, cuando envió a los discípulos para hablar de Dios, los mandó de dos en dos: no es un capricho, es que el amor a Dios y al prójimo, que van juntos.
Caridad con todos, especialmente con los que tenemos más cerca. Por eso nuestro Señor hablaba de los «próximos».

La Caridad tiene una base humana que es la amabilidad y el cariño que en ocasiones no nace solo. Es preciso fomentarlo.

Pero junto al cariño humano, no debe faltar el sobrenatural. De lo contrario caeríamos fácilmente en amistades poco sobrenaturales, que excluyen a otros con los que no nos llevamos tan bien.

Por eso ni caridad oficial, fría, ni sentimentalismo. La corrección fraterna es señal clara de caridad verdadera.

Es importante también cuidar la vida de familia.

Cuando hablamos del misterio de Dios, de la Santísima Trinidad, decimos que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Lo sabemos porque Jesús se lo dijo a los apóstoles antes de la Ascensión: Id y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. (Mt 28, 19).

Podríamos pensar que Padre e Hijo son términos humanos, meras analogías con las funciones familiares de la tierra.
Pero en realidad es al revés.
La paternidad y la filiación humanas son metáforas vivas de algo divino y eterno.
Por eso, Dios es, de alguna manera, una familia eterna y perfecta.

Juan Pablo II lo explicó con estas palabras: «Dios en su misterio más íntimo no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia, que es el amor». (Homilía 28 enero 1979, en CELAM, Puebla)
Dios no es como una familia, sino que es una familia.

Por eso cuidar nuestras relaciones familiares, es vivir un aspecto importante de la caridad cristiana que nos acerca más a Dios y en cierto sentido a su misterio más íntimo que nos ha revelado.

Se podría vivir bajo un mismo techo y ya está: coincidir en algunos momentos en el comedor, en las tertulias…y poco más.
Cada uno con su ordenador personal, sus trabajos…Por eso lo nuestro es aportar en la vida en familia todo lo que uno pueda.

Qué importante es el clima de familia: es una realidad y una tarea. Depende de todos, nadie está eximido…

Cuidar y reforzar el clima de familia con oración, mortificación y dedicación de tiempo.

Cuentan de un Irlandés que murió y, como no, compadeció ante el tribunal divino. Estaba muy preocupado, pues el balance de su vida era más bien deficitario.
Como había cola, se puso a observar y escuchar. Tras haber consultado el gran fichero, Cristo le dice al primero: "Veo que tuve hambre y me diste de comer. ¡Muy bien!, ¡entra en el paraíso!" Al siguiente: "Tuve sed y me diste de beber". A un tercero: "Estuve preso y me visitaste". Y así sucesivamente.

Por cada uno que era destinado al paraíso, el irlandés hacía examen y hallaba algo de qué temer; ni había dado de comer, ni de beber, no había visitado ni a presos ni a enfermos. Llegado su turno, temblaba, viendo a Cristo examinar el fichero. Pero, mira por dónde, Cristo levanta la vista y dice: "No hay mucho escrito. Sin embargo, también tú hiciste algo: estaba triste, decaído, postrado y tú viniste y contaste unos cuantos chistes que me hicieron reír y me devolvieron el ánimo. ¡Al paraíso!". (A. Luciani, Ilustrísimos señores).

Mirar con ojos de Cristo, advirtiendo que Dios llama a todos por eso tenemos que ver los muchos aspectos positivos de los demás.

Esto significa también estar pendiente de lo que ocurre alrededor, lo que sucede con cada uno de los que conviven con nosotros, sus alegrías sus preocupaciones.
¿Cómo conocemos a los que viven con nosotros? ¿Nos interesamos por las cosas de su trabajo, de su descanso, de su alimentación?

Señor, que sepamos ver con tus ojos.

Que no nos pase lo que aquella mujer: suena el timbre del portal en su piso. La señora de la casa pregunta: ¿Quién es? Soy el afinador de pianos responde el visitante.
Yo no he llamado a ningún afinador de pianos. Replica la mujer.
Usted no, señora. Me han llamado los vecinos.

Toda familia necesita una madre, y sólo Cristo podía escoger a la que sería suya
y la escogió providencialmente para ser madre de toda la Iglesia.
En muchos cuadros se representa a María con el Niño en su regazo.
Ella mira a Jesús y al mismo tiempo dirige su mirada a los espectadores, sus otros hijos.
La Madre de Jesús cuida de su Hijo pequeño y por ser Madre de todos los hombres cuida también de nosotros (cfr. Dios te salve, Reina y Madre, Scout Hahn, capítulo I).

Madre ayúdanos para que en la tierra hagamos la familia de Dios para que sepamos cuidar a nuestros hermanos.

Yago Martínez, Estanis Mazzuchelli

sábado, 1 de marzo de 2008

CIEGO EN ESPAÑA

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A veces, la vida en esta tierra se ha comparado con una comedia en la que cada uno representa un papel.

Y sucede, en el teatro o en el cine, que lo que allí se desarrolla no es real, aunque lo parezca. El que actúa de rey, una vez acabada la función deja su corona, y se toma un bocadillo en un bar. Y lo mismo el que hace de mendigo, puede ganar millones por su actuación.

Por eso, se compara nuestra vida con el arte dramático: detrás de las cámaras y de la tramoya está la realidad, pero no en el escenario, allí todo es apariencia.

Ya lo decía un conocido actor y escritor inglés: «Todo el mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres no son sino actores». La gracia del asunto es que, mientras más real parece lo del escenario, más falso es.

Cuando vas por Roma y te acercas al Coliseo, un circo monumental de varios pisos de alto, hecho de piedra, te salen al encuentro unos personajes vestidos de romano, con sus túnicas y sus espadas cortas, sandalias enroscadas en la pierna, el casco con esa especie de cepillo en la cabeza…

Salen a la caza del turista, a ver si pican y se hacen una foto con él, para luego cobrarles un dineral.

Lo gracioso es ver al romano delante del Coliseo. Parece de verdad, es como si te fueras veinte siglos hacia atrás, el encuadre es perfecto. Pero, si miras a los lados, si te sales de ese marco, te ves rodeado de gente como tú, de tu época. Es un contraste divertido. Moviendo ligeramente los ojos pasas de la antigüedad a la actualidad y de la actualidad a la antigüedad.

Muchas veces, a nosotros nos pasa lo mismo en la vida diaria. Estamos tan metidos en las cosas, que tenemos un encuadre que no es real, que nos puede parecer definitivo, pero que no lo es.

«No te fijes en las apariencias» nos dice el Señor por boca del profeta (I Sam 16, 7). –Por algo nos lo dirás, Señor.

En el cine nada parece real salvo la película que estás viendo. Alrededor, no se ve más que oscuridad, como si fuera un gran vacío. Pero, justamente en esa oscuridad está la realidad, las personas de verdad.

Allí, el mundo real está oscuro, parece que no existe. En cambio, el irreal, el que aparece en la película, parece el verdadero.

La realidad de nuestra vida, de cada persona sólo la puede conocer Dios, que es el que mira las cosas fuera del tiempo. Y mira, no el papel que uno representa, sino que «el Señor ve el corazón» (Idem).
Es una realidad que nuestra vida la está viendo constantemente Dios. Nosotros no le vemos a Él porque está como escondido, pero nos ve y nos oye, como ahora desde la oscuridad del sagrario.

El Señor nos podría decir: en el cine ves y oyes a personas que no están allí. Pero Yo siempre estoy contigo aunque no me veas.

Lo difícil no es creer esto, lo difícil es darse cuenta de que el Señor nos mira siempre, ver las cosas como las ve Él.

Por eso nos repite: «No te fijes en las apariencias», porque lo verdadero es ver la realidad como la ve Él.

–Señor, que veamos nuestra vida con tus ojos.

En eso consiste la luz de la fe. Con la fe tenemos la luz de Dios. Precisamente el Señor se encarnó para darnos esa visión sobrenatural.
Una visión que traspasa la oscuridad y que nos deja ver más allá de las apariencias. Nos deja verle a Él en las cosas que hacemos. Es entonces cuando todo adquiere sentido.

Lo que da sentido a una película, a los actores, es precisamente el público que la está viendo. Sin el público todo aquello no sirve.

Podemos decir, que el verdadero ciego de este mundo es el que no tiene la luz de la fe, Lo real, lo importante no es lo que yo piense, sino lo que piensa Dios sobre las cosas, las personas, los acontecimientos de mi vida.

¡Qué pena no tener fe! Sin fe no ves el sentido de la vida. Lo mismo que la ceguera impide ver el relieve, los colores, un agnostico, no sabe, ni ve lo fundamental.

Señor, danos esa luz, auméntanos la fe.

Por eso, un acto de fe en Dios vale más que todas las riquezas de la tierra. La fe nos da la luz para ver los acontecimientos de esta vida con los ojos de Dios.

Señor, Tú eres la luz del mundo; Tú vas siempre conmigo. Saber esto te cambia la vida, porque adquieres una nueva dimensión de las cosas.

A Jesús no le ves ni le oyes pero sin embargo da luz. Pasa como con la electricidad. De manera que uno no se puede explicar por qué le das a un interruptor y se enciende una bombilla.

Jesús nos da una luz nueva que nos hace vivir de distinta manera, viendo la realidad de las cosas. Vivir así, bajo la luz de la fe nos llena alegría y optimismo.

Gabriela Bossis es una actriz de mediados del siglo pasado. Alta, con el pelo rubio como el oro, activa, de paso flexible. Dicen que lo mejor era su sonrisa.

Era la menor de cuatro hermanos. Sensible, se asustaba con los juegos bruscos. Discreta. De su vida hay pocas anécdotas. Nunca hablaba de sí misma. Tuvo muy presente a Dios y contó siempre con Él.

De pequeña, a veces se escondía dentro de un tapíz, enrollada como si fuera un rollo de primavera, en un cuarto detrás de la cocina de su abuela. Y cuando la llamaban: –¡Gabriela! ¿Dónde estás? Ella pensaba para sus adentros: –Estoy con el Buen Dios.

Creció, y empezó a escribir obras de teatro, comedias preferentemente, y también poesía. Su primera obra de teatro se titulaba El encanto. Tuvo gran éxito. Viajó mucho como actriz. Estuvo en África, Italia, Bélgica, Argelia, Túnez, hasta en Palestina… Se ganó cierta fama, incluso pensó dedicarse al cine.

Se sentía –son palabras suyas– juglar de Dios. De manera natural, representaba sus obras sabiendo que Dios era su público principal.

En uno de sus viajes, a Canadá, comenzó a escribir en el barco, un libro titulado Diálogos. Allí describe su oración con Dios en medio de un trabajo tan peculiar como ser actriz.

Era consciente que, si quería, podía comunicarse en cualquier momento con Dios. El Señor le concedió, durante unos años de su vida, la gracia de escucharle con mucha claridad. Esas intervenciones del Señor iluminaban su vida, le tiraban para arriba.

Para que te hagas una idea, te leo una de sus notas. Un día estaba en la estación esperando el tren. Y, estando así, mirando a la vía para ver si venía, el Señor le hizo entender: «Tú miras con fijeza en dirección por donde va a venir el tren. De igual manera, Yo tengo mis ojos fijos en ti, esperando que vengas a Mí».

Algo tan simple como esperar un tren, Dios lo convierte en un encuentro. Algo tan indiferente adquiere sentido. Eso hace la fe en las personas, te hace descubrir al Señor.

Otro día que estaría de bajón el Señor le hizo ver: Ofrécete a Mí tal como eres, sin esperar a estar contenta de ti misma. Únete a Mí en medio de tus mayores miserias (...) ¿quién te ama más que yo?

Contrasta mucho todo lo que venimos diciendo con la actitud de los fariseos, según nos cuenta el Evangelio de san Juan en el capítulo 9.

Es un capítulo dedicado enteramente a la curación de un hombre ciego de nacimiento. Jesús le abrió los ojos.

En aquella circunstancia, los fariseos están desconcertados y enfadados porque Jesús ha hecho un milagro en sábado, el día del descanso judío.

Como no quieren creer no ven la realidad del milagro.

Intentan buscar una explicación donde no la hay. Primero le preguntan al que era ciego: ¿cómo te ha curado? Y él les contesta: «Me puso barro en los ojos me lavé y veo».

Como siguen sin creer, le preguntan a sus padres, pero ellos no saben nada.

La solución la da Jesús cuando se encuentra con el ciego a solas. Le dice: «–¿Crees en el Hijo del Hombre? Él contestó: –Y ¿quién es, Señor, para que crea en Él? Jesús le dijo: –Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es. Él dijo: –Creo, Señor».

Creyó en el Señor y empezó a ver lo que antes no veía. La realidad se le presentaba distinta, sin tinieblas.

Señor, danos esa luz, auméntanos la fe.

Jesús no sólo le dio la luz natural sino la sobrenatural. Empezó a caminar por el mundo «como hijo de la luz» (Ef 5,8), viendo las cosas con los ojos de la fe.

Podemos repetirle ahora, al Señor, las palabras del ciego cuando empezó a ver: «Creo, Señor» (Jn 9, 38).

La falta de fe es la peor ceguera, y lo peor que nos puede pasar en esta vida. Por eso corrigiendo al poeta, podemos decir:

Dale limosna, mujer
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en España.

María vio siempre la realidad con la luz de la fe. Cada día era distinto, aunque siempre representara el mismo papel: limpiar la casa, ir por agua, cocinar, colocar unas flores…

Sabía que Dios estaba detrás de cada acontecimiento, aunque otros, en Israel, estaban ciegos y no se daban cuenta.


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