domingo, 30 de noviembre de 2008

CARIÑO HUMANO Y VIDA EN FAMILIA

El Espíritu Santo movió a la Virgen para que acudiera, con prisa y alegría a cuidar de Isabel en el primer adviento, cuando llevaba en su seno al hijo de Dios que iba a nacer. Ya se ve que una persona con amor a los demás si se la deja libre se pone a servir enseguida.

San Pablo a los discípulos de Roma les dice:

–Aquellos que son movidos por el Espíritu de Dios, esos son los hijos de Dios.

Hay cosas que la gente que ha estado cerca de algún santo recuerda con frecuencia. En muchas ocasiones he oído contar a personas que han convivido con San Josemaría un estribillo casi constante:

-¡¡Hijos míos que os queráis!!

Y sus sucesores han seguido con la misma cantinela.
-Os pido por el amor de Dios que, como quería nuestro Padre, queráis a los demás con el corazón de Cristo (...)

Son palabras del actual Prelado del Opus Dei.

Y se quedan grabadas, no solo por el número de veces que las dice, sino cómo las dice. Lo lleva en el corazón, en su corazón de Padre… Le afecta la manera en que se quieren sus hijos.

Si lees la carta que escribió san Juan cuando ya era mayor todo es lo mismo: la caridad, el cariño…

Todo lo contrario al egoísmo, que consiste en ir a lo nuestro, no a lo de los demás.

Uno puede ser egoísta y hacer muchas cosas por los demás… Rectifico: y creer que hace muchas cosas por los demás. Porque todas esas obras de caridad las hace buscándose a sí mismo, los demás le importan un bledo.

El cariño tiene mucho que ver con el respeto a los demás, con la manera de tratar al prójimo. Cuando humillamos, cuando pegamos un corte a los demás, no los estamos queriendo…

Una persona cercana a Dios no hace eso… Una persona cercana a Dios quiere a los demás con sus fallos y descuidos y procura servirles, no servirse de ellos.

San Gregorio quería que en la Iglesia el máximo representante de la Jerarquía fuese el siervo de los siervos de Dios. Y este es el nombre que se le da al Papa.

–El que de vosotros quiera ser grande sea el servidor de todos, dijo un día Jesús.

Tú y yo necesitamos de pedirle a Dios:

–ven Espíritu Santo (…) y que tu caridad habite en lo más interior de nuestra persona. Ven para tratar con tus modos a cada una de las personas con las que convivo.

Como el Espíritu Santo hizo con María.

Seguramente habrás tenido la experiencia de alguna persona cercana que se te haya muerto.
A muchos les pasa en esas circunstancias que se les vienen a la cabeza situaciones en las que podían haber tratado mejor al difunto.

Es una reacción lógica, que no tiene que quitarnos la paz.

Pero sí nos tiene que hacer pensar en lo que valoramos el cariño a los demás. Y nos tiene que hacer rectificar aprovechar el tiempo que tenemos en la tierra para querer mucho a los demás.

Pero si queremos que esto sea así, hemos de luchar por poner el corazón, en lo humano. San Josemaría afirmaba que no quería caridad que no fuese cariño, y también que no quería hijos sin corazón: me estorbarían a mí, estorbarían a la Obra, a la Iglesia y a Dios mismo.

De ahí su profunda humanidad. El Fundador del Opus Dei era muy humano y muy sobrenatural: todo a la vez. Por eso machaconamente repetía que él no tenía más que
un corazón para amar a Dios y a las criaturas.

–Señor dame el corazón de los santos.

Hablando san Josemaría de su corazón, decía:

Se debe dar el corazón entero e indiviso, de otro modo se apega a cualquier nadería de la tierra.

Es verdad, el corazón se apega a las criaturas y acudimos al Señor para aprender a purificar nuestro afecto. Pero purificar no significa, ni mucho menos, anular el afecto.

Los Hechos de los Apóstoles dicen que eran cor unum et anima una. Es una especie de contraseña que tenía el grupo de amigos del joven Karol Wojtiwa en Polonia, en unos momentos difíciles, de dominación Nazi.

Así se reconocían y se animaban a estar muy unidos en un ambiente cargado de odio.

¡Qué bien nos vendría que fuese un lema de nuestra vida!: un solo corazón y una sola alma.

Con frecuencia el Apóstol Juan, el Apóstol de la Caridad, contrapone la luz y las tinieblas, la caridad y el desamor.

El que ama tiene la luz de Cristo y con esa luz descubres cosas para querer a las demás.

Muchas veces al oír estas meditaciones pensamos que
hay una persona que no me valora o que me trata con frialdad…

En cambio, es al revés, hemos de pensar qué hacemos nosotros por los demás.

Lo importante es amar, de ahí sale todo.


Así se entiende lo que dice S. Agustín:
ama y haz lo que quieras.

Por eso hemos de pedir al Señor:

–haz mi corazón semejante al Tuyo. Que yo aprenda cada día a querer más, con un amor que sepa acortar distancias.

Esto requiere por nuestra parte conocimiento de las personas, de las situaciones.

San Josemaría decía:

–yo conozco a los míos. Nada de un hijo mío me es indiferente

San Agustín lo expresaba diciendo: amor notitia est, el amor es conocimiento y el conocimiento lleva al amor.

¿Conozco a las demás para ayudarles, para servir?

Ahora estamos en la presencia de nuestro Señor. Ayuda mucho la oración preparatoria: nos ve, nos oye. Conoce nuestros deseos de hacer bien las cosas de mejorar, de ayudar a las demás.

¿Cómo es la caridad y fraternidad en tu familia? ¿Hay algo que tengas que mejorar?

–En esto conocerán que sois mis discípulos, dijo el Señor.

¿Corrijo a destiempo? ¿tengo la lengua suelta, de látigo?

Acudimos a la intercesión del fundador del Opus Dei para vivir el núcleo de la vida cristiana que es el amor.

Vamos a decirle al Señor:


–infunde amore cordibus!

Podemos luchar más contra nuestros defectos:

–voy a corregir a quien lo necesita, aunque me cueste; voy a intentar escuchar más; voy a hacer un ambiente más grato a mi alrededor, que haya más cariño; voy a no ser como un erizo al que nadie se acerca…

Dice San Juan: Amémonos unos a otros ya que el Amor es de Dios (1 Juan 4, 7).

Hay que repetirlo porque lo natural en el hombre es el egoísmo, el altruismo no se da sin esfuerzo. Y por el pecado, cuando la criatura piensa en sí misa se vuelve agresiva.

A Jesucristo no le pasaba, el Señor es manso, tranquilo, se da constantemente y no pide cuentas. Dios da paz no tensión.

Por eso pídeselo cuando comulgues:

–Señor dame tus maneras, tu trato, tu paciencia… tu corazón.

Santo Tomás decía que el efecto propio de este sacramento, (hablaba de la Eucaristía), es la transformación ("conversio") del hombre en Cristo.

–Señor haz que algún día pueda decir: ¡No soy yo el que vivo sino que Tú vives en mí!

En el convento de la Piedad (Granada) hay un cuadro muy original:

Aparece en la parte superior del cuadro a Dios Padre con una paleta de pintura en la mano izquierda y en la derecha un pincel. Con ese pincel está pintándole a la Virgen su corazón, muy parecido al de su Hijo.

-¡Señor, píntame un corazón parecido al de María, y así querré de verdad a mis prójimos más cercanos!

HUMILDAD DE INSTRUMENTOS

Como siempre a la oración venimos a escuchar la voz de Dios, eso es lo que nos interesa.


Jesús quiere que aprendamos de él. Y eso es lo que nos proponemos nosotros: aprender. Queremos ser como Él. Nuestra vida, el fundamento de nuestra personalidad, es la identificación con Cristo.

No es una apariencia física lo que pedimos. Queremos ser buenos, como Dios:

–Haz que sea como tú.

Y el Señor quiere que aprendamos de Él en un aspecto concreto: en su ser manso y humilde de corazón. ¡Humildes de corazón! Así tenemos que llegar a ser. Luchar cada día más y, sobre todo, pedirlo:

–Jesús, hazme humilde como tú.

También la humildad puede ser una pose: adoptar actitudes, modales, voz, compostura, tono. Todo un conjunto de cosas externas que uno puede ir incorporando para tener fama de humildad. Para poder gloriarnos, envanecernos con nuestra poquedad.

Porque sabemos que es una cosa virtuosa que nos hace gratos a los ojos de los demás, y a nuestros propios ojos.

Hay quienes luchan por bien parecer, y hay quienes se maquillan para tener una humildad facial. Ponen cara de poquita cosa. Son los que luego van diciendo que no se pueden plantear grandes ideales porque son eso, muy poca cosa.

–Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo.

Lo pedimos al Señor, porque una de las necesidades más imperiosas que tenemos los hombres es la de identidad. No somos clones; cada uno tiene su personalidad. Cada ser humano es distinto.

El Señor nos quiere como somos, y de alguna forma nosotros buscamos afianzar nuestra personalidad. El problema es que, a veces lo intentamos al margen de cómo somos, de cómo nos quiere Dios.

Y tan arraigado está este deseo de identidad, que puede llevar a tonterías y hasta aberraciones.

Lo vemos especialmente en la gente joven: son capaces de presentar la apariencia externa más estrafalaria... La gente joven busca muchas veces identificarse con unos modelos que están en el ambiente, o que marca la moda... No son ellos mismos, buscan ser como otros.

Algunos buscan el parecer, aparentar, parecerse a sus ídolos. Como sabes, uno de los criterios que siguen los equipos de fútbol a la hora de fichar a algún jugador es las camisetas que vendan con su nombre. En esto, Beckham fue un auténtico crac: fue el que más camisetas vendió con su nombre. Porque todos querían ser como Beckham.

Pero también la gente mayor falsea su identidad con el tener. También esto es una forma superficial de realización personal. Hay gente que pretende que lo identifiquemos con lo que tiene, o con determinado estilo exterior de vida.

Se produce la confusión de pretender llenar la necesidad de ser con el tener. Y estas cosas pueden hacer ilusión durante algún tiempo, pero no durará mucho: los contrariedades llegan enseguida... Acaban dándose cuenta de que la gente se interesa por ellas a causa de su dinero, y no por ellas mismas.

Que suerte tenemos nosotros, porque Dios nuestro Señor no nos quiere por lo que tenemos, sino porque El es bueno.

Pero existe también otro engaño. Que no es la identificación con el tener. No es tan superficial. Ahora que se habla tanto de los valores. En un plano algo más elevado, a veces se identifica lo que somos con lo que hacemos.

Y por eso en ocasiones buscamos nuestra realización a través de la adquisición de ciertos talentos, valores o virtudes. Aunque a primera vista parece un medio mejor que el anterior,
hay que estar atentos ante este peligro de confundir el ser con el hacer.

Porque a veces se puede identificar a la persona con el conjunto de sus talentos o aptitudes.

–¡Qué buena persona es! –se oye decir con frecuencia–
Hay que ver la de cosas que hace.

Cuántos padres valoran a sus hijos por las notas que sacan, por los logros que consiguen... y no por lo que son. ¿Y si se pierden esas cualidades? Puede pasar que ya no pueda hacer ese deporte, o que haya perdido un hábito que antes tenía.

–¿Estoy acabado si no consigo lo que me propongo...?

Y es que no podemos identificar a una persona con la suma de sus aptitudes: es mucho más que eso. No se puede juzgar a alguien solamente por sus facultades. Cada persona posee un valor y una dignidad independientes de su «saber hacer».

Y, si no nos damos cuenta de esto, existe el peligro de caer en una profunda «crisis», en el momento en que haya un fracaso. Y también puede pasar que mantengamos una actitud de menosprecio cuando nos topemos con las limitaciones de los demás, o con su falta de capacidad.

–¡Qué inutilidad de personas: es que no saben ni hacer una suma!

Si la persona se mide por la eficacia habría que
quitarse de en medio a los pobres a los discapacitados.

El orgullo nos empuja a juzgar a quienes no hacen las cosas tan bien como nosotros las hacemos. Y el orgullo nos lleva a impacientarnos con los que nos impiden llevar a cabo nuestras metas. Orgullo, dureza, desprecio del prójimo...

Que bien cuadran aquí las palabras de nuestro Señor: –
aprended de mí que soy manso y humilde de corazón.

Nuestra verdadera identidad, mucho más profunda que el tener o que el hacer. Nuestra verdadera identidad, mucho más profunda incluso que las virtudes y las cualidades espirituales, que el Señor nos ha regalado.

Tenemos que ir descubriendo que para nuestro Señor –que ahora nos mira desde el sagrario– ningún acontecimiento, ninguna caída, ningún fracaso podrán arrancarnos nunca del cariño que nos tiene.

El no nos quiere porque seamos ricos en virtudes, o porque nos portemos bien. Y menos mal... Nos quiere porque somos sus hijos.

Nuestro tesoro no es de esos que devoran la polilla y el orín (Mt 6. 16) : nuestro tesoro está en el cielo, es decir, entre las manos de Dios. Nuestro tesoro no depende de las circunstancias, ni de lo que tenemos o dejamos de tener.

Nuestro tesoro no depende tampoco de lo que hagamos, de nuestros éxitos y nuestros fracasos: sólo depende de Dios, de su bondad que no cambia. Nuestra identidad, nuestro «ser» tiene otro origen distinto de nuestros actos, y mucho más profundo: el amor de Dios.

El amor de Dios que nos ha hecho, a su imagen y nos ha destinado a vivir siempre con El. Dios que es Amor y que no puede volverse atrás. Todo esto no quiere decir que dé igual lo que nosotros hagamos:

El pecado es personal. Y los estragos del pecado son costosos y lentos de reparar. Está claro que el pecado nos hiere a nosotros y a nuestros hermanos. Pero no tenemos derecho a confundir a alguien con el mal que comete. Sería como acorralar a esa persona y perder toda esperanza respecto a ella.

Ni tampoco identificar a nadie (y menos aún a uno mismo) con el bien que haga. Es cierto que siempre llevaremos con nosotros la soberbia, pero podemos reducirla para que no crezca demasiado: irle quitando ramas, regándola poco, poniéndole poca tierra: en vez de que sea un árbol grande, convertir nuestra soberbia en un arbolito transportable, a base de ir podándola.

Hay gente apasionada, poco inteligente, que por su forma de ser puede ser una tierra fértil donde crezca el ego.

–Haz que mi corazón sea semejante al tuyo y al de María.

Cuando Ella hace oración, nos dice que su corazón se ensancha de gozo, porque el Señor se fijó en su bajeza, se fijó en su nada. La potencia de Dios que triunfa en una criatura pequeña y débil, precisamente porque es pequeña y débil, y lo reconoce ante Dios. Por el contrario, el amor propio es la cizaña de nuestro campo. Lo que estropea el sembrado de Dios siempre es el orgullo.

Esto de ser un instrumento en las manos de Dios es bonito de decir.

Pero es que, por encima de otras cosas, al Señor le gusta fijarse en la humildad.

Por otra parte, igual que nosotros, con una persona humilde nos quedamos tranquilos. Como con María: ahora le pedimos que intervenga para hacernos gratos a Dios:

–Corazón dulcísimo de Maria haz que mi corazón sea semejante al tuyo.

AMOR DE DIOS


Dentro de pocas semanas volveremos a celebrar la primera manifestación del amor de Dios a los hombres.

Dios hecho hombre, Dios encarnado en una naturaleza humana, en un recién nacido.

Es la gran novedad de la fe cristiana: Un Dios que resulta cercanísimo, que se hace uno de nosotros.

Yo creo que, si nos preguntaran por una persona de nuestro tiempo que se ha distinguido por su amor a los demás, casi todos estaríamos de acuerdo en señalar a la Madre Teresa de Calcuta.

La explicación es sencilla: se entiende muy bien que es una gran muestra de amor hacerse pobre con los pobres, enfermo con los enfermos.

Consuela mucha que cuando estamos necesitados de algo, encontremos a una persona que nos comprenda.

Pues Dios hace eso con nosotros: se ha hecho hombre con los hombres para salvar a todos los hombres.

Más: se ha hecho pecador con los pecadores, para salvarnos a los pecadores.

Y lo hizo gratis: ésta es la garantía de calidad de su amor.

Dios no tenía porqué hacer lo que hizo. No tenía porqué padecer frío en la noche de Belén,

ni sufrir tanto en la Cruz, ni ser objeto de burlas, de insultos...

Experimentó la indiferencia del corazón humano desde su Nacimiento.

Ni siquiera tuvo lugar donde nacer que podría esperar cualquier persona.

Y todo eso, y mucho más, por ti y por mí.

Siempre se ha dicho que el amor es atrevido, que hace locuras y lleva a término acciones que escapan a la razón.

Por eso, muchas veces, los pequeños humanitos que poblamos la tierra no terminamos de entender al Señor.

Precisamente porque es Amor.

Al leer la historia Sagrada, la historia de la Salvación, parece como si Dios no supiera vivir sin el hombre.

Esta lógica divina es incomprensible a los ojos humanos.

–¿Por qué, Señor, nos quieres tanto?

Pues no tiene explicación. Pero es que, en las cosas del amor, lo menos apropiado es preguntar por qué.

Ocurre más o menos algo parecido con los equipos de fútbol:

–¿Tú por qué eres del Madrid?

–Porque en mi familia todos son del Madrid y por seguir la tradición.


–¿Y tú, por qué eres del Barça?

–Porque en mi familia son todos del Madrid y para llevar la contraria.

Y luego resulta que un jugador que es el ídolo, se cambia de equipo y pasa a ser lo peor de lo peor.

Realmente no tiene ninguna lógica.

Dios se ha enamorado de sus criaturas.

No somos capaces de darnos cuenta de lo que esto supone.

-Señor, que me dé cuenta un poquito de cómo me quieres.

Y que ese poquito me sirva para corresponder con más generosidad.

Él no se cansa de amarnos, entre otras cosas, porque nunca da marcha atrás.

Los dones de Dios son irrevocables (Rom 11,29).

Dios nos ama con un corazón apasionado. Y con un corazón que perdona y olvida las ofensas.

Por eso, reestableció los lazos entre la tierra y el Cielo, para que los hombres volviéramos a Él.

Así rezamos en la Plegaria Eucarística IV:

Y cuando por desobediencia perdió tu amistad no lo abandonaste al poder de la muerte,
sino que compadecido, tendiste la mano a todos para que te encuentre el que te busca.

Nosotros tuvimos la culpa de todo, pero parece que a Dios eso le da igual.

Si Tú, Señor, llevas la cuenta de nuestros delitos, quien podrá resistir. (Salmo nº 130,3)

Es que el Amor puede con todo, lo aguanta todo.

Yo querría que, en este rato de oración disfrutemos del Amor de Dios por cada uno de nosotros.
Y volvamos a descubrir que es un Amor incondicional.

Podría sucedernos que olvidáramos a Dios, no un momento del día, sino muchos días de nuestra vida.

Podría suceder que rechazáramos la gracia de Dios y le diéramos totalmente la espalda..., cosa que nunca deseamos.

Y pedimos ahora al Señor que no nos suceda eso a ninguno de los que estamos aquí.

Pues aún así, podríamos estar seguros de que Dios no frunciría el cejo de su mirada.

Esto es un misterio porque a Dios sí le duelen nuestras ofensas, nuestros desplantes, nuestra falta de generosidad.

Tiene un Corazón infinitamente grande, Dios es Amor y todo lo que suene a desamor le duele.

Pero es que por encima de todos nuestros errores está su amor incondicional.

Mis delicias son estar con los hijos de los hombres.

Y por eso, superando toda lógica se hace hombre.

-Tú, Señor, que no necesitas de nadie, te lo pasas en grande con nosotros.

Dios es Amor infinito.

Cuando San Pablo, en su epístola a los Corintios, compone el Himno a la caridad, lo hace movido por el Espíritu Santo.

Y no hace más que describir cómo nos quiere Dios a cada uno de nosotros.

La caridad es paciente, la caridad soporta todo, no se irrita, no se inquieta...

Todo lo aguanta, todo lo espera...

De lo contrario, ¿cómo íbamos a volver a la casa del Padre después de cometer una ofensa contra Él?

El corazón de Padre puede más que todos los pecados juntos.

Podemos rezar con el salmista:

El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres (Salmo 125).

Dios siempre se vuelca con nosotros de una manera desmedida.

Y saber esto nos colma de gozo y de paz. A la vez que de cierta vergüenza por lo poco que hacemos.

Y un aldabonazo en el alma para que reaccionemos a ese amor.

El Amor apasionado es la base de la virtud sobrenatural de la Caridad.

Y así es el amor de Dios: un Amor apasionado por cada uno de nosotros.

Ante este derroche de amor divino, ¿qué podemos hacer para corresponder mejor cada día?

Si Dios nos ama apasionadamente ¿cómo no vamos a quererle nosotros con pasión?

La caridad sin pasión amorosa, ni es efectiva ni activa. Sencillamente no es posible para los hombres.

Los Ángeles sí que aman así, espiritualmente, pero los hombres necesitamos la pasión.

Por eso Dios nos ha llamado cerca de Sí: porque nos ha concedido un gran capacidad para querer.

Quizá vivimos con el corazón encogido, con cierto miedo a poner el corazón en Dios y en las cosas de Dios.

Con temor a que el corazón se apasione y se desboque con Nuestro Señor.

Pues te voy a dar un consejo: no lo frenes. Ama a Cristo sin miedo.

-Señor, que perdamos el miedo a decirte que te amamos, que nos vamos contigo al fin del mundo.

Dejemos que el corazón se desmelene con el Señor y dirijamos actos de amor que nos pondrían rojos si los dijéramos en voz alta.

Esos son los mejores.

¿Si no, cómo vamos a corresponder al amor apasionado de Dios?

Sin miedos ni temores. Con un corazón bien enamorado.

Bien sabemos que amar así a Dios se traduce en amar así al prójimo.

Nos entregamos a Dios por medio de un amor apasionado al mundo y al prójimo.

Por eso entre los hombres, no es posible la caridad que no sea cariño.

Así debe ser nuestro amor a Dios: a través del cariño a los demás. Es a ellos a quienes podemos demostrar cuánto queremos a Dios.

Los santos tienen en común que han sido enamorados de Dios.

Y sin ninguna incompatibilidad, personas volcadas en su amor al prójimo.

Acudamos a Nuestra Señora, la Madre del Amor Hermoso, para que nos enseñe a poner el corazón en Dios, y por Él, en los demás.

NUESTRA MEJOR ARMA (INMACULADA CONCEPCIÓN)

Después del pecado original, cuando Dios se dio cuenta de que el diablo había engañado a Eva, castigó a la serpiente y la maldijo: «Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida» (Gen 3, 9-15.20: Primera lectura).

Pero, como Dios es nuestro Padre, no se enfadó con Adán y Eva, ni los dejó abandonados a su suerte. Quiso protegerlos contra Satanás y les dio alguien que los defendiera de nuevos ataques.

Por eso le dijo al tentador: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella te herirá en la cabeza».

Nos puso a alguien capaz de combatir al maligno, de vencerlo. A través de esa mujer, de María, nos vino la victoria porque nos trajo a Jesús (Sal 97 1.2-3ab.3cd-4: Salmo Responsorial).

Efectivamente dio a luz a un Hijo que fue grande, llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios, dice la Escritura, le dio «el trono de David, su padre, y reinará sobre la descendencia de Jacob por siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 26-38: Evangelio de la Misa).

San Pablo nos dice que Dios, antes de crear el mundo, contaba con nosotros para que «fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia» (Efesios 1, 3-6.11-12: Segunda lectura).

O sea que, a pesar del pecado original y de nuestros pecados personales, el Señor nos quiere limpios, santos.

Para conseguirlo no estamos solos, Ella nos ayuda. Como es la llena de gracia, cuenta con todas los medios para vencer al enemigo. Es la Purísima, la Inmaculada, nuestra mejor arma. Satanás nunca pudo ni podrá jamás nada contra Ella.

Desde siempre se ha creído que a la Virgen no le tocó el pecado primero. Así se ha dicho desde antiguo. Y aparece en más de un escudo de las ciudades que habían hecho la promesa de defender el dogma de la Inmaculada Concepción.

Incluso los estudiantes de la época hacían un juramento para defender con su vida esta verdad, antes de que se promulgara el dogma en 1854.

Desde siempre lo hemos tenido claro y le hemos dicho: Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres (Aleluya de la Misa)
No solo rebosa de gracia humana, sino que está llena de Dios. Es la gratia plena porque dijo en todo que sí al Señor. Para conseguir nosotros llenarnos de gracia necesitamos su ayuda.

Se la pedimos directamente a Dios: Tú que has querido culminar en María la plenitud de la gracia, concédenos ser reflejo de su hermosura inmaculada.

Lo mismo que una niña se parece a su madre en la manera de andar, de hablar o de peinarse, tanto que incluso, a veces, pueden decirle: ¡Eres igual que tu madre!, ahora le pedimos a Dios que seamos iguales a nuestra Madre del cielo.

Como todas las cosas bonitas tienen muchos nombres, fruto del saber popular, también a la Inmaculada se la conoce como La siempre entera. Así la llamaba un conocido santo de estas tierras granainas. El pecado divide al hombre y lo separa de Dios.

A Ella nunca nada le ha separado de la Trinidad. Por eso, acudir a su intercesión nos une con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Por esta razón le pediremos en la Misa que los que se han alejado del camino, por intercesión de la Virgen, refugio de pecadores, se conviertan y obtengan el perdón de sus culpas (cfr. Oración de los Fieles).

Señor, así como a Ella la preservaste limpia de toda mancha, guárdanos también a nosotros limpios de todo pecado (Oración sobre las Ofrendas).

Nosotros, en una fiesta como la de hoy, podemos mirar a María para llenarnos de esperanza en la lucha.
De la Virgen se cantan grandes cosas, porque por Ella nos ha nacido el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios (Antífona de la Comunión).

San Josemaría tenía una gran confianza en la Virgen porque le trataba mucho. De hecho nunca salía de su casa sin saludarla, incluso le daba un beso a una imagen.

Te voy a leer parte de su diario en el que cuenta su lucha y la ayuda que le daba su Madre del Cielo:

«Esta mañana (...) me desperté segurísimo de que había llegado el momento de levantarme. Efectivamente, eran las seis menos cuarto. »Anoche, como de costumbre también, pedí al Señor que me diera fuerzas para vencer la pereza, al despertar, porque —lo confieso, para vergüenza mía— me cuesta enormemente una cosa tan pequeña y son bastantes los días, en que, a pesar de esa llamada sobrenatural, me quedo un rato más en la cama. »Hoy recé, al ver la hora, luché... y me quedé acostado. Por fin, a las seis y cuarto de mi despertador (que está roto desde hace tiempo) me levanté y, lleno de humillación, me postré en tierra, reconociendo mi falta —serviam!—, me vestí y comencé mi meditación. »Pues bien: entre seis y media y siete menos cuarto vi, durante bastante tiempo, cómo el rostro de mi Virgen de los Besos se llenaba de alegría, de gozo. »Me fijé bien: creí que sonreía, porque me hacía ese efecto, pero no se movían los labios. Muy tranquilo, le he dicho a mi Madre muchos piropos . »(Llegué a hacer pruebas –escribe–, por si era sugestión mía, porque no admito fácilmente cosas extraordinarias. Inútilmente: la cara de mi Virgen de los Besos, cuando yo positivamente, tratando de sugestionarme, quería que sonriera, seguía con la seriedad hierática que tiene la pobre escultura). »En fin, que mi Señora Santa María [...] ha hecho un mimo a su niño (Vázquez de Prada, Tomo I, p. 469).

Es nuestra mejor arma para los combates diarios. Y si caemos vencidos, la Virgen no levanta.

Como San Josemaría lo tenía comprobado en su vida diaria, escribió: «Antes solo no podías…–Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!(Camino, 513). O esta otra frase que nos traza un camino seguro «A Jesús siempre se va y se “vuelve” por María» (Camino, 495).

Terminamos con una oración para que nos proteja: Dulce Madre no te alejes. Tu vista de mí no apartes. Ven conmigo a todas partes y solo nunca me dejes. Ya que me proteges tanto, como buena Madre, haz que me bendiga el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

martes, 25 de noviembre de 2008

FRIKIS (ADVIENTO-II DOMINGO CICLO B)

El adviento tiene dos protagonistas importantes. El primero es un profeta. Y el segundo «es más que un profeta» (Lc 7,26).

El profeta es Isaías. Siglos antes de que ocurriese nos habla del primer adviento de la historia, la primera venida del Señor.

Nos dice por ejemplo: «El Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una virgen está encinta y va a dar a luz un Hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14). Emmanuel significa Dios con nosotros.

Y siete siglos después, una joven virgen llamada María fue visitada por el Arcángel Gabriel, que le anunció que daría a luz un hijo, que sería llamado Hijo de Dios (cfr. Lc 1,31-32).

Isaías es el profeta que anuncia con más claridad la figura de Jesús. Por eso san Agustín comenta que algunos decían que parecía un evangelista.

Y escribió Isaías : «Preparadle un camino al Señor» (Primera lectura de la Misa: Is 40,1-5-.9-11.

Inspirado por el Espíritu Santo el profeta había predicho que un hombre prepararía el «camino» para el Señor.

Estaba profetizado y se cumplió: el ingeniero que tenía que allanar la sendas de Jesús fue Juan el Bautista. Él es el principal personaje del Adviento.

Juan «predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados» nos dice el Evangelio (de la Misa: Mc 1,1-8).

Y esto es lo que tenemos que hacer nosotros en este tiempo: buscar nuestra conversión acudiendo a la misericordia de Dios.

Por eso le decimos al Señor con el Salmo (84: Responsorial de la Misa):

–«Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación».

La Iglesia nos pone a nuestra consideración la figura del Bautista, para que nosotros en este tiempo nos preparemos limpiándonos de nuestros pecados.

No se trata de un simple lavado superficial, el Señor nos pide una cambio interior que elimine las manchas de nuestra alma.

En un programa de radio en el que se hablaba de las manchas, una de las que participaba en la tertulia decía a los varones que estaban allí presentes:

Los hombres habláis de cómo se producen las manchas pero somos las mujeres las que decimos cómo se quitan.
A nosotros nos puede ocurrir lo mismo: que hablamos de las cosas que van mal en nuestra vida, pero no nos decidimos a quitarlas. Cuando es muy fácil: para eso está el sacramento de la penitencia.

Hay gente que piensa que los errores se limpian pasando página y seguir haciendo cosas como si no hubiera pasado nada.

Todas las cosas que hacemos, si no nos sirven para que seamos mejores, no sirven para nada. Porque hacer cosas es muy importante, pero más importante es el ser.

Estamos en un ambiente superficial en el que cuenta sobre todo la apariencia: ya no es el homo sapiens sino el homo faber: el que hace cosas.

Precisamente, hace pocos días le hacían una entrevista a una mujer famosa en la vida política en la que decía: a mí, lo que me interesa es el hacer, no el ser.

Esta persona se define a sí misma como rígida. En el colegio decían de ella las monjas que era muy orgullosa. Hay bastantes anancásticos, enfermedad de personas fieles, perfeccionistas.

Lo que Dios nos pide a nosotros es que convirtamos el hacer en el ser. Que las obras sean manifestación de que somos buenas personas, gente con buen corazón

Eso nos llevará a buscar ser amables más que ser perfectos. No gente a la que se admira sino a la que se quiere.

No se trata de aparentar amabilidad, sino de tener buen corazón

Por eso, me gustó que esa mujer famosa dijera que ella no tenía enemigos sino oponentes políticos. Y de otra, que está en un partido opuesto dijera: –Somos amigas.

Igual que es conocido que son amigos los dos grandes rivales del tenis actual: Nadal y Federer. Esto da alegría porque es cristiano.

Y da mucha pena lo que decía el Señor: Y los enemigos del hombre serán los de su misma casa. (Mt 10,36). Hay mucha gente que se lleva muy bien con los extraños pero son inaguantables en su casa. Ésta es la conversión que nos pide el Señor: una conversión de dentro y de fuera.

San Josemaría decía que la superficialidad no es cristiana. Estamos en una sociedad muy volcada en el exterior. Hay mucha gente que tiene alma de portera, que se interesa sólo por lo que viene y lo que va, pero reflexiona poco: vive muy al día.

Si queremos convertirnos, tenemos que pensar y hacer pensar: reflexionar. Muchas veces, lo que hace el Señor es que reflexionemos: el hijo pródigo volvió con su padre porque reflexionó sobre su situación.

Pensar y hacer pensar. Es muy contrario al fundamentalismo, propio de gente de mentes estrechas que sólo funcionan con el principio de autoridad: Lo que no viene de arriba no es bueno, o no puede ser tomado en consideración.

Esto ahoga el espíritu de iniciativa.

Los fundamentalistas dicen que hay que ir a los fundamentos de la fe y que sólo la Escritura es importante.

El mundo islámico recibe el fundamentalismo con emoción pues el Corán viene de Dios Textualmente: hasta la materialidad del libro.

Pero eso no es así: Dios da la inteligencia. Es verdad que la Escritura viene de Dios, pero la conocemos por otros hombres, por tradición.

Y además otras personas nos la interpretan: la homilía siempre ha sido un elementos clave para los cristianos.

Conversión en profundidad: pensar y hacer pensar. No es un lavado superficial.

Por eso Juan el Bautista aclaraba que el Señor no bautizaría con agua sino «con Espíritu Santo» que es el que nos hace recapacitar y nos convierte.

La figura de Juan es una de las más interesantes de la Historia. Mucha gente acudía a él, pero no se dejó llevar por la vanidad: no buscó el triunfo humano. Claramente avisó que él no era el que esperaban.

La humildad de este hombre fue heroica. No busca sobresalir. Cuando el Señor entra en escena, Juan desaparece. Y les cede sus mejores discípulos a Jesús.

La humildad no es una virtud que se lleve en la actualidad. Se busca el triunfo, no se entiende que un fracaso pueda beneficiarnos.

Estamos en una sociedad «mediática» donde las niñas ya no quieren ser princesas sino modelos famosas: para que se fijen en ellas. Se cultiva muchísimo la imagen, y hay clínicas de embellecimiento, donde se arreglan la patas de gallo y los códigos de barras de la cara, y se estira todo lo estirable.

La imagen es fundamental para esta generación en la que vivimos. Hay especialistas en imagen, y hay nuevas enfermedades por motivo de la imagen.

Por eso Juan el Bautista no está bien considerado. Algunos han dicho de él que era «un energúmeno peludo» y que gritaba mucho. Sin embargo el Señor lo alaba al máximo, porque era un hombre coherente: decía lo que había que decir, y no lo que pegaba.

Se podría decir que Juan el Bautista era un tanto original. Por como vestía, por las cosas de las que hablaba...

También pasa esto hoy: que a las personas coherentes se las puede tachar de originales, de frikis.

San Pablo, San Martín de Tours, San Francisco, Santa Teresa, Santa Catalina, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, Juan Pablo II... todos ellos tienen una cosa en común que son un poco frikis.

Es que el Señor es un poco friki: es el fundador de los frikis.

El cristianismo organizado viene después pero los santos siempre han sido revolucionarios.

Le decimos al Señor: –¿Cuando llegara mi conversión?

No es previsible. Las cosas del Señor llegan cuando llegan.

Por su parte San Pedro nos habla de la segunda venida del Señor: «del día del Señor» que «llegará como un ladrón» (Segunda Lectura de la Misa: 2P 3,8-14).

Había gente que esperaba que el Jesus volviera de inmediato, y San Pedro escribe que «para el Señor un día es como mil años», que lo que debían de hacer es llevar una vida santa.

Nosotros nos preguntamos: –¿cuando vendra mi conversion?

Pero lo importante es llevar una vida santa, hoy.

En la actualidad poca gente espera la llegada del Señor. Un obispo comentaba que los grandes almacenes se han cargado el adviento. Efectivamente ya han puesto los adornos de Navidad antes de que empezara el adviento.

El adviento no vende, pero es necesario. Hay que prepararse, como se preparó la Virgen para el nacimiento de Jesús. Ella quiere contar con nosotros para preparar la venida del Señor, la Navidad 2008-2009, aunque la gente nos vea un poco frikis.

domingo, 23 de noviembre de 2008

LA INAUGURACIÓN DE LA AUTOPISTA

«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos».

Así comienza la carta que San Pablo escribe a la iglesia de Éfeso (cfr. 1,3-14: Segunda lectura de la Misa).

Lo hace con una oración de alabanza a Dios por el plan que ha previsto para salvar a su Iglesia y a la humanidad.

El Señor, para facilitar que la gente se vaya al cielo, hace como un plan de carreteras para que se más fácil llegar.

Quiere que todos los hombres se salven y, como somos tantos, hay caminos muy diferentes.

Hoy se cumple un aniversario más de la erección del Opus Dei en Prelatura Personal. Aquel día fue como la inauguración de una autopista.

Lo que empezó siendo una carretera por donde iba poca gente, ha terminado siendo un vía muy transitada. El 28 de noviembre de 1982 se estrenaron las Prelatura personales.

Cuando se inaugura algo muchas veces es noticia, incluso sale en los medios de comunicación. También lo son los aniversarios importantes.

Este día para nosotros lo es. Por eso, es lógico que le demos gracias a Dios.

Queremos que nuestra acción de gracias permanezca día y noche junto a Ti, le decimos con palabras del libro de los Reyes (cfr. 1Re 8, 55-61).

Nos pasa como a le ocurrió a la Virgen cuando fue a ver a su prima Isabel.

Intercambiaron unas palabras, pocas, y, después, rompió a rezar dando gracias al Señor con aquel Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador (Lc 1, 39-55).

En el fondo la Virgen estaba dando las gracias porque Dios estrenaba un nuevo camino para llegar a los hombres. Parece como que no pudo contener su alegría.

Así nos va a ocurrir dentro de unos momentos. Nada más empezar la Misa diremos estas palabras:

Cantad y tocad con toda el alma para el Señor. Celebrad constantemente la Acción de gracias a Dios Padre por todos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo (Antífona de entrada).

Señor queremos darte las gracias de todo corazón (cfr. Oración de comunión).

Eso es lo que queremos. Y lo vamos a hacer de la mejor manera posible, con la acción de gracias por excelencia: con la Santa Misa.

Vamos a poner un especial empeño por vivirla bien, porque la Santa Misa es Eucaristía. Es el mejor camino para agradecerle las cosas a Dios. Hacerlo a través de los méritos de Jesús en la Cruz.
Señor Dios, (...) te rogamos aceptes este sacrificio en acción de gracias, (Oración de las Ofrendas) le diremos.

Las lecturas nos marcan la pauta de nuestra meditación. En la primera, Salomón alza los brazos en presencia del pueblo de Israel y le da gracias a Dios:

«Bendito sea Yahveh que ha dado reposo a su pueblo Israel, según todas sus promesas
También nosotros nos ponemos en pie, como Salomón, para darle gracias a Dios en voz alta, lo más alta que podamos.

Incluso podemos repetir sus mismas palabras: «Bendito sea (Dios) que ha dado reposo a su pueblo Israel, según todas sus promesas

Cuando se erigió el Opus Dei como Prelatura Personal, la oración que durante muchos años había sido de petición se convirtió en acción de gracias.

Siguiendo con el ejemplo de las autopistas, cuando una carretera comarcal se convierte en autopista, la gente está encantada. Sobre todo los que la usan.

A lo mejor no nos damos mucha cuenta de la importancia de esta fecha, de lo que ha supuesto. Quizá algunas no habíais nacido todavía.

Pero, solo pensar que nos hemos preparado durante todo un año de la mano de la Virgen, nos da idea de su importancia.

A veces las personas no saben qué hacer para agradecer las cosas a Dios. Cuando le aconsejas a alguien que agradezca al Señor algo y, luego, le preguntas ¿sabes cómo se hace eso? El 90% contesta con un no.

La mejor manera de agradecer el esfuerzo por abrir una nueva vía es usarla. Y cada vez que se utiliza se agradece más porque disfrutas de su buen trazado, de las indicaciones luminosas, de su comodidad, llegas antes a los sitios, etc.

Agradecer esta iniciativa de Dios siendo fiel. Encontrarle en el trabajo, haciendo deporte, estando con los amigos, rezando, etc.

Podemos repetir las palabras de la Escritura: Que (...) esté con nosotros como estuvo con nuestros padres, que no nos abandone ni nos rechace

Hacer lo mismo que hizo la Virgen. Se alegró con la noticia, pero después se quedó tres meses con Isabel, atendiéndola en las cosas de la casa.

Madre nuestra ayúdanos a terminar este año dedicado a ti haciendo lo mismo que tú, dando gracias cuidando lo ordinario.

Nuestra petición conversión acción Se inauguró una autovía, sin peaje.


viernes, 21 de noviembre de 2008

LA PARADA DEL BUS

Ver resumen
La palabra adviento significa «venida». Y la Iglesia quiere que durante este tiempo nos preparemos especialmente para la llegada del Señor.

Ahora le decimos como le han pedido los cristianos de todos los tiempos:

–Ven Señor, no tardes.

Al principio se le decía en arameo: –Maran atha! (1 Cor 16, 22)

Estos días de adviento podemos repetírselo al Señor en nuestro interior, porque Él conoce el idioma de nuestros pensamientos:
–¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22, 21)

San Pablo escribió a los de Corinto que los cristianos aguardamos, esperamos, que el Señor regrese la segunda vez (Segunda lectura de la Misa:1 Co 1, 3-9).

Corinto era una ciudad costera, que podía calificarse de frívola. Allí muchos marineros, comerciantes, militares, y extranjeros, contraían la «enfermedad corintia». Lo que hoy sería el sida era propagado por todo el mediterráneo.

La ciudad estaba consagrada a la diosa Afrodita. Aquellos hombres tenían como emblema la imagen de Lais: una celebre prostituta, que en el cementerio de Corinto, se veía en figura de loba destrozando a su víctima con las garras.

Por eso se ha escrito: «Las bestias más salvajes de la naturaleza humana fueron creadas en aquella repugnante mezcla de lujuria y crueldad» (Nietzsche).

Y san Pablo se entera de que algunos cristianos de esa ciudad no creían en la vida eterna. Por eso les escribe hablando de la Resurrección de Jesús, y de la nuestra, que tendrá lugar «el día del Señor».

En un ambiente tan superficial cabía el peligro de no pensar nada más que en lo que tenían entre manos. San Pablo les anima a levantar la vista, y que pensasen que el Señor vive, y volverá.

Desde luego no sabemos cuando vendrá Jesús y por eso tiene interés para nosotros seguir el consejo del Señor: «velad» (Evangelio de la Misa: Mc 13, 37).

Estar alerta, así se puede condensar la actitud del cristiano en esta tierra. Por eso cantaba el poeta:

Yo amo a Jesús que nos dijo: Cielo y tierra pasarán. Cuando Cielo y tierra pasen mi palabra quedará.
Y sigue diciendo:

Todas tus palabras fueron una palabra: Velad

Con ese concepto se resume nuestro modo de estar en este mundo. Por eso nuestra vida en la tierra se podría comparar a una parada de autobús. Todos estamos esperando alguna línea.

Sería como para preguntarle a la persona del al lado: –¿Tú qué número esperas?

La mayoría de la gente está en la parada esperando al 13, que es el que lleva al cementerio. Es una pena tener esa aspiración.

Los cristianos esperamos al que nos lleva al aeropuerto. Jesús que llega desde el Cielo.

Hace muchos siglos un profeta entusiasta decía: –«Ojalá rasgases el cielo y bajases» (cfr. Primera Lectura: Is 63, 19b)

La Iglesia en este tiempo de adviento lo repite hasta en latín una y otra vez con otras palabras del profeta:

–«Rorate Coeli desuper et nubes pluant Iustum», que se rasgue el Cielo y desde las nubes descienda el Señor.

Esto que pidieron los profetas ocurrió hace más de dos mil años, en una pequeña localidad de Palestina.

Y de esta la primera venida del Señor que ocurrió en Belén, poca gente se dio cuenta. Los hombres no lo reconocieron. Y eso que lo estaban esperando durante siglos.

Ahora aguardamos la segunda llegada. Pero hay una diferencia.

Y es que a los santos le da un poco igual la fecha de esa segunda venida, porque no tienen curiosidad sino amor.

La primera llegada de Jesús no la vimos nosotros, y quizá tampoco la gloriosa nos tocará.

Es el corazón el que descubre, que no sólo hay dos venidas: hay llegadas diarias del Señor, y esas son las que tenemos que esperar. Vigilar que no se nos escapen.

Ahora mismo el Señor ha llegado: estamos conversando con Él en nuestra oración.

En realidad en arameo Maran atha! (1 Cor 16, 22) significa «ven, Señor», pero también «el Señor ha venido».

Efectivamente el Señor ha venido, y está con nosotros.

Sobre todo llega en la Santa Misa: allí se hace presente con su cuerpo. Y se queda en el sagrario para que vayamos a hacerle visitas por las tardes.

Nos puede ayudar a prepararnos para la Comunión decirle: –Ven, Señor.

Para un pueblo seminómada como el judío que el Señor venga a poner «su tienda» entre nosotros significaba una cercanía muy grande.

Y es cierto, Dios ha puesto «su tabernáculo» en nuestra tierra para habitar junto a nosotros. El Señor nos espera en el sagrario: esa es la tienda donde está provisionalmente antes de que nos veamos en el Cielo.

Ir al Cielo esta es meta de nuestra vida.

Pero si queremos subirnos al bus de Dios, que nos llevará a su Casa, necesitamos comprar el billete.

El billete nos lo va a regalar nuestro Padre del Cielo, con un poco de gracia.

Nos lo regala en la oración, en la Misa, en la Confesión, y en otras de sus venidas frecuentes.

A mucha gente hay que preguntarle ahora que estamos en la parada:

–¿Tú esperas el mismo bus que yo?

Hemos de preocuparnos por los que tenemos al lado. Queremos pasar la eternidad junto con ellos. Por eso hay que ayudarles a que levante su pensamiento al Cielo, como hizo San Pablo con los de Corinto.

Una chica rusa escribió un libro que te recomiendo. Se titulaba: «Hablar de Dios resulta peligroso». Ella se convirtió mientras hacia yoga. Leía pensamientos celebres, y un día fue repitiendo el Padre nuestro, sintió un golpe interior muy fuerte.

Ella había vivido durante años «a la corintia», y mientras hacía barbaridades nadie le dijo nada. Una vez que cambió de vida empezó a hablar de Dios a la gente que tenía a su lado. A algunos le sentó mal, pero a la mayoría no. Y gracias a personas como ella Rusia ha cambiado.

Para está chica hablar de Dios resultaba peligroso. Pero fue una aventura apasionante.

El amor no tiene en cuenta «el que dirán». Por eso si queremos salir de la tibieza hemos de pedir: –Ven, Señor, a mis labios.

–Sácame de la tibieza, que se manifiesta en la vergüenza de hablar de Ti.

Cuenta Dante en su «Divina Comedia» que en el Purgatorio están los «neutrales», los que nunca han sido criticados por nadie. Porque si uno intenta a ayudar a alguien pasa que recibe críticas.

Nos tiene que dar pena que haya gente que espera un autobús, que le lleva a un sitio donde no va a ser feliz.

El Señor murió para que todos tuviéramos la posibilidad de ir al Cielo, y nosotros vivimos para ayudarle a que esa posibilidad se haga efectiva.

–Ven, Señor, que hay gente muy buena que no te conoce todavía. Y nosotros no hablamos de ti porque nos da corte. –¡Ven, Señor, Jesús, acompañado de tu madre!

lunes, 17 de noviembre de 2008

CAFÉ PARA TODOS

El Evangelio nos dice que Jesús, cuando nos juzgue, lo hará teniendo en cuenta la manera con la que hemos tratado a los demás.

Y va más allá, porque nos dice que lo que hayamos hecho con los demás será como si lo hubiéramos hecho con Él mismo:

«porque cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 32-46: Evangelio de la Misa). Le afectan tanto las cosas buenas como las malas.

Es una identificación total, que se puso de manifiesto ya en los primeros momentos del Cristianismo.

A Saulo le echa en cara, no que estuviera persiguiendo a los cristianos si no que le perseguía a Él.

Jesús, el Buen Pastor, quiere a cada oveja como si fuera la única. Nos busca uno a uno. Nos mira constantemente, segundo a segundo, para echarnos una mano en todo lo que necesitemos.

Le interesan todas las almas, tanto las débiles como las fuertes. Por eso dice la Escritura: «Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las enfermas».

Pero el texto habla también de las que aparentemente no lo necesitan: «a las gordas y a fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido» (Ez 34, 11-12. 15-17: Primera lectura).

La verdad es que, si nos miramos a nosotros mismos con sinceridad, es fácil que nos veamos de las que necesitan ayuda.

Pero es igual, porque Tú Señor, me cuidas independientemente de mi situación.

Jesús es un Rey con una capacidad muy grande de querer a sus súbditos y cuenta con unos medios extraordinarios para cuidarlos. Nos tiene presente día y noche.

No es que sea el ojo que nunca descansa, al estilo de Sauron en el Señor de los anillos, o del Gran Hermano en la novela 1984.

No es una vigilancia como si fuera un guardia que está pendiente de que no se le escapen los prisioneros.

Se parece más bien a la vigilancia de una madre que tiene un hijo pequeño y, aunque parezca que está distraída hablando con otra persona, siempre tiene un ojo sobre su niño, para que no le pase nada.

Podemos decir, por eso, que a los que se ponen bajo su protección no les faltará nunca de nada (cfr. Sal 22: responsorial).

Cualquier cosa que nos pasa le afecta. Sobre todo lo que nos pasa respecto a los demás. Es como las madres que lo que más quieren es que sus hijos estén muy unidos. Y les duelen más las peleas entre los hermanos que las ofensas que le puedan hacer a ella.

Por eso nuestro Padre Dios valora mucho la manera que tenemos de tratar a los demás.

Y nos juzgará del caso que les hemos hecho; del tiempo que les hemos dedicado.

De si nos hemos preocupado de su salud, de lo que les agobia, de sus alegrías, angustias, miedos, etc. De la amabilidad con que les hemos respondido.

–Nosotros, Señor, queremos tener los mismos sentimientos que tienes tú. Ayúdanos a verte en los demás.

–Ayúdanos tratarles bien porque, si lo hacemos así lo estamos haciendo contigo.

Venid, benditos de mi Padre ... cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.

Quizá podemos pensar que el Señor nos pedirá cuenta de cómo hemos tratado a los pobres, hambrientos, sedientos, ...

Y así será. Pero quiere que extrememos nuestra caridad con las personas que tenemos más cerca.

Nos va a pedir cuenta del respeto que hemos tenido con las personas de nuestra familia o de nuestro entorno profesional. Quizá del espíritu burlón y la crítica descontrolada que a veces nos domina.

De las pequeñas omisiones en detalles de cariño con los demás. De la cara de vinagre que lucimos con demasiada frecuencia, con la excusa de que estamos muy cansados.

¿Tú te imaginas al Señor con la cara hasta el suelo, porque no le han hecho caso en un pueblo de Galilea, o porque se ha cansado de andar por los caminos de Israel?

Y podemos preguntarnos: ¿cómo seré capaz de cambiar mi corazón, con lo lejos que está de parecerse al de Jesucristo?

La respuesta es muy sencilla: vamos a pedírselo: -
Señor, quítame el corazón de piedra que tengo a veces y dame un corazón de carne.

Desde luego que un corazón de carne sufre más. Porque le afectan más las cosas. Por eso, Señor, nos tienes que dar valentía para cambiar nuestro corazón.

Pedírselo y fijarnos en nuestro modelo, que es Jesús. Tratarlo más. Si le ponemos en primer lugar, lo demás sale prácticamente solo.

Si conseguimos que reine en nosotros, también reinará en los demás (cfr. 1Cor 15, 20-26.28: Segunda lectura).

Entonces querremos a todos. A los flacos y a los débiles porque nos daremos cuenta de que están necesitados. ¡Hay tanta gente necesitada de nuestra ayuda! No podemos cerrarles las entrañas.

Pero, insisto, no pensemos sólo en gente que hay por la calle. Hay gente necesitada a nuestro lado, viviendo en la misma casa que nosotros, acudiendo al mismo lugar de trabajo.

Y también a los que sean mejores y más fuertes que nosotros: a todos, porque a todos podemos ayudar.

Hay un dicho que se emplea y que tiene cierto sentido negativo. Cuando alguien mide a todos por el mismo rasero, independientemente de quién se trate, se suele decir que da café para todos. A todos por igual.

Se aplica, por ejemplo a mal médico que prescribe a todos sus pacientes la misma medicina, tengan lo que tengan: de hecho tiene las recetas preparadas en el bolsillo de la bata. Café para todos. Les guste o no les guste.

Eso es lo que nos puede pasar cuando nos da el volunto de servir a los demás a toda costa, porque nos lo hemos propuesto.

–Voy a servir el café: venga, café para todos.

Sin pensar que, a lo mejor hay alguien que lo quiere menos cargado, que prefiere leche sola o, simplemente que no quiere tomar nada.

Pero también se puede usar esa expresión en sentido positivo, si entendemos por café el amor que Dios nos da.

Darles a todos la misma intensidad de buen trato, de interés verdadero o preocupación sincera. Tratar bien a todos independientemente de quien sea.

–Desde ese punto de vista, Señor, ojalá que tengamos siempre café para todos.

Hay una ciudad en Italia donde tienen una costumbre muy curiosa. Al entrar en un bar y pedir un café, te puedes encontrar con la sorpresa de que no tengas que pagar nada.

Y es que, a veces, la gente de allí paga su café y otro más para el que venga, o por si entra algún pobre.

Es una costumbre agradable y simpática. Te vas del bar lleno de optimismo y de un buen café, como es el de esa tierra, y además gratis, que sienta mejor.

Es gracioso porque, en esa ciudad italiana, muchos, cuando entran al bar preguntan directamente al camarero: ¿hay algún café pagado?

Los pobres siempre lo hacen. Y si no lo hay, les invitan directamente.

El corazón que mejor se ha identificado con el de Jesús es el de su Madre, nuestra Madre.

Cada sábado le decimos:
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia.

Como su hijo, ejerce su reinado a través de la misericordia.

Aprendamos de Ella a querer a todos los que entren en nuestra vida: a los altos y a los bajos, a los guapos y a los feos, a los de nuestro país y a los extranjeros, a los ricos y a los pobres.

Porque en todos, con su ayuda, veremos a Jesús.

EL GRAN DIVORCIO

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El año litúrgico acaba con la fiesta de Cristo Rey. Porque Jesús es el Señor de la Historia.

Por eso hoy le decimos a Dios:

Haz que toda la creación, liberada del pecado, sirva a tu majestad (oración colecta).

Efectivamente, todo sirve a Dios, no sólo las cosas que llamamos buenas. Incluso los personajes más siniestros acaban sirviendo para que el Señor realice el bien.

Por eso Teresa de Jesús cantaba:

Nada te turbe
nada te espante
todo se pasa
Dios no se muda...

Un amigo Libanés me contaba la historia de un rey que pidió a uno de sus consejeros un lema para su escudo.

Al poco tiempo, este monarca tuvo que huir asediado por sus enemigos. Y el consejero le dijo que ahora necesitaría de su lema. Estaba escrito en su escudo de armas y decía: pasará.

Años después volvió el rey a su país con gran jubilo y gloria. Y el consejero entonces le dijo: –Majestad, no olvide que esto también pasará.

Todo pasa, pero Dios no, y todo lo utiliza para hacernos mejores.

Decía San Pablo que para los que aman a Dios todas las cosas sirven para el bien.

Porque Dios tiene todo amarrado. Es el Rey de la Historia humana: de la historia de las naciones, y también de nuestra pequeña historia personal.

Tu, Señor, me guías por el sendero justo (cfr. Salmo Responsorial: 22).

Dios tiene presente todo lo que ocurre en el mundo. No se le escapa nada.

Además nada puede vencerle. El mal no podrá triunfar, aunque a veces dé la impresión de que esté acabando con el bien.

Esto sucedía en La historia interminable, en la que parecía que la nada acabaría invadiendo el Reino de Fantasía, gobernado por la Emperatriz infantil.

Pero el pecado, el mal, la nada, no tienen la última palabra. Incluso el Diablo, esa criatura maléfica por cuya causa entró el pecado en el mundo, es utilizado por Dios: es un instrumento de Dios, aunque le pese.

Lo mismo que un agricultor se sirve del abono, Dios se sirve del excremento de Satanás, que es el dolor, la mentira, el pecado, para que sus hijos maduren.

El Diablo no es el que tiene la última palabra. Aunque parezca que Dios está vencido y que el enemigo ha obtenido la victoria, el Señor nunca pierde.

Y cuando parece que pierde, es cuando más gana.

A veces Satanás se lleva su trofeo –en el caso de Troya, los vencedores se llevaron la escultura de un caballo– pero precisamente eso es lo que hace que el enemigo sea derrotado.

En la verdadera historia humana Satanás pensó que había derrotado al mejor de los hombres, interviniendo para que lo condenaran a morir crucificado.

Al mismo que proclamaban como Rey de los judíos, el Demonio consiguió que lo coronaran de espinas.
Y que en lugar de sentarle en un trono, le tumbaran y clavasen en un patíbulo de condenado.

El Demonio pensó que ése sería el trofeo de su victoria, y precisamente fue la señal de su derrota más apabullante.

Jesús era Hombre, pero también Dios; y su sacrificio sirvió para reconciliar al hombre consigo mismo y con Dios.

El sacrificio de Jesús en la cruz fue utilizado por Dios.

Y eso lo renovamos hoy en la santa Misa. Por eso le decimos en el ofertorio:

Al ofrecerte el sacrificio de la reconciliación humana, te rogamos, Señor, que Jesucristo, tu Hijo, conceda a todos los pueblos los bienes de la unidad y la paz.

Y en el prefacio decimos que Jesús «es la víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz»

Porque el Señor actúa en silencio, como hacían los soldados griegos mientras dormían los troyanos.

Que Dios haga las cosas sin ruido no quiere decir que no se entere de lo que esté pasando. Sino que todo lo gobierna con sabiduría y misericordia, como debe hacer un padre con sus hijos.

Así gobierna el Señor la historia de los hombres. Y hoy nos fijamos en el final: Jesús reinará.

El género humano empezó con un hombre que quería ser Dios. Y la historia terminará con la llegada de un Dios que ha querido hacerse Hombre.

Será la Segunda venida de Cristo, que no se sabe cuando sucederá. Lo que sí se sabe es que lo hará como Señor. Y, entonces, pondrá todo en su sitio.

Por eso nos dice San Pablo: «si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida» (1Cor 15,20-26ª.28: Segunda lectura de la Misa).

Cristo vendrá como Dios, como Señor, como el Pastor de su Pueblo. Todas son ovejas suyas. Las que se portan bien y las que se portan mal.

Nosotros mismos hay veces que somos como la oveja negra; y otras, de las que son dóciles al pastor.

David, en el Salmo 22, dice que verdaderamente el Señor es el pastor de cada uno de nosotros (cfr. Responsorial de la Misa).

Este profeta que, además era rey de Israel, en su juventud se había dedicado a cuidar un rebaño y describe a Dios así.

Y otro profeta, Ezequiel, nos habla de que el Señor juzgará a sus ovejas (Primera lectura de la Misa: 34,11-12.15-17). Porque
nos ha hecho libres: nadie nos obliga a hacer el bien.

Y si hacemos el mal también es porque nosotros queremos.

La primera oveja del rebaño, Adán, quiso ser como Dios. Quiso sustituirle.

Nosotros también tenemos esa tendencia y, a veces, ignoramos al pastor y no contamos con Él; incluso le desobedecemos.

En este aspecto, el Señor es claro, como se lee en el Evangelio (de la Misa: Mt 25,31-46): «Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros». Jesús nos habla de una separación.

Separará lo bueno de lo malo. No quedará mezclado, como está ahora.

Pero no pensemos en los buenos y en los malos, como si los malos fueran los otros.

Porque la línea divisoria entre el bien y el mal no está en ningún meridiano o paralelo, la línea divisoria está en nuestro corazón.

Cuando nuestro Rey venga, todo se aclarará, y pondrá orden en este inmenso rebaño de la humanidad.

Todo esto me recuerda a un libro que escribió un autor inglés que llevaba por título «El matrimonio entre el cielo y el infierno», en el que hablaba de que al final habrá una alianza entre Satán y Miguel, entre las cabras y las ovejas.

Y a este libro le respondió otro autor con una novela titulada «El gran divorcio». La titula así porque no puede haber ningún tipo de matrimonio entre el bien y el mal.

No se arregla el error de una suma, pasándolo por alto y siguiendo sumando: hay que rectificar el fallo, ir donde está el error y corregirlo, si no, el resultado es falso.

El mal ha de ser corregido, y es bueno que lo hagamos ahora que tenemos –¡cosa curiosa!– tiempo.

El amigo libanés del que hablé antes me contó otra historia.

La de un hombre que entró en el despacho que Dios tiene en el cielo. Y sobre la mesa vio unas gafas: las gafas de Dios.

Y este hombre no resistió la tentación de ponérselas, pensando que Dios no le veía en ese momento, porque estaría atendiendo otros asuntos.

Y al ponerse las gafas vio toda la malicia de los hombres: asesinatos, crímenes... un cúmulo inmenso de barbaridades.

Pero el Señor sí lo vio y le dijo:
–¿Qué haces poniéndote mis gafas?

El hombre respondió con una pregunta, como suele hacer un hijo con su padre:

Señor, ¿cómo aguantas tanta malicia?

Y Dios le respondió: –
No debiste mirar, porque si quieres ver con mis gafas tienes que tener también mi corazón.

Efectivamente, el Señor ve la malicia del corazón del hombre, de todos los hombres que hemos existido. Y utiliza su misericordia para vencer el mal.

El mal ha de ser vencido y es el bien el que lo derrota.

«Jesús Nazareno, Rey». Eso es lo que leían los que contemplaban al Señor crucificado. La prueba más grande de la misericordia de Dios. Un Dios que es capaz de hacerse hombre y morir.

Todos veían a un hombre derrotado, menos la Virgen, que veía con las gafas de Dios, porque tenía también su corazón.

domingo, 9 de noviembre de 2008

AMA

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El libro de los Proverbios alaba a una mujer que trabaja con profesionalidad, que actúa con previsión.

Una mujer así «vale mucho más que las perlas», dice el texto (Primera lectura: 31,10-13.19-20.30-31).

No hace falta trabajar en una multinacional para ser la mujer ideal. San Josemaría decía que una persona que es ama de casa sabe de muchas cosas.

Sabe de electrónica, porque tiene que entender los electrodomésticos modernos, que no son nada sencillos. Incluso, y esto no lo decía San Josemaría porque entonces no era tan necesario, saben de informática: manejar un ordenador, buscar cosas que le interesan en Internet, comprar
on line.

Sabe de psicología, porque trata al marido o a los niños dependiendo del día que tengan, porque los ve venir. Cuántas veces, con sólo mirar a la cara a un hijo le ha dicho: –a ti te pasa algo... y siempre aciertan.

Sabe también de números, porque como no puede estirar el brazo más que la manga, tiene cuidado de los gastos. Sobre todo ahora que todo se ha puesto económicamente más difícil y hay que hacer equilibrios para llegar a fin de mes.

Una mujer que lleva bien su casa vale mucho, es un tesoro. No solo lo puede ser una que tiene un trabajo de traje de chaqueta, o sea de bombo y platillo. Todos los trabajos honrados, si se hacen bien, cara a Dios, valen muchísimo. Aunque aparentemente sea un trabajo escondido, sin brillo... como los cimientos de un edificio, que lo sostienen, pero que nadie los admira.


Y es que todos los trabajos honrados, si se hacen bien, cara a Dios, valen muchísimo. Independientemente de la admiración que levanten entre los hombres. Todo depende del amor al Señor que se ponga.

Entonces da igual ser el rector de una universidad, un ministro o un premio nobel que un ama de casa, un campesino o un enfermo, que también es un trabajo.

Porque nuestra vida corriente tiene mucha trascendencia: no da igual hacer una cosa o no hacerla. No da igual una chapuza que una obra bien acabada. Todo lo que hacemos tiene consecuencias buenas o malas.

Me contaban ayer de la concejala de obras públicas de un pueblo de la vega de Granada. Lleva en el cargo más de 25 años. Ha pasado por ayuntamientos de todos los colores. Y sigue ahí, precisamente por su honradez.

Como comprenderás, no se trata sólo de no hacer cosas malas, sino de trabajar bien. Cuando uno trabaja bien, los demás lo notan y, como el bien es difusivo, eso se pega.

Es más fácil fiarse de una persona que trabaja con seriedad, cuidando las cosas, porque todo lo que diga será tenido en cuenta.

En cambio los superficiales que no son capaces de profundizar en las cosas, no tiene mucho peso entre sus compañeros, porque lo que dicen también será entendido como superficial.

Trabajar bien no sólo lo valora Dios, también lo valoran los demás.

El Señor, en el Evangelio, habla de la fidelidad en lo poco, en lo cotidiano, en lo que podemos hacer, no en lo imaginario (cfr. Mt 25,14-30).

Hay personas que están llenas de proyectos. Y tienen tantos que al final no hacen ninguno. Parece que viven de ilusiones. Teorizan mucho y hacen poco.

Les pasa como a la del cuento de la lechera. Que iba soñando con las cosas que haría y, en uno de sus alegres saltos, el cántaro se estrelló contra el suelo.

El cuento termina diciendo: no anheles impaciente el bien futuro: mira que ni el presente está seguro.
Una de las acusaciones que se ha hecho a los cristianos, y a veces con razón, es que miramos demasiado a la otra vida y demasiado poco a este. A eso se refería Marx cuando decía que la religión es el opio del pueblo.

Es bueno tener en la cabeza el premio futuro. Pero eso nos tiene que llevar a poner más cuidado en lo que hacemos.

Si somos buenos en la vida diaria, Dios nos promete el Cielo. Por eso, no hay que esperar cosas extraordinarias, que nos apartarían de lo verdaderamente importante.

–Señor que aprovechemos lo cotidiano para quererte.

Algunos cristianos de Tesalónica, pensando que el Señor iba a volver pronto, descuidaban el día a día. Y San Pablo les dice que la llegada del Señor no se sabe cuando será (1Ts 5,14-30: Segunda lectura de la Misa).

Sería como dejar de trabajar con la esperanza de que, dentro de unos meses, nos tocara el gordo de Navidad.

Cada día que pasara sería peor. Y cada gordo que perdiéramos, la ruina. Gastaríamos dinero sin estar cuidando lo importante: el trabajo.

La venida del Señor no sabemos cuando será, pero lo que sí sabemos es que hay que darle valor al presente. Porque «el ahora» es lo que nos une a la eternidad.

–Señor, por ti madrugo. Tú eres mi Dios en todos los momentos del día.

Cada cosa que hacemos tiene un valor eterno. Si se hacen por amor a Dios, el amor les da esa eternidad.

Es el mismo valor que le da una madre a la mesa preparada con cuidado por una de sus hijas. Así ve el Señor nuestro trabajo bien hecho, porque nos acerca más a Él.

Los caminos que Dios ha preparado para alcanzar la meta son: la puntualidad en el estudio, atender en clase (sobre todo en la asignatura que menos gusta), no ser desagradable con los demás, hacer favores, limpiarse los zapatos, hacerse bien la cama, etc.

–Señor, quiero agradarte con mi vida ordinaria (cfr. Salmo responsorial)

La Virgen no hizo milagros, pero le alegraba el día a Dios cuando era fiel al echarle sal al arroz y darle de comer a las gallinas.

Ella, en la vida corriente, estaba unida al Señor. Su único miedo era que algo le separara de Él: éste es el verdadero temor de Dios, de qu nos habla el salmo (127: Responsorial). María no cayó en el error de separar a Dios de la vida diaria.

Cuando estudiaba en la universidad, un profesor preguntó a las chicas que estaban en clase sobre el significado del titulo de una revista, «Ama», que por entonces leían muchas españolas:

–«Ama», ¿viene de amar o de ama de casa?

No supieron responderle... Y en el fondo daba igual. Porque la verdadera ama de casa es una persona que sabe amar... porque sabe estar en lo menudo.

Por eso la Virgen cuando estaba en los detalles era el «ama». Y no es de extrañar que cuando el Señor inspiró el libro de los Proverbios, donde se habla de la mujer 10, pensara en su Madre.

EL FAISÁN DORADO

El profeta Joel nos dice que nos convirtamos al Señor de corazón (Joel 2, 12-18: Primera lectura de la Misa). O sea, de verdad.

Para eso recomienda que nos rasguemos los corazones.

Aunque en esa época lo normal era rasgarse las vestiduras, ya el Señor a través del escritor sagrado nos habla del corazón.

Para que nos quede muy claro que Dios le da más importancia a lo de dentro que a lo de fuera, a lo que pasa en nuestro interior que a lo que se ve desde el exterior.

Justamente en eso consiste la conversión, en transformar nuestro interior... y luego ya vendrá alguna repercusión externa.

Seguramente tendrás la experiencia de que te hayan prestado un coche.

Lo mínimo es devolverlo lleno de gasolina y limpio... por dentro y por fuera.

Aunque hay gente que no hace ninguna de estas tres cosas. Hay otros que le echan gasolina. Sólo los muy detallosos te lo devuelven limpio por fuera: lo levan a un túnel de lavado a costa de unos eurillos.

Pero devolverlo limpio por dentro, eso está reservado a la aristocracia de las buenas maneras.

Y es que las cosas, para que queden bien limpias, hay que abrirlas, sacar las alfombrillas, pasar bien el aspirador y si se puede un limpia–tapicerías.

Y como la conversión es algo difícil, vamos a pedírselo al Señor.

Lava del todo mi delito, le decimos con el salmo (cfr. 50: salmo responsorial).
Cambia mi interior.

Hay un punto de lucha que tiene prácticamente todo el mundo. Y es precisamente el de la imagen interior.

Hay mucha gente que funciona por comparación. No sólo haciendo realidad el famoso dicho ¿donde va Vicente? Donde va la gente, sino porque están constantemente pendientes de lo que piensan los demás.

Y van agobiados por la vida, sin ninguna naturalidad. Todo termina siendo postizo, porque participan de la cultura de la imagen.

Cuentan que en las pandillas de adolescentes se da mucho este fenómeno. Porque tienen una gran necesidad de sentirse integrados. Y quien no vista, se comporte, hables, fume y beba como el resto del grupo es automáticamente rechazado.

Eso en los adolescentes, puede tener su razón de ser, por la inseguridad que padecen.

Pero es que resulta que nos puede ocurrir a cada uno de nosotros.

Seguramente no nos pasará descaradamente, pero todos tenemos la tendencia a preocuparnos más de lo que aparentamos, de lo que piensen los demás, que de lo que somos realmente.

Sin tener en cuenta que lo que más importa es lo que piense el Señor, que es quien nos quiere y quien es capaz de hacernos felices.

Vamos a hacer el propósito de vivir sólo cara a Dios. Eso cuesta porque, si nos descuidamos, se nos olvida y nuestro yo va tomando posiciones cada vez más avanzadas.

Satanás sabe que la vanidad, el buscarse a uno mismo, puede destruir, a veces totalmente, lo que podría haber sido una obra de santidad.

¡Qué pena que, después de habernos esforzado por hacer las bien, poniendo mucho sacrificio y esfuerzo quizá, todo eso no sirviera para nada por haberlo hecho buscándonos a nosotros mismos!

Y esto no es una exageración. Es importante saber que una intención torcida destruye las mejores acciones. Es tremendo estar haciendo cosas buenas que no tengan ningún provecho.

Es fuerte pensar que de todo eso quedará sólo humo en muy poco tiempo: nada para la eternidad. ¡Qué fracaso haber perdido tanto por tan poco!

Si el fin de lo que hacemos no es Dios, pierde todo su valor. Sin rectitud equivocamos el camino.

Por eso, ¡qué bien nos viene repetir cada día:

Inspira, Señor, nuestras acciones
y dirígelas con tu gracia,
para que todo cuanto emprendamos
lo iniciemos en tu nombre
y podamos llevarlo a término por tu amor.
Por nuestro Señor Jesucristo!
(Colecta del jueves después de ceniza)

Esa es la oración que dirigimos ahora al Señor: que sea Él el principio y el fin de todo lo que hacemos, oración y trabajo.

Más: que convirtamos el trabajo en oración y la oración en trabajo gracias a nuestra rectitud de intención.

Y el fruto de todo este juego de conceptos (trabajo, oración...) será que convertiremos el trabajo y la oración en apostolado.

Porque si rectificamos la intención, todo lo nuestro será obra de Dios.

Cuentan de los grandes maestros de pintura que, cuando ya estaban consagrados, tenían una serie de artistas menores a su servicio que les hacían todo el trabajo duro.

Ellos pasaban después y daban algunas pinceladas y ponían la firma.

Señor, queremos trabajar para Ti, de manera que, con alguna pincelada, el resultado sea obra tuya.

Poca gente puede decir que hace las cosas sin vanidad, con una intención totalmente recta. Los santos.

Por eso a ninguno nos cuesta decirle al Señor: conozco mi iniquidad y mi pecado está siempre delante de mí.
Conozco mi vanidad, siempre está dentro de mí, ayúdame a combatirla.

A veces, que alguien elogie lo que hemos hecho sirve para seguir luchando. Pero esas palabras bonitas debemos dirigirlas con sencillez al Señor. Como hacía Antonio Bienvenida:

Señor, para ti toda la gloria.

Una cosa es recibir un elogio, y otra, buscarlo o vivir de eso. Quizá no lo haremos expresamente:
oye, ¿no te gusta lo que he hecho, que no me dices nada?

Pero al mejor sí que de un modo indirecto lo estamos buscando: sacándolo en la conversación, poniendo cara de mártires, dejando que se nos meta el perfeccionismo...

El otro día me dieron un dato que me hizo pensar: en una oficina, cuando llegó la era informática los que trabajaban allí pensaban que iban a tener menos trabajo, incluso había el riesgo de reducir la plantilla.

Todo lo contrario: trabaja el mismo número de gente, no tienen un minuto libre y a penas les cunde más.

La causa es que con tantas posibilidades que da el ordenador, querían hacer las cosas de manera que quedaran lo mejor posible y tardaban horas en elegir el tipo y el tamaño de la letra, el color, los párrafos, es interlineado, los márgenes, las cursivas, las negritas... es decir todos los botoncitos que tiene el Microsoft Word en las barras de herramientas.

Y cuantas más posibilidades, más tiempo se pierde. Cosa que antes no ocurría porque las máquinas de escribir escribían y punto.

Ya me entiendes: no se trata de despreciar los adelantos técnicos ni de conformarnos con hacer una chapuza. Pero ¿no es verdad que, a veces se nos va el tiempo buscando la presentación ideal, porque buscamos la alabanza más que la gloria de Dios?

Trabajaremos con la mejor perfección posible por el Señor.

No vaya a ser que, lo que debía ser motivo para dar gloria a Dios, nos separa de Él.

Nosotros no trabajamos por cuenta propia. No nos rendimos cuentas a nosotros mismos.

San Pablo nos llama embajadores del Señor. Y nos exhorta a que no recibamos en vano la gracia para hacer cosas buenas, «a no echar en saco roto la gracia de Dios» (2Cor 5,20-6,2: segunda lectura).

Lo del saco roto no deja de ser una traducción de lo que dice San Pablo con una expresión coloquial. Pero es bastante gráfico: en un saco roto, cabe todo lo que queramos echar. Y no se queda nada, se pierde todo.

Pues nuestra alma es un saco roto cuando se nos meten otras intenciones distintas al amor de Dios... que no sen más que manifestaciones de amor propio.

Por eso ahora le pedimos al Señor: Crea en mi, oh Dios, un corazón puro (Sal 50: responsorial).

Muy claro habló Jesús cuando nos advirtió: Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean. (Mt 6, 1, Evangelio de la misa del día).

Los que actúan por vanidad consiguen lo que buscan: una mirada de aprobación, un gesto admirativo, una palabra animante, pero nada más.

Hombre, eso es agradable, a todos nos gusta. Como a los adolescentes de los que hablábamos antes: nos sentimos integrados en el grupo... Pero eso deja muy poco surco.

Con quien nos tenemos que integrar es con Dios. Porque sus obras dejan huella, en nuestra alma y en las de los demás. Por eso, sólo la rectitud de intención tiene fecundidad apostólica.

Y yo creo que todos lo hemos tocado con las manos. Está bien que nos animen a lanzarnos, nos ayuda. Pero cuando nuestro apostolado depende de los empujones que nos dan, es muy probable que lo hagamos para responder a esos estímulos, más que por el Señor. Y así se retrasan los frutos.

Además, con el pasar del tiempo, como tenemos miserias, tarde o temprano salen a relucir y, entonces, nos venimos abajo.

San Josemaría cuenta en una de sus homilías la fábula de un campesino al que regalaron un faisán dorado. Después del primer momento de alegría y sorpresa, el dueño no encontró otro sitio donde meterlo que en el gallinero.

Las gallinas, admiradas de su belleza, giraban a su alrededor, con el asombro de quien descubre un semidiós.

En medio de tanto jaleo sonó la hora de comer y, al echar los primeros puñados de grano, el faisán se lanzó con ansia para llenarse el buche.

Al ver las gallinas que aquel prodigio de hermosura comía con la misma necesidad del animal más corriente, se liaron a picotazos contra el ídolo caído, hasta arrancarle todas las plumas.

Así de triste es el desmoronamiento del vanidoso, del que se cree superior y actúa cara a los demás.

Y decía este Santo:
«Sacad consecuencias prácticas para vuestra vida diaria (…), y rechazad el ridículo engaño de que algo os pertenece, como si fuera fruto de vuestro solo esfuerzo.

»Acordaos de que hay un sumando –Dios– del que nadie puede prescindir».
(Amigos de Dios, n. 113).

No podemos olvidar que si tenemos éxitos es por el Señor. Si vivimos así, cara a Dios, nunca perderemos la alegría, aunque las cosas no salgan como esperábamos.

–Señor danos la alegría de hacer las cosas para tu gloria.

Lo expresa muy bien San Josemaría cuando escribió:
«Pureza de intención. –Las sugestiones de la soberbia y los ímpetus de la carne los conocemos pronto... y peleas y, con la gracia, vences.

»Pero los motivos que te llevan a obrar, aun en las acciones más santas, no te parecen claros... y sientes una voz allá dentro que te hace ver razones humanas...,

»con tal sutileza, que se infiltra en tu alma la intranquilidad de pensar que no trabajas como debes hacerlo –por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria.

»Reacciona enseguida cada vez y di: "Señor, para mí nada quiero. –Todo para tu gloria y por Amor"»
(Camino, n. 788).

Qué buena jaculatoria para repetirla muchas veces:
–Señor, para mí nada quiero. Todo para tu gloria y por Amor.

La Virgen tenía muchos motivos para presumir: todo lo que hizo lo hizo bien, como Jesús.

De María se han dicho maravillas. Hasta Ella misma dijo que sería la mejor de entre todas las mujeres. Y es verdad. El motivo fue que no actuó ella sino que dejó actuar a Dios.

Y el Señor, gracias a su rectitud de intención, pudo hacer en ella cosas grandes.

FORO DE MEDITACIONES

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