-Señor mío y Dios mío. Vamos empezar nuestra meditación haciendo el mismo acto de fe que hizo famoso aun especialista en la incredulidad.
Le pedimos ahora al Apóstol incrédulo Tomás que nos ayude, porque no hay cosa más valiosa como un acto de fe: vale más un solo acto de fe que toda la riqueza del mundo.
Nuestro enemigo se resiente cada vez que hacemos un acto de fe, porque lo que él busca es que se debilite. Va en busca de ese trofeo.
Pare eso ataca la pureza, o la fidelidad a nuestra vocación, pero lo que en verdad le interesa es nuestra fe. Porque las heridas contra la fe son mortales. Sin la fe somos como superman rodeado de criptonita.
O por decirlo positivamente con ella estamos revestidos de una armadura que no hace indestructibles.
–Fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: Espíritu Santo, fortalece mi corazón contra la falta de fe.
Es bueno que meditemos que Dios se ha querido hacerse hombre. A veces contemplarlo llorando. Pero no sólo con lágrimas de niño.
Jesús hombre que llora según nos cuenta San Lucas. Son lágrimas de impotencia. Porque un hombre aunque sea Dios no puede actuar cuando falta fe, su poder se detiene.
El Señor para hacer milagros no busca gente con buen pico, con labia, que tenga palabrería, sino corazones, quizá pequeños e inútiles pero que se fían de Dios.
Un día vino a Jesús un leproso, que rogándole de rodillas le decía: –Si quieres, puedes limpiarme.
Y Jesús, compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo: –Quiero, queda limpio (Mc 1, 10-41).
Los grandes milagros se llevan a cabo por fe. Por eso vamos a pedirle ahora a Jesús, que nos la aumente: –¡Señor, auméntame la fe!
Viene a Jesús una persona como tú y como yo y le ruega: –si quieres, puedes cambiarme.
Ojalá oigamos también aquellas palabras de nuestro Señor: –quiero. Un Dios poderoso, omnipotente que dice «quiero» porque encuentra que aquel leproso se fiaba sin ver.
Porque no olvidemos que la fe se aumenta y se ejercita. Sobre todo cuando no se ve nada, y los obstáculos se ponen a decirnos: si no vemos no creemos.
San Josemaría y todo los grandes santos han sido personas que han vivido sin ver, y han esperado muchas veces contra toda esperanza.
Necesitamos una fe como la de Abrahán, que con una edad respetable no tuvo inconveniente en cambiarse de región, porque el Señor se lo pidió.
Y cuando tenía 70 años todavía se creía que iba a tener un hijo de su mujer, que también era bastante mayor... su mujer se reía.
Y luego cuando por fin tiene el hijo, nuestro Señor manda que lo sacrifique...
–Señor, ilumina mi entendimiento para que de cuenta de que no estoy solo ante las dificultades.
Por eso no podemos dejarnos dominar por el peso de los problemas.
Pensamos ahora en Jesús y en María, para acabar la meditación. Primero en el santo Patriarca: nuestro Padre y Señor. Cuánta oscuridad a veces. Pero él es humilde: no olvidemos que la fe esa la humildad de la inteligencia que se somete a Dios.
Aprovecha mucho considerar que la Sagrada Familia vivía una vida del todo ordinaria. La Virgen Santísima y San José sabían perfectamente que Jesús era Dios, pero a pesar de todo se les ocultaban grandes maravillas, y vivirían como nosotros: vida de fe.
San Lucas nos dice (XI, 5) que los padres de Jesús no comprendieron el sentido de la respuesta de su Hijo. Y también (XI, 3): su padre y su madre escuchaban con admiración las cosas que de Él decían.
Sólo en la tierra podemos tener vida de fe: feliz seremos cuando nos fiemos de Dios como María.
Le pedimos ahora al Apóstol incrédulo Tomás que nos ayude, porque no hay cosa más valiosa como un acto de fe: vale más un solo acto de fe que toda la riqueza del mundo.
Nuestro enemigo se resiente cada vez que hacemos un acto de fe, porque lo que él busca es que se debilite. Va en busca de ese trofeo.
Pare eso ataca la pureza, o la fidelidad a nuestra vocación, pero lo que en verdad le interesa es nuestra fe. Porque las heridas contra la fe son mortales. Sin la fe somos como superman rodeado de criptonita.
O por decirlo positivamente con ella estamos revestidos de una armadura que no hace indestructibles.
–Fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: Espíritu Santo, fortalece mi corazón contra la falta de fe.
Es bueno que meditemos que Dios se ha querido hacerse hombre. A veces contemplarlo llorando. Pero no sólo con lágrimas de niño.
Jesús hombre que llora según nos cuenta San Lucas. Son lágrimas de impotencia. Porque un hombre aunque sea Dios no puede actuar cuando falta fe, su poder se detiene.
El Señor para hacer milagros no busca gente con buen pico, con labia, que tenga palabrería, sino corazones, quizá pequeños e inútiles pero que se fían de Dios.
Un día vino a Jesús un leproso, que rogándole de rodillas le decía: –Si quieres, puedes limpiarme.
Y Jesús, compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo: –Quiero, queda limpio (Mc 1, 10-41).
Los grandes milagros se llevan a cabo por fe. Por eso vamos a pedirle ahora a Jesús, que nos la aumente: –¡Señor, auméntame la fe!
Viene a Jesús una persona como tú y como yo y le ruega: –si quieres, puedes cambiarme.
Ojalá oigamos también aquellas palabras de nuestro Señor: –quiero. Un Dios poderoso, omnipotente que dice «quiero» porque encuentra que aquel leproso se fiaba sin ver.
Porque no olvidemos que la fe se aumenta y se ejercita. Sobre todo cuando no se ve nada, y los obstáculos se ponen a decirnos: si no vemos no creemos.
San Josemaría y todo los grandes santos han sido personas que han vivido sin ver, y han esperado muchas veces contra toda esperanza.
Necesitamos una fe como la de Abrahán, que con una edad respetable no tuvo inconveniente en cambiarse de región, porque el Señor se lo pidió.
Y cuando tenía 70 años todavía se creía que iba a tener un hijo de su mujer, que también era bastante mayor... su mujer se reía.
Y luego cuando por fin tiene el hijo, nuestro Señor manda que lo sacrifique...
–Señor, ilumina mi entendimiento para que de cuenta de que no estoy solo ante las dificultades.
Por eso no podemos dejarnos dominar por el peso de los problemas.
Pensamos ahora en Jesús y en María, para acabar la meditación. Primero en el santo Patriarca: nuestro Padre y Señor. Cuánta oscuridad a veces. Pero él es humilde: no olvidemos que la fe esa la humildad de la inteligencia que se somete a Dios.
Aprovecha mucho considerar que la Sagrada Familia vivía una vida del todo ordinaria. La Virgen Santísima y San José sabían perfectamente que Jesús era Dios, pero a pesar de todo se les ocultaban grandes maravillas, y vivirían como nosotros: vida de fe.
San Lucas nos dice (XI, 5) que los padres de Jesús no comprendieron el sentido de la respuesta de su Hijo. Y también (XI, 3): su padre y su madre escuchaban con admiración las cosas que de Él decían.
Sólo en la tierra podemos tener vida de fe: feliz seremos cuando nos fiemos de Dios como María.
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