A la vez, Dios estaba muy pendiente de Ella, la Trinidad la miraba y cuidaba a cada minuto, la quería con un amor único e irrepetible…La Virgen hacía su vida corriente en un pueblo pequeño, en una cortija de una región de Israel.
Era una Niña muy piadosa, muy unida a Dios, no tenía pecado original. En silencio, sin llamar la atención, vivía siempre cerca del Señor.
Llegó el día de la Encarnación. Dios envió a su Arcángel para preguntarle si estaba dispuesta a ser su Madre y poder así bajar a la tierra… No le pidió permiso al rey de Israel, ni a los sacerdotes, ni a los doctores, ni a ningún poderoso de este mundo, pero sí se lo pidió a una Niña… una Niña que era la bendita entre todas las niñas…
¿Te acuerdas de lo que ocurrió cuando Jesús se preparó para entrar en Jerusalén? Les dijo a sus discípulos que fueran a una aldea cercana: id a la aldea de enfrente, y encontraréis enseguida un borrico, desatadlo y traédmelo.
Como iban a por un animal que no era suyo, Jesús les previene: si alguno os dice algo, contestadle que el Señor lo necesita...
El Señor necesitó –si podemos hablar así– de María para venir al mundo ¿Hay mayor argumento que ese? Señor si tú me necesitas ¿cómo voy a decirte que no?
La fiesta que celebramos esta semana es la Presentación de la Virgen. Desde que tuvo uso de razón sabía que pertenecía a Dios en cuerpo y alma. La Iglesia celebra la entrega que hizo de sí misma cuando todavía era Niña.
Desde muy joven le dijo al Señor: ¡aquí estoy para lo que quieras! Y el Señor le tomó la palabra, le fue pidiendo cosas y Ella siempre se las daba.
En la catedral de Granada hay unos cuadros de un famoso pintor que representan diversos momentos de la vida de la Virgen.
Primero está el de su nacimiento y después el de La Presentación de María en el Templo. Aparece María con siete u ocho años subiendo unas escaleras dentro del Templo de Jerusalén bajo la atenta mirada de sus padres, San Joaquín y Santa Ana. En lo alto de la escalera le espera un Sumo sacerdote que representa a Dios. Fue como el acto oficial de lo que ya sabía: que pertenecía totalmente al Señor.
–Señor haznos generosos ahora, cuando todavía somos jóvenes…
–Señor, Tú no necesitas de mis éxitos. Quieres nuestro corazón, como quisiste el de la Virgen.
María sabía que siempre había sido de Dios. Lo tenía tan claro que defendió su postura incluso ante una criatura celestial como es un Arcángel, por eso le preguntó: ¿Cómo se hará esto pues no conozco varón?
Ella pensaba que su entrega a Dios iba a ser de otra forma. Pensaba que no iba a ser madre y Dios le cambió los planes.
Le entregó al Señor lo que a una mujer judía más le costaba, lo que más apreciaba y deseaba: su maternidad. Y Dios no dejó de premiarle, le devolvió lo que había entregado multiplicado por millones: la hizo Madre de todos los hombres.
El Señor cuando pide algo es para darnos mucho más. Y cuanto más pide, más nos das. Por eso, María es la mujer a quien más personas han llamado Madre en todo el mundo, y la criatura a la que Dios ha querido más.
–Señor, que me fie de ti porque tus caminos son los mejores.
Un artista suizo (Holman Hunt) pintó un cuadro que representaba a Jesús en un jardín al oscurecer.
Con la mano derecha, Jesús está llamando a una puerta pesada y oscura. Cuando el pintor mostró el cuadro por primera vez en una exposición, un visitante echó en falta un detalle.
–En el cuadro hay un fallo –dijo–, la puerta no tiene manilla para abrirla.
–No es un error –respondió el pintor–, en este cuadro he querido representar la puerta del corazón humano. Y este se abre sólo desde dentro.
Nuestro corazón es así. Si no lo abrimos desde dentro, el Señor no puede entrar, y no entra. Se marcha a otra puerta.
–Señor, que no te hagamos esperar cuando nos llames.
He aquí, dice la Escritura, que estoy a la puerta y llamo, si alguno me abre entraré y cenaré con él, y él conmigo.
Jesús nos ofrece contínuamente su amistad, pero nosotros tenemos que responderle. En el Evangelio se ve a los que abrieron la puerta, como aquel niño que se desprendió de sus panes y de sus peces, o la viuda que echó todo lo que tenía en la hucha del templo, la mujer del frasco de perfume, Nicodemo, José de Arimatea, los Magos, los pastores…
Pero también encontramos a otros que no la abrieron como el joven rico o los de la posada de Belén que no le dejaron pasar…
Cuentan que un día estaba una niña en una iglesia, de pie, delante de una imagen de la Virgen con el Niño Jesús en los brazos.
Allí solía acudir diariamente para pedirle que le ayudará a descubrir lo que el Señor esperaba de ella.
Solía pedir así: Madre mía, casadita o monjita. Y así pedía un día y otro.
Hasta que, por fin, un día, el Niño le contestó: Monjita, monjita. Y la niña le dijo: Calla Niño, que estoy hablando con tu Madre.
He aquí que estoy a la puerta y llamo…
–¡Señor que no endurezcamos nuestro corazón, que estemos atentos a tu voz!
¡Qué grande se hace un corazón, una vida, cuando Jesús entra! Vale la pena abrirle las puertas… Nos lo dijo Juan Pablo II cuando nos repetía casi gritando: abrid las puertas a Cristo, no tengáis miedo.
–Señor, quiero tener un corazón grande aunque mi cuerpo sea pequeño. Ayúdame a dártelo entero, joven, vibrante... Ayúdame a quererte como mereces.
Se hicieron realidad en su vida aquellas palabras de la Escritura: Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas . Se dejó atrapar por Dios.
Nos podemos imaginar la alegría de la Virgen al volver del Templo ese día. Había expresado delante de todos lo que ya sabía desde siempre, que pertenecía a Dios en el alma y en el cuerpo.
–Madre nuestra, ayúdanos a descubrir la voluntad de Dios para nosotros, ahora cuando todavía somos jóvenes.
Ignacio Fornés
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