lunes, 30 de marzo de 2009

TRABAJO



El hombre, ha sido creado ut operaretur (Gen 2, 15), para trabajar, para dominar la tierra.

Dios ha querido que el hombre sea el señor de la tierra, y de las cosas de la tierra.

En el trabajo se hace patente el señorío de cada uno. Dominar las cosas y no que las cosas nos dominen a nosotros.

San Josemaría nos habla del trabajo como palestra. El lugar donde se lucha.

En latín significa gimnasio: lugar donde la juventud se adiestraba en la lucha y realizaba ejercicios gimnásticos.

Dios nos ha traído a este mundo para que nos perfeccionemos, seamos santos en la palestra.

Es en este gimnasio donde luchamos, y donde cultivamos el espíritu.

Nunca he tenido la oportunidad de ir a un gimnasio, aunque cada vez está más de moda.

Por lo que me cuentan, ahí se va a fortalecer los músculos con una serie de aparatos más o menos sofisticados.

Recientemente me contaba mi hermano de una sobrina mía que fue a un gimnasio.

A ésta le gusta el fútbol y, por lo que dicen, juega bastante bien. Pero de gimnasios no tiene ninguna experiencia.

El hecho es que fue a uno para acompañar a otra persona que tenía que hacer rehabilitación y, como se aburría, decidió hacer ejercicio.

Se subió a un aparato que vio y empezó a ejercitarse. Ella contaba que estaba algo incómoda pero lo atribuía a la falta de práctica.

Hasta que llegó el encargado del local y le dijo:
señorita, se ha subido usted al revés. Haga el favor de bajarse que me va a romper el aparato.

La palestra, el gimnasio, se llama para nosotros trabajo: allí fortalecemos, con ejercicio las virtudes.

Aprendemos la paciencia, la prudencia, la fortaleza, el orden, el sentido de responsabilidad, la laboriosidad.

Y gracias al trabajo, poco a poco nos vamos pareciendo cada vez más a Dios.

Éste es el motivo por el que hemos de amar el trabajo que tenemos: porque es el instrumento que utiliza Dios para hacernos como Él.

Así se entiende muy bien que la vocación profesional es parte integrante de nuestra llamada.

El Opus Dei acoge y encauza el hecho hermosísimo de que cualquier estado y cualquier trabajo profesional, siempre que sea recto y persevere en esa rectitud, puede llevar a Dios.

Cualquier labor puede llevar a Dios.

La imaginación puede hacernos creer, que eso está reservado a algunos trabajos como los de los curas, los teólogos y quizá algunos médicos.

¿Cómo me va a llevar a Dios el estudio de la resistencia de los materiales o del derecho administrativo tres?

¿Cómo me va a llevar a Dios la recogida de basuras o la atención de una ventanilla del INEM o la caja de Mercadona?

Y, precisamente, lo que Dios quiere es que santifiquemos el trabajo que cada uno tenemos, y no otro.

Porque, siguiendo con el razonamiento podríamos preguntarnos en el lugar de San José:

¿Cómo me van a llevar a Dios los martillazos de una carpintería? Si fuese rabino o escriba todavía, pero siendo carpintero...

Y, sin embargo es el trabajo que quiso desempeñar el Salvador durante treinta años.

Porque fue gimnasio para Jesucristo, se convirtió en Redención... a base de poner mucho amor al Padre.

Señor, ¿cómo lo hiciste? ¿cómo lo puedo hacer yo?

Pues vamos a meternos en el taller de Nazaret y a aprender y a disfrutar.

Cómo nos gusta ver allí a Jesús, sudando de la fatiga. Porque, no nos hagamos ilusiones: el trabajo cansa.

Pero el cansancio no es incompatible con que nos lleve a Dios. Todo lo contrario.

Quizá encontraremos mejor al Señor en nuestro trabajo cuando nos decidamos a cansarnos sin reservas, a dar todo lo que podemos dar.

Cómo nos gusta verle trabajar como un auténtico profesional: no habría otro mejor que Jesús el artesano.

Porque para que el trabajo nos lleve a Dios, es condición indispensable que sea de calidad.

Tenemos que aspirar a hacer nuestro trabajo lo mejor posible.

Y esto se consigue si tenemos una actitud de fondo de personas laboriosas y responsables.

No la de los que los domingos por las tardes son deprimentes porque al día siguiente es lunes.

No la de los que buscan escurrir el bulto lo más posible rebajando el horario o escaqueándose cuando aumenta la labor.

No la del que va al trabajo como cordero llevado al matadero.

Es bueno que pensemos si se puede decir que somos los mejores profesionales.

Eso quizá es difícil de precisar.

Pero así como la riqueza de un país se mide por el producto interno bruto, así nuestro trabajo tiene que contabilizarse por horas, en primer lugar.

La necesidad de dedicar muchas horas a nuestra tarea, estar "pringados hasta los codos".

No tendría que a un hijo de Dios le sobrara el tiempo.

Y no horas de estar en el trabajo.

Como lo que cuentan –seguro que no es cierto– de una oficina de funcionarios donde había muchos empleados.

Llegó uno y exclamó:
Ahí va, cuánta gente. ¿Cuántos trabajan aquí?

Y le contestaron:
aquí viene mucha gente, pero no trabaja nadie.

Esfuerzo además de dedicación de tiempo.

No por afán de buscarnos a nosotros mismos ni de dominar a nadie, sino para poder ofrecer a Dios lo mejor que llevamos dentro.

Señor, no te queremos ofrecer cosas mal hechas. Como Caín, que te daba lo peor de su cosecha.

Que nuestro trabajo sea como el sacrificio de Abel: lo mejor de su ganado.


Y cómo nos gusta mirar a Cristo en el taller sirviendo a los demás.

Todos sabían que no trabajaba por dinero ni por perfeccionismo.

Todos sabían que siempre estaba disponible para realizar el trabajo que fuera.

Y si no lo estaba, porque tenía otras tareas, sabían que encontrarían una sonrisa y que podían contar con Él en otro momento.

"Al ocuparse en su trabajo, los hijos de Dios ... procuran, no cumplir, sino amar, que es siempre excederse gustosamente en el deber y en el sacrificio".

Al empezar cada día nuestra tarea hemos de pensar muchas veces en el amor que el Señor nos tiene.

Que le llevó a hacerse como nosotros, a cansarse hasta estar reventado sirviendo a otras personas, y haciendo de su oficio manual una oración.

Y así hizo que el ruido del taller fuera como una música religiosa.

Este es el secreto: la conversión del ruido de nuestro trabajo en oración.

Ya sean serruchos y martillazos o los clamores de una plaza de toros o el silencio de una biblioteca.

Decía San Josemaría que tenemos que convertir nuestro trabajo en
instrumento de santificación y de apostolado.

De santificación porque, como hemos visto antes, el trabajo es palestra.

Y porque procuramos vivirlas por amor a Dios. Entonces estamos santificándonos con el trabajo.

Por eso es muy importante que trabajemos en la presencia de Dios, que sepamos que está a nuestro lado.

Y, cuando el cansancio nos asalta y tengamos la tentación de aflojar o de abandonar la labor tomaremos nuevo impulso y seguir en la brecha.

Trabajar mucho y trabajar bien es para nosotros la base de nuestra santidad.

Pero no con estrés o con intranquilidad, sino pensando en agradar al Señor.

El trabajo de cada día nos tiene que servir para hacernos santos y también para hacer santos a las personas que nos rodean.

Sean quienes sean. Hay muchos cristianos que trabajan así.

Los taxistas con los taxistas.

Y así hubo un taxista que conoció a otro del Opus Dei y que se creía que la Obra era una especie de asociación para taxistas.

Los políticos con sus colegas. Y se cuenta la historia de un diputado que empezó a hacer oración gracias a la amistad con un colega.

Y los obispos con los obispos, que también se pueden acercar a Dios.

Así fue el trabajo de Jesús. También en estos años está redimiendo a la humanidad:

En manos de Jesús, el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación.

Y en nuestras manos, el trabajo tiene que ser corredentor.

Terminamos nuestra meditación pensando en María y en su papel en el taller de Nazaret.

La vemos despertando a José y a Jesús, y calentando la leche del desayuno para que los hombres de la casa fuesen, después de hacer la oración, al taller.

Y luego, cansados, llegaban a casa, donde la Virgen les habría preparado la cena.

Siempre presente en el trabajo–redención de Jesús y de José. Siempre presente en el nuestro.

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