sábado, 14 de marzo de 2009

¡DIOS AÑADIRA! (SAN JOSE)


En hebreo el nombre de José significa: Dios añadirá. Le viene muy bien este nombre a san José. Responde realmente a vida.

El Señor añadió a su vida la de Jesús y la de María. Con ellos san José vivió con plenitud, siendo a la vez, su vida, muy normal.

Su papel en los planes de Dios fue clave. El Señor pudo salvar a los hombres, en parte, por la vida ordinaria del padre de Jesús.

Éste es el criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia (Antífona entrada).

DIOS AÑADE SIEMPRE

Dios añade siempre. No falla. Cuando hacemos lo que nos dice la vida nos cambia, se hace plena y no echamos de menos nada. Pero, para eso, hay que hacer su voluntad.

Nos cuenta la primera lectura que Yavhé le dijo al rey David que, si le construía una casa digna de él, donde pudiera habitar, su dinastía duraría por siempre.

Él constituirá una casa para mi Nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre (Libro de Samuel 7,4-5: Primera lectura).

Y así fue. David se lo creyó. Hizo posible la casa de Dios, el Templo, y el Señor cumplió su promesa: nació Jesús y esa dinastía durará por toda la eternidad, su linaje fue perpetuo (cfr. Sal 88: responsorial).

Con Abraham pasó algo parecido. San Pablo, en su Carta a los Romanos, le alaba su fe en Dios porque creyó contra toda esperanza. Y, efectivamente, el Señor cumplió también su promesa (cfr. Rm 4,13. 16-18. 22: Segunda lectura).

Abraham, David y san José se lo creyeron, y Dios añadió: sacó adelante el pueblo de Israel, el Templo y la Sagrada Familia.

DIFÍCIL DE CREER

Es difícil de creer, así, a simple vista, que la redención se inició con la vida corriente de una familia, y en un sitio tan poco importante como Nazaret.

San José era el cabeza de esa Familia. Su vida fue como la de tantos millones de hombres. Las mismas costumbres que sus vecinos, comerían lo mismo, hablarían de muchas cosas comunes, etc.

Trabajaba, como cualquiera, para sacar adelante a los suyos. Era un padre de familia como tantos otros. 

No vio los milagros que hizo Jesús. Tampoco supo de las muchedumbres que le seguirían. 

Sus evidencias para saber que Dios estaba salvando a la humanidad eran el ruido de un serrucho, el trabajo acabado y bien hecho, el orden en su taller, las preguntas que le hacía Jesús para saber cortar bien una pieza, o la voz de María diciéndoles que fueran a comer...

Del Señor escucharía que se portaba estupendamente, que era piadoso, amigo de sus amigos, servicial con todos, etc. San José estaba orgulloso de Jesús.

No había nada de espectacular o de sobrenatural, en el sentido de que sucediera algo que diera de que hablar más allá del ambiente de Nazaret. Tampoco san José esperaba que ocurriera nada de eso.

Y, sin embargo, nunca dudó de la grandeza de su misión. Hizo lo que Dios le pidió, por eso el Señor añadió tanto.

CREER PARA ADENTRO

Su vida fue plena. No se cambiaría por nadie. Estaba con Dios de la mañana a la noche y de la noche a la mañana.

No se acostumbró nunca a tenerlo tan cerca. No se aburría con su vida, aunque fuera siempre lo mismo. Estaba contento. 

No echaba de menos nada, ni se le pasó por la cabeza otro tipo de vida. San José se repetiría muchas veces por dentro: ¡qué suerte tengo!

Él, que es un pobre artesano, entrega su ser entero a dos amores: Jesús y María. 

Estrenaba cada día su cercanía con Dios. Su fe crecía a cada segundo. Por eso es Maestro de la vida interior: cuidó, crió y educó a Jesús.

Pone su vida a su servicio. Les da su trabajo, el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados. Les presta la fortaleza de sus brazos, todo lo que es y puede. 

Señor, que podamos servirte (...) con un corazón puro como San José, que se entregó para servir a tu Hijo (cfr. Oración sobre las ofrendas).

¡Qué vida más plena la del Patriarca! ¡Cómo quiere a María! No duda de Ella (cfr. Mt 1,16. 18-21. 24ª: Evangelio del día). Y ¡cómo obedece a Dios! ¡Hasta en sueños, o en mitad de la noche para irse a Egipto! 

¡Dios mío yo deseo servirte, quiero servirte. Tengo hambre de amarte con toda la pureza de mi corazón!

LO RARO SIEMPRE ES RARO

Llamaría la atención que San José estuviera triste casi siempre, quejoso enfadado o descontento con lo que le había tocado.

¡Qué raro sería que un cristiano se quejara de las exigencias de Dios! ¡O que las cosas del Señor o de sus servidores le molestasen!

Tampoco tendría sentido que su felicidad dependiera de las personas con las que vive, de una buena comida, de un viaje, de los éxitos profesionales o apostólicos, del caso que le hagan, de la ropa que tiene o de si ha hecho o no deporte. 

Sería también realmente raro que, alguien cercano a Dios, faltara a la unidad, y se metiera con el Papa o las maneras de hacer de la Iglesia. 

O se justificase diciendo que le dio un pronto y se emborrachó, o que se pasara una tarde tumbado viendo películas. Que de repente dejara de rezar un día, o se gastase el dinero en caprichos, fruto de un pronto que le hubiese dado. 

Todo eso sería extraño en alguien que viviera, como San José, pendientes teóricamente de Jesús y de María.

EL TRUCO ESTÁ EN LA CRUZ

Debemos pedirle ayuda al santo Patriarca para vivir pendientes solo de Dios, santificando el trabajo y a los demás. 

Así es como se vive sereno. La santidad exige una lucha personal que no hace ruido y que cuesta sacrificio. 

A san José le costó hacer las cosas bien. Hacía muchos sacrificios pequeños. Todos los días servía con ganas o sin ellas, con sueño o más descansado. 

Les dedicaría tiempo también a los del pueblo, tendría que soportar algún comentario de un cliente demasiado quisquilloso… Su día estaba lleno de pequeñas cruces que él aceptaba.

Hemos de pedirle ayuda para vivir así, como hacían los santos. Teresa de Jesús escribió sobre el Santo Patriarca: «No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer» (Libro de la vida, cap. VI).

San Josemaría que lo quería mucho, aconsejaba: José era un gran cariño de Jesús. Procurad tener una devoción tierna, fina, cariñosa. A mí, me gusta llamarle: nuestro Padre y Señor. 

Y la piedad de los cristianos se dirigen así: ¡José, a quien le fue concedido no sólo ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino también abrazarlo, vestirlo y custodiarlo! 

Ruega por nosotros, bienaventurado José.

Acudamos a José, dice san Josemaría; y, por él, a María; y, con los dos, a Jesús. Cogeos —¡bien cogidos!— de la mano de José y de María, y entonces veréis a Jesús.

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