viernes, 16 de enero de 2009

ENCUENTROS EN LA PRIMERA FASE

En la actualidad Dios sigue llamando, y lo hace como casi siempre: en el silencio y a través de otras personas que nos lo presentan.

He de reconocer que algunos de los que estamos aquí hemos sido llamados a la amistad con Dios de esas dos formas.

A veces nos gusta recordar cómo fueron los primero encuentros que tuvimos con el Señor.

Es bueno que nos sirvamos de la memoria para unirnos más a Él: al contemplar que nos iba persiguiendo, porque quería que fuésemos su amigo.

LA VOZ DE DIOS

Nos cuenta la Sagrada Escritura que un chico llamado Samuel aún no conocía cómo hablaba el Señor (cfr. 3,3b-10.19: primera lectura de la Misa).

Fue el sacerdote Elí quien entendió que Dios llamaba a aquel chico. Por eso le dio el consejo de que cuando oyese algo dijera: –«Habla, que tu siervo te escucha».

Y éste fue el inicio de la amistad del Señor con Samuel.

Y esa jaculatoria que han dicho los hombres desde entonces podemos utilizarla ahora: –Habla, Señor, que te escucho.

Esto lo han dicho los cristianos de todas las épocas, con distintos acentos, en distintos idiomas, o con palabras semejantes. San Josemaría le decía al Señor: – ¡Jesús, dime algo!

Eso lo decía ya, cuando tenía amistad con Dios. Porque en su adolescencia repetía:
Señor, que vea. Que es una forma de decir: –Habla, Señor, y muéstrame lo que quieres de mí.

Sin el dialogo con Dios es muy difícil descubrir lo que el Señor nos pide. Tantas veces los santos han dicho que hay que rezar más.

Son pocos los que rezan, y los que rezamos, rezamos poco, le dijo un diplomático al Papa Pablo VI, con palabras de un Santo.

Los que rezamos, rezamos poco. Nuestro propósito tiene que ser rezar más, rezar mejor.

Y la calidad de la oración se ve por los frutos.

La calidad de nuestra oración se ve por los frutos. Pero no hay que tener la ingenuidad del que quiere conseguir los frutos tirando de la planta para que crezca.

No queremos frutos para nuestra cuenta personal, sino porque nos interesan las personas.

No se trata sólo de conseguir que la gente rece algo. Eso está muy bien. Hay que procurar que dediquen un tiempo a hacer oración.

Y esto es así porque el Señor cuenta con nuestra colaboración.

DIOS HABLA TAMBIÉN A TRAVÉS DE SUS INTRUMENTOS

Con frecuencia el Señor se sirve de otras personas para que se conozca su voluntad.

Se sirve del Papa para señalarnos el camino. Para eso puso el Señor la Roca de Pedro.

No es extraño que a Benedicto XVI le hagan preguntas. En concreto, en abril del año pasado, los obispos norteamericanos le dijeron:

«Dé su parecer sobre la disminución de vocaciones, a pesar del crecimiento de la población católica»

Y el Papa le respondió:

«En el Evangelio, Jesús nos dice que se ha de orar para que el Señor de la mies envíe obreros; admite incluso que los obreros son pocos ante la abundancia de la mies (cf. Mt 9,37-38).

Parecerá extraño, pero yo pienso muchas veces que la oración –el
unum necessariumes el único aspecto de las vocaciones que resulta eficaz y que nosotros tendemos con frecuencia a olvidarlo o infravalorarlo.

No hablo solamente de la oración por las vocaciones.

La oración misma... es el medio principal por el que llegamos a conocer la voluntad de Dios para nuestra vida.

En la medida en que enseñamos a los jóvenes a rezar, y a rezar bien, cooperamos a la llamada de Dios.

Los programas, los planes y los proyectos tienen su lugar, pero el discernimiento de una vocación es ante todo el fruto del diálogo íntimo entre el Señor y sus discípulos.

Los jóvenes, si saben rezar, pueden tener confianza de saber qué hacer ante la llamada de Dios.

Por eso –como decía San Josemaría– si no conseguimos de los jóvenes que sean almas de oración hemos perdido el tiempo.

Se trata de que los llevemos a Dios como hizo Juan el Bautista con los que él trataba.

De San Juan Bautista algunos podrían decir que era una persona radical y excéntrica, pero no pueden negar que era humilde.

No le interesa otra cosa que servir al Señor, ser su instrumento. No quería que se quedasen en él. Llevó a la gente a Dios.

El Evangelio nos relata el encuentro de Jesús con dos jóvenes discípulos del Bautista: eran Juan y Andrés.

Precisamente estos dos chicos fueron intermediarios para que otros conocieran a Jesús (cfr: Jn 1,35-42). Más tarde todos ellos serían amigos de Dios.

La humildad engendra humildad. Se ve perfectamente cuando lo que se persigue en el apostolado es que la gente busque a Dios, no nuestro triunfo.

Esto sucedería si no se reza: se acabaría confundiendo el servicio a Dios con servirnos a nosotros.

Si no se reza, se acaba confundiendo el seguir al Señor con cumplir una serie de actividades religiosas.

La primera verdad fundamental que hemos de enseñar es que la vida de oración –la oración contemplativa– no es fruto de una técnica, sino un don que recibimos.

La oración no es una técnica sino una gracia. Y resulta extraño que se pueda hacer compatible hacer oración con no estar en amistad con Dios.

El secreto consiste en tener la misma longitud de onda que tiene Dios: conseguir sintonizar. Eso es cuestión nuestra

CUESTIÓN DEL RECEPTOR

Ya se ve que Dios suele hablar bajito. Y sólo es posible escucharle si nuestro interior es un receptor que no está dañado, que puede conectar.

Juan Pablo II hablaba de «la teología del cuerpo». Y así es: nuestro cuerpo es un instrumento de alta tecnología espiritual, que si sufre alteraciones no podrá escuchar la voz de Dios.

Admiramos los grandes templos de Roma o Estambul, que han servido de encuentro con Dios.

Pero el templo más preciado por el Señor es nuestro cuerpo: allí puede habitar el Espíritu Santo, o puede ser un santuario vacio o profanado (cfr. 1 Co 6,13c-15ª.17-20: segunda lectura de la Misa).

Lo primero que hicimos nosotros fue comenzar con un tiempo dedicado a Dios, esto serán nuestros encuentros en primera fase. Luego tiene que venir la amistad.

La amistad es una cosa tangible. Indudablemente no somos santos.

Pero sí podemos tener intimidad con nuestro Señor. Para eso está el silencio interior.

Llamamos «oración» a ponernos en la presencia de Dios, con el deseo de entrar en la intimidad con El, en medio de la soledad y del silencio.

MAESTRA DEL SILENCIO Y DE LA ESCUCHA

María lo primero que hacía cuando llegaba a casa era encender la televisión, porque si no escuchaba ese ruido de fondo se sentía sola.

«Y cuando se subía al coche, lo primero que hacía era poner la radio. O mejor dicho estaba puesta ya: nada más darle al interruptor del coche se oía. Es que a ella le daba miedo la soledad».


Esta María, no era la Madre de Jesús: no sólo no le daba miedo el silencio, sino que era el vehículo que le llevaba a Dios.

Desde que tuvo uso de razón, María estuvo atenta a la voz de Dios. Y era tan fluido ese diálogo, que el mismo Señor quiso habitar materialmente en su cuerpo. Como en nuestro caso cuando recibimos la Comunión.

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