viernes, 5 de septiembre de 2008

EXAMEN

San Lucas nos cuenta como hacían la oración las personas piadosas del tiempo de nuestro Señor: –«te doy gracia Dios mío, porque no soy como lo demás» (Lc 18, 9-14: Evangelio del día).

El Amor lleva a la contemplación, y el contemplar el bien lleva a desearlo, a amarlo.

Este fariseo lo único que contemplaba era las cosas que hacía él: ayunar, pagar el diezmo y se sentía satisfecho por eso.

También nosotros tenemos el peligro de estar continuamente mirando nuestras cosas con una cierta complacencia y, así, aumentar nuestro amor propio.

Señor no queremos que nuestra oración y nuestro examen sirvan para que crezca nuestro yo.

Queremos que nos sirva para volver a Ti (cfr. Os 6, 1: Primera lectura).

Podemos pensar que, comparado con los demás somos santos. Incluso, la gente nos lo puede decir en broma.

Un conocido mío, después de ver una tertulia filmada de San Josemaría, en la que se veía al santo bautizando a un niño, me decía: –
usted me tiene bautizar mi primer hijo. Quiero que me lo bautice un santo, como san Josemaría.

Si nos comparamos con los demás, podemos creer que somos santos, como el fariseo de la parábola.

Señor, te doy gracias porque no soy como los delincuentes o los de la mafia rusa.

El fariseo se beatificaba, pensaba que era justo. Se tenía tanto amor que no veía sus puntos débiles.

Sucede con frecuencia que vemos con cariño todo lo nuestro.

Nuestro equipo de fútbol siempre es el mejor, aunque no sea muy bueno. Aunque uno mismo diga de un jugador: –mira que es paquete.

Es el mejor equipo del mundo porque es el mío, y eso basta. Esa es la razón más sublime.

Necesitamos conocernos, en concreto y con detalle, para que pasen por delante de nuestras narices defectos, debilidades y pecados.

A ver si así los acabamos de reconocer y nos decidimos a luchar.

El aburguesamiento quita la fuerza para luchar. Ve los errores como inevitables, justificables. Tan inevitable como la hoja que se mueve por viento. Es lo que hay.

Todos nuestros fallos, entonces, pasan a formar parte de nuestra personalidad.

Así es muy difícil reconocer nada. Tendemos a olvidar nuestras derrotas, porque a nuestro amor propio no le interesan los fracasos.

Señor ¿qué piensas de mí? ¿Qué cosas no reconozco?

Aquí hay como una triple personalidad: lo que pensamos nosotros, lo que los demás piensan y lo que piensa nuestro Dios.

Con el paso del tiempo no es el demonio mudo lo que más ataca. Ya no da tanta vergüenza contar las cosas. Lo hemos contado todo. Lo peor es el demonio de la sordera que nos impide oír lo que nos dicen.
No solo se trata de que luchemos, sino de que luchemos en lo que Dios quiere.

Señor, que reconozca mis defectos. Lo que me dicen los demás que no hago bien.

Al examen vamos a oír a Dios. Por eso nos examinamos, entre otras cosas, de lo que nos dicen. Porque así nos habla Dios.

Que no endurezcamos nuestro corazón. Que escuche tu voz Señor. (cfr. Sal 94: versículo antes del Evangelio)

No nos interesa hacer muchas cosas, ir rápido movidos por el amor propio. Ayúdanos a ver.

Necesitamos información de nosotros mismos.

Que no nos pase como el borracho aaquel que pregunta en una esquina: –¿Oiga donde estoy? Y le responden: –Está vd. En la calle Serrano esquina María de Molina. –No no, en qué ciudad, ciudad.

Tener información de cómo estamos. Bien, regular, mal o muy mal. Hacer la oración del fariseo pero al revés: necesito ser como los demás santos.

Compararnos con ellos. ¿Vivo la Misa con la misma fe? ¿Trabajo igual? ¿Vivo la pobreza con exigencia?

Las comparaciones en este caso son muy buenas. Son incluso necesarias. Así llegaremos a ver nuestras mejores armas.

No se trata de plantearse muchos frentes. Hay que ir a los importantes.

Ganar en el trato con los demás, ser más piadoso, etc. El demonio va siempre a lo importante. No podemos distraer la lucha.

Tampoco hacerse teorías por nuestra situación personal, o porque pensamos que no nos entienden; que nosotros somos así o es que no hablamos el mismo idioma.

¡Cuánto avanzaríamos si nos tomáramos en serio lo que nos dicen en la dirección espiritual!

Si oyéramos y siguiéramos esa orden de Dios que nos dice:
Efeta, echar las redes a la derecha, llenar las tinajas, vete y lávate…

Los milagros son fruto de saber oír.

Señor que vea la realidad de mi lucha y lo que me falta por cambiar.

Si no, tampoco ayudaremos a los demás. Uno que está lleno de amor propio no desactiva el amor propio del prójimo.

Eso es lo que hacían los fariseos, caer en la hipocresía, en el orgullo que lleva a disimular los propios defectos.

Y, la preocupación por aparentar va unida a la despreocupación de lo que cada uno realmente es. Se llega a la ceguera y al sinsentido.

Por algo, la palabra hipócrita significa actor: ¡qué importante es reconocer nuestros errores!

Quizá, después de esta oración podemos decir: –
Te doy gracias, Dios mío, porque soy como los demás, o quizá peor si cuento con toda la ayuda que me das.

Entonces sí que iremos a desayunar justificados, cada mañana, porque un corazón quebrantado y humillado, Señor, Tú no lo desprecias (Sal 50: responsorial).

–Madre nuestra, destruye el amor propio que me impide ver lo que tengo dentro.

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