sábado, 1 de marzo de 2008

CIEGO EN ESPAÑA

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A veces, la vida en esta tierra se ha comparado con una comedia en la que cada uno representa un papel.

Y sucede, en el teatro o en el cine, que lo que allí se desarrolla no es real, aunque lo parezca. El que actúa de rey, una vez acabada la función deja su corona, y se toma un bocadillo en un bar. Y lo mismo el que hace de mendigo, puede ganar millones por su actuación.

Por eso, se compara nuestra vida con el arte dramático: detrás de las cámaras y de la tramoya está la realidad, pero no en el escenario, allí todo es apariencia.

Ya lo decía un conocido actor y escritor inglés: «Todo el mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres no son sino actores». La gracia del asunto es que, mientras más real parece lo del escenario, más falso es.

Cuando vas por Roma y te acercas al Coliseo, un circo monumental de varios pisos de alto, hecho de piedra, te salen al encuentro unos personajes vestidos de romano, con sus túnicas y sus espadas cortas, sandalias enroscadas en la pierna, el casco con esa especie de cepillo en la cabeza…

Salen a la caza del turista, a ver si pican y se hacen una foto con él, para luego cobrarles un dineral.

Lo gracioso es ver al romano delante del Coliseo. Parece de verdad, es como si te fueras veinte siglos hacia atrás, el encuadre es perfecto. Pero, si miras a los lados, si te sales de ese marco, te ves rodeado de gente como tú, de tu época. Es un contraste divertido. Moviendo ligeramente los ojos pasas de la antigüedad a la actualidad y de la actualidad a la antigüedad.

Muchas veces, a nosotros nos pasa lo mismo en la vida diaria. Estamos tan metidos en las cosas, que tenemos un encuadre que no es real, que nos puede parecer definitivo, pero que no lo es.

«No te fijes en las apariencias» nos dice el Señor por boca del profeta (I Sam 16, 7). –Por algo nos lo dirás, Señor.

En el cine nada parece real salvo la película que estás viendo. Alrededor, no se ve más que oscuridad, como si fuera un gran vacío. Pero, justamente en esa oscuridad está la realidad, las personas de verdad.

Allí, el mundo real está oscuro, parece que no existe. En cambio, el irreal, el que aparece en la película, parece el verdadero.

La realidad de nuestra vida, de cada persona sólo la puede conocer Dios, que es el que mira las cosas fuera del tiempo. Y mira, no el papel que uno representa, sino que «el Señor ve el corazón» (Idem).
Es una realidad que nuestra vida la está viendo constantemente Dios. Nosotros no le vemos a Él porque está como escondido, pero nos ve y nos oye, como ahora desde la oscuridad del sagrario.

El Señor nos podría decir: en el cine ves y oyes a personas que no están allí. Pero Yo siempre estoy contigo aunque no me veas.

Lo difícil no es creer esto, lo difícil es darse cuenta de que el Señor nos mira siempre, ver las cosas como las ve Él.

Por eso nos repite: «No te fijes en las apariencias», porque lo verdadero es ver la realidad como la ve Él.

–Señor, que veamos nuestra vida con tus ojos.

En eso consiste la luz de la fe. Con la fe tenemos la luz de Dios. Precisamente el Señor se encarnó para darnos esa visión sobrenatural.
Una visión que traspasa la oscuridad y que nos deja ver más allá de las apariencias. Nos deja verle a Él en las cosas que hacemos. Es entonces cuando todo adquiere sentido.

Lo que da sentido a una película, a los actores, es precisamente el público que la está viendo. Sin el público todo aquello no sirve.

Podemos decir, que el verdadero ciego de este mundo es el que no tiene la luz de la fe, Lo real, lo importante no es lo que yo piense, sino lo que piensa Dios sobre las cosas, las personas, los acontecimientos de mi vida.

¡Qué pena no tener fe! Sin fe no ves el sentido de la vida. Lo mismo que la ceguera impide ver el relieve, los colores, un agnostico, no sabe, ni ve lo fundamental.

Señor, danos esa luz, auméntanos la fe.

Por eso, un acto de fe en Dios vale más que todas las riquezas de la tierra. La fe nos da la luz para ver los acontecimientos de esta vida con los ojos de Dios.

Señor, Tú eres la luz del mundo; Tú vas siempre conmigo. Saber esto te cambia la vida, porque adquieres una nueva dimensión de las cosas.

A Jesús no le ves ni le oyes pero sin embargo da luz. Pasa como con la electricidad. De manera que uno no se puede explicar por qué le das a un interruptor y se enciende una bombilla.

Jesús nos da una luz nueva que nos hace vivir de distinta manera, viendo la realidad de las cosas. Vivir así, bajo la luz de la fe nos llena alegría y optimismo.

Gabriela Bossis es una actriz de mediados del siglo pasado. Alta, con el pelo rubio como el oro, activa, de paso flexible. Dicen que lo mejor era su sonrisa.

Era la menor de cuatro hermanos. Sensible, se asustaba con los juegos bruscos. Discreta. De su vida hay pocas anécdotas. Nunca hablaba de sí misma. Tuvo muy presente a Dios y contó siempre con Él.

De pequeña, a veces se escondía dentro de un tapíz, enrollada como si fuera un rollo de primavera, en un cuarto detrás de la cocina de su abuela. Y cuando la llamaban: –¡Gabriela! ¿Dónde estás? Ella pensaba para sus adentros: –Estoy con el Buen Dios.

Creció, y empezó a escribir obras de teatro, comedias preferentemente, y también poesía. Su primera obra de teatro se titulaba El encanto. Tuvo gran éxito. Viajó mucho como actriz. Estuvo en África, Italia, Bélgica, Argelia, Túnez, hasta en Palestina… Se ganó cierta fama, incluso pensó dedicarse al cine.

Se sentía –son palabras suyas– juglar de Dios. De manera natural, representaba sus obras sabiendo que Dios era su público principal.

En uno de sus viajes, a Canadá, comenzó a escribir en el barco, un libro titulado Diálogos. Allí describe su oración con Dios en medio de un trabajo tan peculiar como ser actriz.

Era consciente que, si quería, podía comunicarse en cualquier momento con Dios. El Señor le concedió, durante unos años de su vida, la gracia de escucharle con mucha claridad. Esas intervenciones del Señor iluminaban su vida, le tiraban para arriba.

Para que te hagas una idea, te leo una de sus notas. Un día estaba en la estación esperando el tren. Y, estando así, mirando a la vía para ver si venía, el Señor le hizo entender: «Tú miras con fijeza en dirección por donde va a venir el tren. De igual manera, Yo tengo mis ojos fijos en ti, esperando que vengas a Mí».

Algo tan simple como esperar un tren, Dios lo convierte en un encuentro. Algo tan indiferente adquiere sentido. Eso hace la fe en las personas, te hace descubrir al Señor.

Otro día que estaría de bajón el Señor le hizo ver: Ofrécete a Mí tal como eres, sin esperar a estar contenta de ti misma. Únete a Mí en medio de tus mayores miserias (...) ¿quién te ama más que yo?

Contrasta mucho todo lo que venimos diciendo con la actitud de los fariseos, según nos cuenta el Evangelio de san Juan en el capítulo 9.

Es un capítulo dedicado enteramente a la curación de un hombre ciego de nacimiento. Jesús le abrió los ojos.

En aquella circunstancia, los fariseos están desconcertados y enfadados porque Jesús ha hecho un milagro en sábado, el día del descanso judío.

Como no quieren creer no ven la realidad del milagro.

Intentan buscar una explicación donde no la hay. Primero le preguntan al que era ciego: ¿cómo te ha curado? Y él les contesta: «Me puso barro en los ojos me lavé y veo».

Como siguen sin creer, le preguntan a sus padres, pero ellos no saben nada.

La solución la da Jesús cuando se encuentra con el ciego a solas. Le dice: «–¿Crees en el Hijo del Hombre? Él contestó: –Y ¿quién es, Señor, para que crea en Él? Jesús le dijo: –Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es. Él dijo: –Creo, Señor».

Creyó en el Señor y empezó a ver lo que antes no veía. La realidad se le presentaba distinta, sin tinieblas.

Señor, danos esa luz, auméntanos la fe.

Jesús no sólo le dio la luz natural sino la sobrenatural. Empezó a caminar por el mundo «como hijo de la luz» (Ef 5,8), viendo las cosas con los ojos de la fe.

Podemos repetirle ahora, al Señor, las palabras del ciego cuando empezó a ver: «Creo, Señor» (Jn 9, 38).

La falta de fe es la peor ceguera, y lo peor que nos puede pasar en esta vida. Por eso corrigiendo al poeta, podemos decir:

Dale limosna, mujer
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en España.

María vio siempre la realidad con la luz de la fe. Cada día era distinto, aunque siempre representara el mismo papel: limpiar la casa, ir por agua, cocinar, colocar unas flores…

Sabía que Dios estaba detrás de cada acontecimiento, aunque otros, en Israel, estaban ciegos y no se daban cuenta.


Balsera & Fornés

2 comentarios:

  1. Muy buena.

    Pero me está rayando la cabeza el final, pues una tarde un cura trovador y trotador me hizo fijarme en los azulejos junto a la Catedral de la ciudad donde los RR.CC. y Santiago cerraron España, para mi que decía:

    no hay en el mundo nada
    como ser ciego en GRANADA.

    Quizá el autor no conocía la hermosura de mi Guate ni esa joya que dicen que es Antigua -todavía no he ido, pero todo se andará-.

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