Jesús muere en la Cruz. El profeta Isaías predijo todo lo que iba a sufrir nuestro Señor en lugar de su pueblo, lo que iba a padecer por nosotros (Is 52,13-53,12).
Dio su vida por los hombres. Así lo decimos cuando rezamos el Credo: «por nosotros los hombre, y por nuestra salvación, bajo del cielo». Es impresionante que una persona de su vida por otra.
Hay un santo del siglo pasado que cambió su vida para salvar la de otra persona. Cuando estaba internado en un campo de concentración, se ofreció voluntariamente para morir de hambre, en lugar de un padre de familia (san Maximiliano Colbe).
Pues Dios, hizo lo mismo contigo y conmigo. Se dejó torturar y matar para salvarnos.
Murió por nuestras rebeldías, que eso son nuestros pecados, rebeldías contra nuestro Padre Dios.
El pecado es el único mal de este mundo. Decía un cura santo francés, que si viéramos un alma en pecado mortal saldríamos corriendo del horror que nos produciría.
Sabemos que el pecado es desobediencia y orgullo. Y el pecado causó un daño tremendo, y había que repararlo.
Dios, que es Amor, nos salva de algo que le hace mucho daño, sufriendo Él mismo una muerte muy dura.
No había otra opción que desandar lo andado. Había que hacer algo. Lo tendría que hacer el hombre. Y Dios se hizo hombre para cargar con la culpa: para obedecer y humillarse en nuestro lugar.
Un escritor ruso, León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo.
Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios.
El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos intercambiarnos nuestros vestidos".
Con cierto recelo, el rey entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre.
En ese momento recibió como respuesta: "Esto es lo que hace Dios".
En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: "Se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte" (Flp 2, 6 ss).
El Señor tuvo que venir para deshacer el mal que había provocado el pecado, y, para eso se humilló, se hizo hombre y se dejó crucificar.
Tanto nos ama Dios que admitió el canje de su Hijo Único para que obedeciera y se humillase hasta el extremo máximo de la Cruz.
Hacía el año 1000 el profeta David había profetizado en el Salmo 22 (16-18):
«taladraron mis manos y mis pies... Se han repartido mis vestidos y echan suerte sobre mi ropa»
Esto fue escrito por el rey David, que murió de muerte natural (cfr. 1 Reyes, 1). Por eso no se refería a sí mismo, sino que, como profeta que era predijo el tipo de muerte que padecería el Mesías.
Como dice un testigo presencial en el Nuevo Testamento (Juan 19, 23-24): «Los soldados, después de crucificar a Jesús, tomaron sus vestidos, los repartieron en cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, que era sin costura, estaba toda ella tejida de arriba abajo. Entonces se dijeron unos a otros: No la rasguemos, sino echémosla a suerte a ver a quién le toca».
A esto habría que añadir que los judíos de la época de David no practicaban la crucifixión, sin embargo, David profetizó que el Cristo padecería este tipo de muerte, que diez siglos después se habría de convertir en el principal método de ejecución aplicado por el imperio Romano.
Lo que tratamos de decir es que la Pasión del Señor no fue ningún accidente. El Señor sufrió porque quiso. En el doble sentido que tiene este verbo en español.
El Señor sufrió libremente, podría haberlo evitado. Y sufrió porque nos amó hasta el extremo.
Hace años, un cardenal que fue a cenar a la embajada de la India, contaba que el embajador hindú, cuando vio la cruz que llevaba sobre el pecho, le dijo: –Nunca he entendido porque ustedes, los católicos, adoran a un torturado.
El cardenal le intentó explicar que todo ese sufrimiento lo había sufrido Dios por amor a nosotros, que no era un torturado sino un enamorado. La muerte de Jesús no fue masoquismo.
Por eso, aquél viernes de muerte fue desconcertante para satanás (con minúscula): que, por muy listo que sea, no sabe amar.
La entrega es cuestión de amor, sino no se entiende lo que hizo nuestro Señor, ni lo que han hecho los mártires y otra mucha gente que le ha dado su vida, día a día.
Me contaban que durante la Semana Santa de hace dos años, una chica que fue a Roma se estaba planteando entregarse a Dios, pero no quería ni oír hablar del tema y rechazaba esa idea de forma tajante, como algo absurdo.
En la Misa del Domingo de Ramos el Papa, durante la homilía, hizo alusión a que, antiguamente, durante esa Misa la gente iba en procesión hasta la iglesia y que, cuando llegaban a la puerta de la iglesia se golpeaba con una cruz que encabezaba la procesión.
Estas palabras de Benedicto XVI le impresionaron mucho y le venían constantemente a la cabeza durante los días siguientes: «Dios está golpeando mi alma para que le abra las puertas…». Eso pensaba ella por dentro una y otra vez…
Llegó el Viernes Santo y fue a los oficios a una iglesia que estaba llena hasta los topes. Como todo el mundo sabe, durante los oficios de ese día hay un momento en el que el pueblo va hacia el altar para adorar y besar la cruz.
Como había mucha gente, aquello duró 50 minutos, hasta que pasó la última persona para besar la Cruz.
Pues, mientras estaba en la cola, le vino a la cabeza otra vez la idea que el Papa dijo el Domingo de Ramos: la cruz procesional que golpea las puertas de la iglesia para que se abrieran…«Dios está golpeando mi alma para que le abra las puertas…»
Y, mientras tanto, se iba acercando cada vez más a la cruz. Le entraron ganas de salir corriendo hacia la puerta de la iglesia y huir.
Pero también -ella misma lo contaba- le entraban ganas de salir corriendo hacia la Cruz para besarla y entregarse de una vez por todas. Sabía que el Señor le estaba llamando… Al final, eso fue lo que hizo.
La Virgen no se desconcertó ante la entrega de Jesús ni ante la cruz, porque su amor le llevó a fiarse de Dios.
Detrás de todo lo que sufrió Ella como Madre, en el fondo latía la esperanza: el Señor no le había fallado nunca, y tampoco lo haría ahora.
El amor mantuvo la esperanza de la esperanza de la Virgen. Y la esperanza le hizo ver con los ojos de Dios.
Antonio Balsera & Ignacio Fornés
Dio su vida por los hombres. Así lo decimos cuando rezamos el Credo: «por nosotros los hombre, y por nuestra salvación, bajo del cielo». Es impresionante que una persona de su vida por otra.
Hay un santo del siglo pasado que cambió su vida para salvar la de otra persona. Cuando estaba internado en un campo de concentración, se ofreció voluntariamente para morir de hambre, en lugar de un padre de familia (san Maximiliano Colbe).
Pues Dios, hizo lo mismo contigo y conmigo. Se dejó torturar y matar para salvarnos.
Murió por nuestras rebeldías, que eso son nuestros pecados, rebeldías contra nuestro Padre Dios.
El pecado es el único mal de este mundo. Decía un cura santo francés, que si viéramos un alma en pecado mortal saldríamos corriendo del horror que nos produciría.
Sabemos que el pecado es desobediencia y orgullo. Y el pecado causó un daño tremendo, y había que repararlo.
Dios, que es Amor, nos salva de algo que le hace mucho daño, sufriendo Él mismo una muerte muy dura.
No había otra opción que desandar lo andado. Había que hacer algo. Lo tendría que hacer el hombre. Y Dios se hizo hombre para cargar con la culpa: para obedecer y humillarse en nuestro lugar.
Un escritor ruso, León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo.
Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios.
El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos intercambiarnos nuestros vestidos".
Con cierto recelo, el rey entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre.
En ese momento recibió como respuesta: "Esto es lo que hace Dios".
En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: "Se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte" (Flp 2, 6 ss).
El Señor tuvo que venir para deshacer el mal que había provocado el pecado, y, para eso se humilló, se hizo hombre y se dejó crucificar.
Tanto nos ama Dios que admitió el canje de su Hijo Único para que obedeciera y se humillase hasta el extremo máximo de la Cruz.
Hacía el año 1000 el profeta David había profetizado en el Salmo 22 (16-18):
«taladraron mis manos y mis pies... Se han repartido mis vestidos y echan suerte sobre mi ropa»
Esto fue escrito por el rey David, que murió de muerte natural (cfr. 1 Reyes, 1). Por eso no se refería a sí mismo, sino que, como profeta que era predijo el tipo de muerte que padecería el Mesías.
Como dice un testigo presencial en el Nuevo Testamento (Juan 19, 23-24): «Los soldados, después de crucificar a Jesús, tomaron sus vestidos, los repartieron en cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, que era sin costura, estaba toda ella tejida de arriba abajo. Entonces se dijeron unos a otros: No la rasguemos, sino echémosla a suerte a ver a quién le toca».
A esto habría que añadir que los judíos de la época de David no practicaban la crucifixión, sin embargo, David profetizó que el Cristo padecería este tipo de muerte, que diez siglos después se habría de convertir en el principal método de ejecución aplicado por el imperio Romano.
Lo que tratamos de decir es que la Pasión del Señor no fue ningún accidente. El Señor sufrió porque quiso. En el doble sentido que tiene este verbo en español.
El Señor sufrió libremente, podría haberlo evitado. Y sufrió porque nos amó hasta el extremo.
Hace años, un cardenal que fue a cenar a la embajada de la India, contaba que el embajador hindú, cuando vio la cruz que llevaba sobre el pecho, le dijo: –Nunca he entendido porque ustedes, los católicos, adoran a un torturado.
El cardenal le intentó explicar que todo ese sufrimiento lo había sufrido Dios por amor a nosotros, que no era un torturado sino un enamorado. La muerte de Jesús no fue masoquismo.
Por eso, aquél viernes de muerte fue desconcertante para satanás (con minúscula): que, por muy listo que sea, no sabe amar.
La entrega es cuestión de amor, sino no se entiende lo que hizo nuestro Señor, ni lo que han hecho los mártires y otra mucha gente que le ha dado su vida, día a día.
Me contaban que durante la Semana Santa de hace dos años, una chica que fue a Roma se estaba planteando entregarse a Dios, pero no quería ni oír hablar del tema y rechazaba esa idea de forma tajante, como algo absurdo.
En la Misa del Domingo de Ramos el Papa, durante la homilía, hizo alusión a que, antiguamente, durante esa Misa la gente iba en procesión hasta la iglesia y que, cuando llegaban a la puerta de la iglesia se golpeaba con una cruz que encabezaba la procesión.
Estas palabras de Benedicto XVI le impresionaron mucho y le venían constantemente a la cabeza durante los días siguientes: «Dios está golpeando mi alma para que le abra las puertas…». Eso pensaba ella por dentro una y otra vez…
Llegó el Viernes Santo y fue a los oficios a una iglesia que estaba llena hasta los topes. Como todo el mundo sabe, durante los oficios de ese día hay un momento en el que el pueblo va hacia el altar para adorar y besar la cruz.
Como había mucha gente, aquello duró 50 minutos, hasta que pasó la última persona para besar la Cruz.
Pues, mientras estaba en la cola, le vino a la cabeza otra vez la idea que el Papa dijo el Domingo de Ramos: la cruz procesional que golpea las puertas de la iglesia para que se abrieran…«Dios está golpeando mi alma para que le abra las puertas…»
Y, mientras tanto, se iba acercando cada vez más a la cruz. Le entraron ganas de salir corriendo hacia la puerta de la iglesia y huir.
Pero también -ella misma lo contaba- le entraban ganas de salir corriendo hacia la Cruz para besarla y entregarse de una vez por todas. Sabía que el Señor le estaba llamando… Al final, eso fue lo que hizo.
La Virgen no se desconcertó ante la entrega de Jesús ni ante la cruz, porque su amor le llevó a fiarse de Dios.
Detrás de todo lo que sufrió Ella como Madre, en el fondo latía la esperanza: el Señor no le había fallado nunca, y tampoco lo haría ahora.
El amor mantuvo la esperanza de la esperanza de la Virgen. Y la esperanza le hizo ver con los ojos de Dios.
Antonio Balsera & Ignacio Fornés
No hay comentarios:
Publicar un comentario