El día 28 se cumple un aniversario más de la ordenación de sacerdotal de San Josemaría.
En esta ceremonia, los que se van a recibir este sacramento, antes de recibir la imposición de manos del Obispo, oran postrados en el suelo mientras se canta la Letanía de los Santos.
Así hizo también San Josemaría: en concreto en el suelo de la iglesia de San Carlos en Zaragoza.
El momento de la postración, tiene una especial trascendencia porque la Iglesia, rezando la letanía de los santos, pide a Dios por sus nuevos hijos sacerdotes.
Mientras los ordenandos permanecen tumbados imploran del Cielo las gracias necesarias para ejercer el ministerio santamente. Cuando alguien se postra delante de otro es porque se siente indigno.
Una vez un sacerdote explicaba a unas niñas porqué saludamos a Dios arrodillándonos, les decía: «Delante de Dios todos somos pequeños. Pero cuando vamos a saludarle nos ponemos de rodillas para hacernos más pequeños todavía».
Pues si arrodillándonos reducimos la estatura, tumbándonos en el suelo desaparecemos y reconocemos nuestra indignidad delante de Dios.
Uno de los secretarios de Juan Pablo II contaba que un día tuvo que hablar urgentemente con el Papa. Fue a buscarle a la capilla, luego a la biblioteca privada, después a las salas contiguas.
No lo encontraba. Acudió a su habitación, pero tampoco. Le preguntó entonces a su secretario personal, don S. Dziwisz, y éste le dijo: «Hace ya un buen rato que no lo he visto; pero mire de nuevo en la capilla».
Volvió a la capilla, miró de nuevo. No estaba ni sentado, ni arrodillado. Al cabo de unos segundos, se dio cuenta de que el Papa estaba postrado en el suelo, con los brazos en cruz, en una actitud de inmolación total (Juan Pablo II, un desconocido, p. 168).
Juan Pablo II se llamaba a sí mismo el siervo de los siervos de Dios. El último, el más indigno y por eso se tumbaba delante del Señor para rezarle.
Ante Dios somos pequeños insignificantes. En la vida espiritual el fruto lo da Dios. Muchas veces se trata de no estorbar. Lo importante es la gracia de Dios.
Aquel 28 de marzo estaba San Josemaría postrado en oración pidiendo la ayuda divina. De una manera gráfica se muestra el programa de vida que tuvo siempre: «Ocultarse y desaparecer ¡Que sólo Jesús se luzca!», como solía repetir.
Es preciso que también nosotros tengamos este programa de vida. Los santos han vivido así. Y también san Josemaría desde su infancia y desde los primeros pasos del ministerio sacerdotal.
Dos días después, el 30 de marzo de 1925, celebró su primera Misa Solemne. La celebración de la primera Misa es, quizá, el único día en el que el sacerdote adquiere cierto protagonismo.
Es un día de fiesta grande, de felicitaciones. Un día que se recuerda especialmente con el paso del tiempo. Sin embargo, la primera Misa de san Josemaría no fue ni siquiera solemne.
La celebró en sufragio por su padre, rodeado de pocas personas, con su madre vestida de luto. Así lo recordaba él mismo tiempo después: «En la Santa Capilla ante un puñado de personas, celebré sin ruido mi Primera Misa». (Vázquez de Prada I, p. 195).
Quizá el único consuelo que le concedió el Señor fue poder celebrarla en la santa capilla de El Pilar.
Y dos días más tarde, le llegó su primer encargo pastoral: Perdiguera. Un pueblo pequeño, lejos de Zaragoza y por tanto lejos de su familia, y con el párroco ausente por enfermedad.
Ocultarse y desaparecer, ¡que sólo Jesús se luzca!
Dios le concedió muchas cualidades. Humanamente sobresalía por muchas virtudes, tenía don de gentes. Pero siempre se quitaba de en medio…, no quería recibir parabienes, ni felicitaciones, ni aplausos…
Me contaba un sacerdote mayor que san Josemaría no solía acudir a las ordenaciones de hijos suyos, precisamente por pasar oculto. Le encantaría acompañar a sus hijos, pero no acudía para evitar ser el centro de atención.
¿Cómo lo celebraba? Celebraba la Misa a la misma hora de la ordenación, escribía una carta a sus hijos y pasados unos días disfrutaba mucho viendo las fotografías de la ceremonia. Es cierto que en algunas ocasiones sí acudió, pero discretamente.
En 1948, una persona de la Obra vio cómo en la ceremonia de ordenación sacerdotal de varios miembros del Opus Dei, celebrada en la iglesia del Espíritu Santo, en Madrid, San Josemaría, con gafas oscuras, entró discretamente por una puerta lateral y se situó en un rincón del presbiterio (El hombre de Villa Tevere, 344).
–Que seas Tú, Señor, quien te lleves todos los aplausos.
Los santos han aprendido esta lección de la vida de Cristo. Él es quien debe adquirir el protagonismo en sus vidas: «Es preciso que Él crezca y yo disminuya» (Jn 3, 30). El Señor se ocultó y desapareció en tantos momentos de su vida.
Después de su perdida en el Templo, permaneció con María y José en Nazaret. Comenzaban, entonces, años de trabajo silencioso, de convivir con sus vecinos sin llamar la atención…
No fueron años carentes de significado o de mera preparación para la vida pública. Al contrario. «El Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo» (Es Cristo que pasa, n. 20).
Hay muchos cristianos que llevan una vida nada llamativa…, en su lugar de trabajo, en su familia…con la conciencia de que imitan los años de vida corriente de Jesús. Y es ese lugar, «oculto», donde se encuentran con Cristo, donde hacen su voluntad.
Pero no pensemos que sólo podemos aprender este aspecto de los años de vida oculta del Señor.
Cuando Él comenzó a predicar el Evangelio repitió de muchas maneras que el único interés que buscaba era mostrar al Padre. «Quien me ve a mí, ve al Padre» (San Juan 14, 9).
Él, siendo de condición divina, no codició ser igual a Dios, sino que se humilló tomando la condición de siervo (Cfr. Filip 2, 5–12)
En distintas ocasiones leemos en los Evangelios que el Señor se quitaba de en medio, que no quería aplausos, ni reconocimientos.
–Señor, que aprenda de Ti esta lección divina.
Por eso un día como hoy nos ayuda a considerar nuestra determinación de servir, de hacernos pequeños delante de Dios amando, pidiendo perdón, desagraviando, agradeciendo que el Señor haya querido contar con nosotros.
La actitud de postrarnos ante el Señor nos ayudará a arrancar nuestro egoísmo, atrapar el «yo» que a veces es nuestro peor enemigo.
–Señor ayúdanos a tomar la firme decisión de ocultarnos y desaparecer.
Para eso no basta sólo con buenas intenciones, con propósitos pasajeros. Es preciso pisotear nuestro yo, que es el peor enemigo. De lo contrario, el yo, revestido de soberbia, de vanidad, permanecerá al acecho, esperando la mínima ocasión para levantarse del suelo y hacerse notar.
Tengo razón, no cuentan conmigo, me han humillado. Esta claro que la actitud de ocultarse no está de moda.
Porque lo importante es destacar, sobresalir, ganar medallas para que los demás te reconozcan.
Hace unos días sonó el teléfono en casa y la llamada era para un familiar que tenía que tomar posesión de un nuevo puesto de trabajo. Tomé el recado y el mensaje era nítido: «Puede tomar posesión cuando quiera, pero cuanto antes lo haga mejor, porque así, en el futuro, obtendrá más puntos por antigüedad».
No tengo nada en contra de los méritos personales. Pero parece que eso es lo verdaderamente importante.
Ocultarse y desaparecer, ¡que sólo Jesús se luzca!
La Virgen siguió también este modo de vivir. Ciertamente estuvo en momentos alegres y tristes de la vida de su Hijo.
Pero nunca se hizo la importante, jamás quiso destacar. En las bodas de Caná se dio cuenta de lo que se venía encima: la falta de vino.
Se lo dijo al Señor y se quitó en medio: haced lo que Él os diga. Y María desaparece de la escena.
Le pedimos a Nuestra Madre que sepamos vivir así: ocultándonos y desapareciendo para que sólo Jesús se luzca.
Yago Martínez & Estanis Mazzuchelli
En esta ceremonia, los que se van a recibir este sacramento, antes de recibir la imposición de manos del Obispo, oran postrados en el suelo mientras se canta la Letanía de los Santos.
Así hizo también San Josemaría: en concreto en el suelo de la iglesia de San Carlos en Zaragoza.
El momento de la postración, tiene una especial trascendencia porque la Iglesia, rezando la letanía de los santos, pide a Dios por sus nuevos hijos sacerdotes.
Mientras los ordenandos permanecen tumbados imploran del Cielo las gracias necesarias para ejercer el ministerio santamente. Cuando alguien se postra delante de otro es porque se siente indigno.
Una vez un sacerdote explicaba a unas niñas porqué saludamos a Dios arrodillándonos, les decía: «Delante de Dios todos somos pequeños. Pero cuando vamos a saludarle nos ponemos de rodillas para hacernos más pequeños todavía».
Pues si arrodillándonos reducimos la estatura, tumbándonos en el suelo desaparecemos y reconocemos nuestra indignidad delante de Dios.
Uno de los secretarios de Juan Pablo II contaba que un día tuvo que hablar urgentemente con el Papa. Fue a buscarle a la capilla, luego a la biblioteca privada, después a las salas contiguas.
No lo encontraba. Acudió a su habitación, pero tampoco. Le preguntó entonces a su secretario personal, don S. Dziwisz, y éste le dijo: «Hace ya un buen rato que no lo he visto; pero mire de nuevo en la capilla».
Volvió a la capilla, miró de nuevo. No estaba ni sentado, ni arrodillado. Al cabo de unos segundos, se dio cuenta de que el Papa estaba postrado en el suelo, con los brazos en cruz, en una actitud de inmolación total (Juan Pablo II, un desconocido, p. 168).
Juan Pablo II se llamaba a sí mismo el siervo de los siervos de Dios. El último, el más indigno y por eso se tumbaba delante del Señor para rezarle.
Ante Dios somos pequeños insignificantes. En la vida espiritual el fruto lo da Dios. Muchas veces se trata de no estorbar. Lo importante es la gracia de Dios.
Aquel 28 de marzo estaba San Josemaría postrado en oración pidiendo la ayuda divina. De una manera gráfica se muestra el programa de vida que tuvo siempre: «Ocultarse y desaparecer ¡Que sólo Jesús se luzca!», como solía repetir.
Es preciso que también nosotros tengamos este programa de vida. Los santos han vivido así. Y también san Josemaría desde su infancia y desde los primeros pasos del ministerio sacerdotal.
Dos días después, el 30 de marzo de 1925, celebró su primera Misa Solemne. La celebración de la primera Misa es, quizá, el único día en el que el sacerdote adquiere cierto protagonismo.
Es un día de fiesta grande, de felicitaciones. Un día que se recuerda especialmente con el paso del tiempo. Sin embargo, la primera Misa de san Josemaría no fue ni siquiera solemne.
La celebró en sufragio por su padre, rodeado de pocas personas, con su madre vestida de luto. Así lo recordaba él mismo tiempo después: «En la Santa Capilla ante un puñado de personas, celebré sin ruido mi Primera Misa». (Vázquez de Prada I, p. 195).
Quizá el único consuelo que le concedió el Señor fue poder celebrarla en la santa capilla de El Pilar.
Y dos días más tarde, le llegó su primer encargo pastoral: Perdiguera. Un pueblo pequeño, lejos de Zaragoza y por tanto lejos de su familia, y con el párroco ausente por enfermedad.
Ocultarse y desaparecer, ¡que sólo Jesús se luzca!
Dios le concedió muchas cualidades. Humanamente sobresalía por muchas virtudes, tenía don de gentes. Pero siempre se quitaba de en medio…, no quería recibir parabienes, ni felicitaciones, ni aplausos…
Me contaba un sacerdote mayor que san Josemaría no solía acudir a las ordenaciones de hijos suyos, precisamente por pasar oculto. Le encantaría acompañar a sus hijos, pero no acudía para evitar ser el centro de atención.
¿Cómo lo celebraba? Celebraba la Misa a la misma hora de la ordenación, escribía una carta a sus hijos y pasados unos días disfrutaba mucho viendo las fotografías de la ceremonia. Es cierto que en algunas ocasiones sí acudió, pero discretamente.
En 1948, una persona de la Obra vio cómo en la ceremonia de ordenación sacerdotal de varios miembros del Opus Dei, celebrada en la iglesia del Espíritu Santo, en Madrid, San Josemaría, con gafas oscuras, entró discretamente por una puerta lateral y se situó en un rincón del presbiterio (El hombre de Villa Tevere, 344).
–Que seas Tú, Señor, quien te lleves todos los aplausos.
Los santos han aprendido esta lección de la vida de Cristo. Él es quien debe adquirir el protagonismo en sus vidas: «Es preciso que Él crezca y yo disminuya» (Jn 3, 30). El Señor se ocultó y desapareció en tantos momentos de su vida.
Después de su perdida en el Templo, permaneció con María y José en Nazaret. Comenzaban, entonces, años de trabajo silencioso, de convivir con sus vecinos sin llamar la atención…
No fueron años carentes de significado o de mera preparación para la vida pública. Al contrario. «El Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo» (Es Cristo que pasa, n. 20).
Hay muchos cristianos que llevan una vida nada llamativa…, en su lugar de trabajo, en su familia…con la conciencia de que imitan los años de vida corriente de Jesús. Y es ese lugar, «oculto», donde se encuentran con Cristo, donde hacen su voluntad.
Pero no pensemos que sólo podemos aprender este aspecto de los años de vida oculta del Señor.
Cuando Él comenzó a predicar el Evangelio repitió de muchas maneras que el único interés que buscaba era mostrar al Padre. «Quien me ve a mí, ve al Padre» (San Juan 14, 9).
Él, siendo de condición divina, no codició ser igual a Dios, sino que se humilló tomando la condición de siervo (Cfr. Filip 2, 5–12)
En distintas ocasiones leemos en los Evangelios que el Señor se quitaba de en medio, que no quería aplausos, ni reconocimientos.
–Señor, que aprenda de Ti esta lección divina.
Por eso un día como hoy nos ayuda a considerar nuestra determinación de servir, de hacernos pequeños delante de Dios amando, pidiendo perdón, desagraviando, agradeciendo que el Señor haya querido contar con nosotros.
La actitud de postrarnos ante el Señor nos ayudará a arrancar nuestro egoísmo, atrapar el «yo» que a veces es nuestro peor enemigo.
–Señor ayúdanos a tomar la firme decisión de ocultarnos y desaparecer.
Para eso no basta sólo con buenas intenciones, con propósitos pasajeros. Es preciso pisotear nuestro yo, que es el peor enemigo. De lo contrario, el yo, revestido de soberbia, de vanidad, permanecerá al acecho, esperando la mínima ocasión para levantarse del suelo y hacerse notar.
Tengo razón, no cuentan conmigo, me han humillado. Esta claro que la actitud de ocultarse no está de moda.
Porque lo importante es destacar, sobresalir, ganar medallas para que los demás te reconozcan.
Hace unos días sonó el teléfono en casa y la llamada era para un familiar que tenía que tomar posesión de un nuevo puesto de trabajo. Tomé el recado y el mensaje era nítido: «Puede tomar posesión cuando quiera, pero cuanto antes lo haga mejor, porque así, en el futuro, obtendrá más puntos por antigüedad».
No tengo nada en contra de los méritos personales. Pero parece que eso es lo verdaderamente importante.
Ocultarse y desaparecer, ¡que sólo Jesús se luzca!
La Virgen siguió también este modo de vivir. Ciertamente estuvo en momentos alegres y tristes de la vida de su Hijo.
Pero nunca se hizo la importante, jamás quiso destacar. En las bodas de Caná se dio cuenta de lo que se venía encima: la falta de vino.
Se lo dijo al Señor y se quitó en medio: haced lo que Él os diga. Y María desaparece de la escena.
Le pedimos a Nuestra Madre que sepamos vivir así: ocultándonos y desapareciendo para que sólo Jesús se luzca.
Yago Martínez & Estanis Mazzuchelli
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