«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?» (Sal 26). Estas palabras del Salmo nos llenan de paz. Él es la Luz de nuestras vidas. Luz que procede de la Luz, decimos cada vez que rezamos el credo para definir a Jesús.
Había profetizado Isaías: El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló (Is, 8). Como escribió San Mateo esta profecía se cumplió en Jesús. La humanidad caminó en tinieblas hasta que la luz brilló en la tierra, cuando Jesús nació en Belén. Luego, ese lucero se trasladó a la pequeña ciudad de Nazaret iluminando la vida de sus paisanos.
Y en ese tiempo Jesús llamó a unos hombres sencillos de Galilea y dio sentido a sus vidas. La mayoría eran pescadores con un horizonte vital bastante gris, sin ningún relieve. Su vida iba a ser el negocio de la pesca. Sus temas de conversación, si picaban o no picaban los peces... O, como mucho, la última tempestad en el lago.
Sin embargo, la Luz llegó a ellos y salieron de la penumbra de una existencia sin relieve. Su vida cambió y, a la vez recibieron el encargo de iluminar el mundo. Y gracias a ellos esta Luz nos ha llegado a nosotros.
Es una historia que ocurrió hace 21 siglos, pero que ha seguido ocurriendo a lo largo de todos estos años y que sigue ocurriendo ahora. Se puede llevar una vida cómoda, pero la vida cómoda no hace feliz. El Señor te ha llamado a ser Luz. Y tú quieres ser luz cuando seas carne y pellejo, pero no ahora cuando eres joven. Pero Jesús eligió a gente joven para que llevaran la luz del Evangelio por todo el mundo.
Podrías pensar: pero San Pedro no era tan joven... y es cierto, al menos por fuera: de hecho ya se había casado (tenía suegra) y, probablemente había enviudado. Pero interiormente sí era joven: si no, no se habría decidido a dejar la barca y a seguir a Cristo. El Señor quiere contar con la generosidad de unos pocos para llevar la luz al mundo. Siempre han sido unos pocos los que en tiempos de crisis han llenado de luz al mundo.
Y nosotros no podemos mirar a nuestro alrededor y decir: ¿dónde están y quiénes son esos pocos? Por mucho que miremos no vamos a encontrar a mucha gente... Somos nosotros. Pocos, sí.
Quiere Jesús contar con cada uno de nosotros para llevar la Luz al mundo. Y esta idea choca quizá con lo que teníamos pensado para nuestra vida. Se puede llevar una vida cómoda, pero la vida cómoda no hace feliz. «Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda sino un corazón enamorado» (Surco, 795).
Había profetizado Isaías: El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló (Is, 8). Como escribió San Mateo esta profecía se cumplió en Jesús. La humanidad caminó en tinieblas hasta que la luz brilló en la tierra, cuando Jesús nació en Belén. Luego, ese lucero se trasladó a la pequeña ciudad de Nazaret iluminando la vida de sus paisanos.
Y en ese tiempo Jesús llamó a unos hombres sencillos de Galilea y dio sentido a sus vidas. La mayoría eran pescadores con un horizonte vital bastante gris, sin ningún relieve. Su vida iba a ser el negocio de la pesca. Sus temas de conversación, si picaban o no picaban los peces... O, como mucho, la última tempestad en el lago.
Sin embargo, la Luz llegó a ellos y salieron de la penumbra de una existencia sin relieve. Su vida cambió y, a la vez recibieron el encargo de iluminar el mundo. Y gracias a ellos esta Luz nos ha llegado a nosotros.
Es una historia que ocurrió hace 21 siglos, pero que ha seguido ocurriendo a lo largo de todos estos años y que sigue ocurriendo ahora. Se puede llevar una vida cómoda, pero la vida cómoda no hace feliz. El Señor te ha llamado a ser Luz. Y tú quieres ser luz cuando seas carne y pellejo, pero no ahora cuando eres joven. Pero Jesús eligió a gente joven para que llevaran la luz del Evangelio por todo el mundo.
Podrías pensar: pero San Pedro no era tan joven... y es cierto, al menos por fuera: de hecho ya se había casado (tenía suegra) y, probablemente había enviudado. Pero interiormente sí era joven: si no, no se habría decidido a dejar la barca y a seguir a Cristo. El Señor quiere contar con la generosidad de unos pocos para llevar la luz al mundo. Siempre han sido unos pocos los que en tiempos de crisis han llenado de luz al mundo.
Y nosotros no podemos mirar a nuestro alrededor y decir: ¿dónde están y quiénes son esos pocos? Por mucho que miremos no vamos a encontrar a mucha gente... Somos nosotros. Pocos, sí.
Quiere Jesús contar con cada uno de nosotros para llevar la Luz al mundo. Y esta idea choca quizá con lo que teníamos pensado para nuestra vida. Se puede llevar una vida cómoda, pero la vida cómoda no hace feliz. «Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda sino un corazón enamorado» (Surco, 795).
Cuáles son las ilusiones de tu vida: casarte y si puede ser en un lugar chic, vivir en la calle céntrica, tener trabajo los dos aquí en la misma ciudad, llevar a tus hijos al mejor colegio..., y sólo eso. Pequeño gran burgués. Esto es ocultar el farol bajo la cama de matrimonio. Ser luz en toda circunstancia implica acercarnos a Jesús. El que da sentido a nuestra vida no puede ser otro que Jesucristo.
Ahora se entienden mejor las palabras del salmo: –El Señor es mi luz y mi salvación ¿a quién temeré? (Sal. 26). Nos guía en nuestro camino a través de las tinieblas. También ahora desde el sagrario, el Señor es un faro que da luz y sentido a toda nuestra vida: a la monotonía de nuestro trabajo, y de nuestra vida de familia, que es siempre lo mismo.
Nosotros, si acudimos al sagrario para pedir ayuda, encontramos luz para nosotros y además podemos iluminar la vida de los demás: gracias a ella estaremos serenos, optimistas, simpáticos, y pensaremos en positivo. Seremos un verdadero faro para los demás.
Dos acorazados, dos buques de guerra, habían estado de maniobras en el mar con tempestad durante varios días. La visibilidad era pobre; había niebla, de modo que el capitán permanecía sobre el puente supervisando todas las actividades.Poco después de que oscureciera, el vigía que estaba en el extremo del puente informó: Luz a estribor.
Y el capitán preguntó: -¿Viene con rumbo directo o se desvía hacia popa? El vigía respondió: -Directo, capitán. Esto significaba que iban directo a una colisión con aquel buque.
El capitán llamó al encargado de emitir señales: —Envía este mensaje: Estamos a punto de chocar; aconsejamos que ustedes cambien 20 grados su rumbo. Y llegó la respuesta: —Aconsejamos que sean ustedes los que cambien 20 grados su rumbo.
Mal estaba la cosa, y el capitán un poco enfadado dijo al encargado de emitir las señales: —Contéstele: Soy capitán, cambie su rumbo 20 grados. Respondieron desde el otro lado:—Soy marinero de segunda clase. Mejor cambie su rumbo 20 grados.
El capitán estaba ya hecho una furia: —Conteste: Soy un acorazado. Cambie su rumbo 20 grados.
La linterna del interlocutor envió su último mensaje: —Yo soy un faro. Y el acorazado, claro está, cambio su rumbo.
Pero Dios ha querido que el cristiano sea en nuestro mundo un punto de referencia, un faro. Un faro que nos indica donde está la luz para que no nos perdamos cuando llegue la noche o una borrasca. Para eso estamos los cristianos, aunque personalmente seamos peores que los demás. Estamos para señalar el camino. Que seamos el faro que contiene su Luz que enseña el camino a todos hombres.
Nuestro Señor nos ha dicho claramente y nos lo dice ahora: «vosotros sois la luz del mundo». Y, nos podemos preguntar ¿cómo hacer para encender el faro, cómo para encender la luz?
Vivimos en la civilización del botón, del triunfo del interruptor: con solo apretar una tecla se pone casi todo en funcionamiento. Si aprietas un botón puedes conseguir casi todo: una coca–cola, una hamburguesa o una fotocopia. Con solo darle a una tecla envías un e–mail o borras un archivo, puedes mandar una foto o matar un marciano. Podemos decir que el botón está en nuestra esencia: todo hombre tiene siempre una tecla que apretar.
Pues el botón para dar luz a los demás es dedicar tiempo a Dios. Hacer oración y perseverar en ella. Pero, puedes pensar, ¿cómo voy yo a iluminar con solo cinco minutos de oración? Si te fijas en una bombilla apagada, no veis nada dentro, excepto un trocito bastante pequeño de cable. Pero una vez encendida la bombilla, ese trozo de hilo sí que da luz, porque la electricidad lo transforma en una masa incandescente.
Eso hace Dios con nuestros minutillos de oración, Él los enciende. La experiencia de la vida de los santos, nos lo demuestra: los que más han intentado estar cerca de Dios son los que más hacen felices a los demás.
La Oración a Dios nos hace ser mejores y nos convierte en el faro en medio del mundo porque nos acerca a Jesucristo. ¡La oración nos hará mejores y también a los que nos rodean!
La Virgen, Madre de Dios, dio a luz a la Luz. Que Ella nos ayude a recibirla en la comunión, y llevar la alegría a los demás.
Estanis Mazzuchelli & Ignacio Fornés
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