El Señor advierte a los que hacen las cosas para quedar bien que se quedarán sin la recompensa del Padre celestial (cfr. Mt 6, 1–6).
El Señor, que enseñaba las cosas con ejemplos muy claros, les dijo a los que le estaban oyendo:
Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano.
El fariseo, daba mucha importancia a lo exterior, a las formas, por eso se puso de pie para que todos le vieran.
Cuenta el Evangelio que en su interior oraba así: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana (…)».
No pensemos que el fariseo era una persona mala: por lo menos rezaba. Lo que pasa es que rezaba para quedarse tranquilo. No busca a Dios, sino a sí mismo.
Hoy rezaría así: –«Te doy gracias Dios mío porque voy a Misa, hago oración; en Navidades fui a cantar villancicos a varios hospitales de la ciudad. Es evidente que no soy como los demás, que se emborrachan, y juegan a la güija…».
Como ves se puede rezar y, a la vez, estar lejos de Dios. Es posible no ser un gran pecador, y hacer una oración que desagrada al Señor.
En su oración el fariseo hablaba y hablaba. No dejaba que el Señor le dijese las cosas, estaba a su rollo.
Eso es lo que quiere el diablo, quiere que estemos tranquilos con lo que hacemos y que, a la vez, vivamos sin el Señor.
Satanás, que es un mentiroso, también es capaz de hacer cosas.
Un día se apareció a San Mauricio y le dijo: –«Todo lo que tú haces yo lo hago también».
El demonio se refirió a cosas de mortificación que el santo hacía: «Tú ayunas… y yo no como nunca. Tú velas… y yo jamás duermo».
San Mauricio, que lo tenía muy claro, le contestó: –«Yo hago una cosa que tú no puedes hacer».
–«Y ¿cuál es?» le dijo el diablo.
–«Humillarme», respondió el santo.
En el trato con Dios hay que ser humildes. Y la humildad es estar en verdad. Por eso, lo importante de la oración es ponernos en nuestro sitio, no ir de chulitos, sino reconocer lo que somos, gente necesitada.
–Señor, perdóname. Cámbiame el corazón. Tú lo sabes todo, tu sabes que a pesar de que soy un pecador, yo te quiero.
Las personas que se convierten, saben exactamente en qué momento y dónde se decidieron a cambiar.
Te leo el trasplante de corazón que sufrió un conocido converso inglés:
«Creo que todavía sería capaz de señalar el sitio exacto de las escaleras donde una noche, a los diecisiete años, caí de rodillas y pronuncié un voto de celibato. La idea que predominaba en mi mente no era la de la virginidad.
»No estaba huyendo de las maldades del mundo que contemplaba en torno a mí… En aquella época (como les ocurre normalmente a muchas personas), comenzaba a hacer íntimas y sólidas amistades.
»También comenzaba a darme cuenta de que en muchos casos, cuando abandonáramos el colegio, la separación acabaría con ellas.
»Consciente por primera vez del ansia con que mi naturaleza buscaba la simpatía y el apoyo humanos, me pareció un deber evidente negarme a mí mismo esa simpatía y ese apoyo, aún más afectuoso que los surgidos del matrimonio.
»Necesitaba disponer de la capacidad de acompañar al Señor sin impedimentos.
Eso es lo que quiere el Señor, disponer de toda tu capacidad para quererle. Para eso nos da su gracia durante la Cuaresma.
–Señor que te quiera con todo corazón. Necesitamos que nos hagas un trasplante. Oh, Dios, crea en mí un corazón puro.
Para que sea creado este corazón puro hay que romper antes el viejo, porque con ése, sólo buscamos agradarnos a nosotros mismos, como le sucedía al fariseo: que su corazón no le servía para querer a los demás.
–Convertíos a mí de todo corazón, nos dice el Señor.
Quiere que nos propongamos hacer algunas cosas y que otras las dejemos. No busca un cambio superficial, busca un cambio en el fondo.
Que nos demos cuenta de que todo lo que está al margen de Dios es ceniza.
En la parábola que estaba contando Jesús, el publicano fue el que «bajó justificado a su casa». Lo único que hizo fue pedir perdón: «se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador» (Lc 18, 13).
Y eso es lo que hacemnos en la Confesión: pedir perdón a Dios, quitando esas cenizas que impiden que nuestro corazón cambie, ame a los demás.
Un famoso periodista cuenta su propia experiencia con la confesión. Estando en Roma, después de tomarse un café se fue San Pedro. No era muy religioso, era comunista aunque bautizado.
Entró en la Basílica y, mientras la veía llegó hasta la capilla de confesionarios. El mismo nos cuenta lo que ocurrió: «Me coloqué a una cierta distancia delante de la caja –se refería a confesionario– y esperé hasta que la joven que estaba delante de mí acabara con su historia.
»Estaba arrodillada en la cabina semiabierta; parecía hablar sin fin. De repente se podía ver como le corrían lágrimas a borbotones.
»Me sentí un poco incómodo con esta escena; miré esforzado hacia alguna estatua y estaba a punto de irme, cuando el confesor me llamó desde la cabina. Yo sólo vi el brazo extendido y un dedo que me llamaba. Ya no había posibilidad de escapar, y me lancé a algo que me parecía ridículo.
»El sacerdote me hizo algunas preguntas y al final, me dio un consejo que dio justo en el clavo, como una flecha en un punto minúsculo de una diana minúscula».
Aquel encuentro con el Señor en la confesión -aunque fue un poco forzado- cambió el corazón del periodista. Porque Dios, a quien se le acerca arrepentido, le da un corazón nuevo y un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos (Ez 11, 19–20).
Cuanto más cuidemos nuestras confesiones, más frecuente serán nuestras conversiones, porque más dejaremos actuar al Señor en nosotros.
La conversión primera, quizá puede ser espectacular, pero tan importantes o más son las pequeñas conversiones que experimentamos en la confesión semanal.
Si queremos conversiones, confesiones. Cuidar la confesión es hacerla con calma, pero sobre todo es hacerla frecuentemente: la peor confesión es la que no se hizo con sinceridad, y después, la peor confesión es la que no se hizo por pereza.
«Muchas conversiones (…) han sido precedidas de una encuentro con María… Nuestra Señora ha activado las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una nueva vida» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, 149).
María es nuestra enfermera, el amor que le tenemos hace de anestesia, para que el trasplante de corazón cueste menos.
Mazzuchelli & Fornés
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