Amémonos unos a otros ya que el Amor es de Dios (Juan 4, 7).
Y no sólo es que tengamos que querernos porque el Amor proceda de Dios, sino que Dios mismo es eso: Deus cáritas est. Como el Papa Benedicto ha querido titular a su primera encíclica.
Por eso, si Dios es Amor, puede parecer extraño lo que a veces relata la Sagrada Escritura. Me viene a la cabeza ahora el castigo al rey David.
Dios castigó al rey David al final de su vida por haber ordenado un censo de todo el pueblo de Israel.
Nos preguntamos cómo un censo, tan común en nuestros días, pudo merecer el castigo de Dios.
La opinión más extendida es que este censo se hizo por egoísmo, para conseguir mano de obra al servicio real. Por eso pudo Salomón, el hijo de David, construirse el palacio y el famoso Templo.
Al morir Salomón le sucedió su hijo Roboán. Nada más subir al trono todo el pueblo le pidió que no le explotara más:
«Tu padre hizo muy pesado nuestro yugo; aligera, pues, ahora tú esta dura servidumbre y te obedeceremos».
Roboán todavía joven preguntó entonces a su consejo. Los más ancianos, antiguos consejeros de su padre, gente con experiencia, le aconsejaron que cediera y les librase de ese peso, y así se ganaría la popularidad de todos…
Sin embargo, sus consejeros más jóvenes, que se habrían criado con él, en una vida cómoda de palacio en la magnífica corte de Salomón, le dijeron lo contrario: que se mantuviera firme para que así le cogieran respeto.
Roboán siguió el mal consejo de los jóvenes y dijo al pueblo: «Mi padre os cargó un yugo pesado y yo os lo haré todavía más pesado; mi padre os azotó con azotes y yo os azotaré con escorpiones».
El resultado fue que las doce tribus de Israel se dividieron. Diez eligieron como caudillo a Jeroboán, que era un pájaro.
Solamente las tribus de Judá y Benjamín siguieron reconociendo la autoridad de la casa de David.
«Mi padre os impuso un yugo pesado y yo os lo haré todavía más pesado». Esta es la actitud que se cargó la unidad del pueblo judío.
Nos vamos ahora al Nuevo testamento. Después de Pentecostés, los apóstoles salieron a predicar el Evangelio en primer lugar a los de su raza.
Al principio se limitaron casi exclusivamente a las comunidades judías de las grandes ciudades: Antioquía, Alejandría, Chipre y Cirene.
Con esta actitud, fueron atraídos a la fe pocos gentiles. Sólo cuando llegó San Pablo, un gran número de gente que no era judía ingresó en la Iglesia.
Entonces surgió una pregunta: ¿Debían cumplir los gentiles convertidos, las prescripciones de la Ley de Moisés, que observaban los judíos cristianos, o se les habría de descargar de ellas?
La circuncisión, observancia del sábado, abstención de algunos alimentos, en especial de la carne de cerdo, como los demás judíos…
Y no sólo es que tengamos que querernos porque el Amor proceda de Dios, sino que Dios mismo es eso: Deus cáritas est. Como el Papa Benedicto ha querido titular a su primera encíclica.
Por eso, si Dios es Amor, puede parecer extraño lo que a veces relata la Sagrada Escritura. Me viene a la cabeza ahora el castigo al rey David.
Dios castigó al rey David al final de su vida por haber ordenado un censo de todo el pueblo de Israel.
Nos preguntamos cómo un censo, tan común en nuestros días, pudo merecer el castigo de Dios.
La opinión más extendida es que este censo se hizo por egoísmo, para conseguir mano de obra al servicio real. Por eso pudo Salomón, el hijo de David, construirse el palacio y el famoso Templo.
Al morir Salomón le sucedió su hijo Roboán. Nada más subir al trono todo el pueblo le pidió que no le explotara más:
«Tu padre hizo muy pesado nuestro yugo; aligera, pues, ahora tú esta dura servidumbre y te obedeceremos».
Roboán todavía joven preguntó entonces a su consejo. Los más ancianos, antiguos consejeros de su padre, gente con experiencia, le aconsejaron que cediera y les librase de ese peso, y así se ganaría la popularidad de todos…
Sin embargo, sus consejeros más jóvenes, que se habrían criado con él, en una vida cómoda de palacio en la magnífica corte de Salomón, le dijeron lo contrario: que se mantuviera firme para que así le cogieran respeto.
Roboán siguió el mal consejo de los jóvenes y dijo al pueblo: «Mi padre os cargó un yugo pesado y yo os lo haré todavía más pesado; mi padre os azotó con azotes y yo os azotaré con escorpiones».
El resultado fue que las doce tribus de Israel se dividieron. Diez eligieron como caudillo a Jeroboán, que era un pájaro.
Solamente las tribus de Judá y Benjamín siguieron reconociendo la autoridad de la casa de David.
«Mi padre os impuso un yugo pesado y yo os lo haré todavía más pesado». Esta es la actitud que se cargó la unidad del pueblo judío.
Nos vamos ahora al Nuevo testamento. Después de Pentecostés, los apóstoles salieron a predicar el Evangelio en primer lugar a los de su raza.
Al principio se limitaron casi exclusivamente a las comunidades judías de las grandes ciudades: Antioquía, Alejandría, Chipre y Cirene.
Con esta actitud, fueron atraídos a la fe pocos gentiles. Sólo cuando llegó San Pablo, un gran número de gente que no era judía ingresó en la Iglesia.
Entonces surgió una pregunta: ¿Debían cumplir los gentiles convertidos, las prescripciones de la Ley de Moisés, que observaban los judíos cristianos, o se les habría de descargar de ellas?
La circuncisión, observancia del sábado, abstención de algunos alimentos, en especial de la carne de cerdo, como los demás judíos…
La cosa no estaba clara. Cuando un día San Pedro se sentó y comió con gentiles incircuncisos, fue bastante criticado.
Todo esto provocó el primer concilio Ecuménico, que tuvo lugar en Jerusalén. Durante las sesiones, San Pablo y San Bernabé hablaron del éxito de su misión entre los gentiles.
San Pedro, tomando la palabra el primero decidió librar a los gentiles de todas esas costumbres judías. Y así se aprobó….
En su discurso San Pedro dijo: «…¿por qué tentáis a Dios, queriendo imponer sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar?»
Dos actitudes distintas. La de Roboán que decide aumentar el peso de su pueblo, y la de los Apóstoles, que deciden aliviar las conciencias de los gentiles.
Son dos actitudes opuestas: una brusca y otra delicada, porque el yugo de Cristo es suave y su carga ligera.
Son dos actitudes que pueden salir de nosotros cuando tratamos a los demás: a veces dependiendo del día, de nuestro estado de humor, de si hemos dormido…
Por un lado la amabilidad al tratar a todos, el buen humor, preguntar la opinión de los demás, no imponer la nuestra como la única posible.
A veces la gente se pelea en una casa por quien ejerce el mando de la televisión.
Muchas veces justificamos nuestro mal carácter pensando que tenemos que decir las cosas como son, que debemos decir la verdad, pero la decimos sin caridad hasta con un enfado y contribuimos a que a que se enrarezca el ambiente y haya por eso divisiones.
Eso hizo Roboán. En la fraternidad hay que ponerse en la situación de la otra persona. Por eso es importante hacer como los apóstoles. Tener la actitud intentar aliviar a las demás. Ponerse en el lugar de los otros y ver sus puntos de vista…
Hay una palabra que aparece en los tratados de teología al hacer referencia a los que gobiernan en la Iglesia, la palabra para los que ejercen la autoridad entre los cristianos es suavitas, suavidad.
El gobierno en la Iglesia debe ejercerse con suavidad.
Esto significa que los cristianos no debemos exaltarnos ni echar en cara las cosas a nadie y más si se goza de autoridad.
Es bueno confesarse cuando uno no se domina y salta.
La intransigencia de Roboán tuvo fatales consecuencias.
Aquel acto de ligereza, uno sólo, cambió el curso de la historia.
El pueblo de Dios se dividió en dos reinos. Eso es lo que busca Satanás: enfrentar y dividir.
La caridad tiene un orden, los primeras son los de nuestra familia: «esforzaos», decía san Josemaría, «para que, sin sensiblerías aumente el cariño»
«A nadie, dice San Pablo, debáis ninguna otra cosa, sino el amor mutuo; pues quien ama al prójimo, ha cumplido la ley» Rm 13, 8–10.
Quererse, comprenderse, disculparse: pensar en los demás.
San Josemaría decía que si se faltaba a la caridad no era porque tuviéramos mal carácter sino por falta de vida interior. Desgraciadamente muchas veces, lo corriente en el hombre es el egoísmo, el altruismo, la entrega a los demás, no se da sin esfuerzo.
Sin embargo en Dios se da un altruismo infinito: llegaría a vaciar, si eso fuera posible, a Dios de Dios. La naturaleza divina no es poseída por cada Persona más que para referirla sin reservas hacía Otro.
Pidámosle al Señor ser como El. Desprendidos de nuestro yo. Le podemos decir con el Salmo: –Enséñame, Señor, Tú camino (86).
Santo Tomás a propósito de la Eucaristía dice que nos vacía de nosotros y nos llena de Dios: «el efecto propio de este sacramento es la transformación ("conversio") del hombre en Cristo, para que se pueda decir como el Apóstol: "vivo yo, pero no soy yo: es Cristo quien vive en mí. (Ga 2, 20)"» (In IV Sent., d. 12, q. 2, a. 1).
Este es el núcleo, la parte central de la Eucaristía, Dios que se vacía para entregarse a una criatura. En eso consiste el amor, en vaciarse para llenar al otro.
Al Amor de Dios que es el Espíritu Santo le pedimos con la liturgia de Pentecostés que nos enseñe el núcleo profundo y vital de ese sacramento: Spíritus Sanctus huius nobis sacrífici copiósius revelet arcanum (Or. Sobre las ofrendas, Pentecostés).
El abajamiento de Dios para ayudarnos.
Dice San Agustín, hablando de la misericordia que es cierta compasión de la miseria ajena.
Dios que se abaja. El amor tiene que ver con la humildad. La fraternidad tiene también mucho que ver con la humildad.
Dice el Señor: «El que se ama así mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). Sin embargo, nosotros nos aferramos a nuestra vida. No queremos abandonarla sino guardarla para nosotros mismos. Queremos poseerla no ofrecerla.
–Tú, Señor, te adelantas y nos muestras que sólo entregándola salvamos nuestra vida (…) Guíanos hacia el proceso del grano de trigo (…) que me ponga contigo al servicio de la redención del mundo.
Los grandes escritores místicos se maravillaban que un Dios tan grande se hiciera tan pequeño: que vea yo al Dios que me crió a mí, hecho niño por amor de mí, y aquel de quien antes se decía: "Grande es Dios, y muy loable", ahora se diga de Él: "Chico es Dios, y muy amable" (Fray Luis de Granada, Vida de Jesucristo, cap. IV).
Para ser como Dios en el Amor hemos de sacrificarnos, matar nuestro yo. Lo contrario, cuando la criatura humana piensa en sí misma se vuelve seria y agresiva como el padre de la mentira.
–Señor, ayúdanos a desenmascarar nuestro egoísmo que nos deja vacíos y frustrados. Que en vez de querer apoderarnos de nuestra vida la entreguemos.
¿Te imaginas los tres meses de María con Isabel? Que Ella nos ayude a hacer lo mismo en el lugar donde vivimos.
Knox & Balsera & Fornés
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