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Hace unas semanas, vi una madre que llevaba a su niño de la mano por la calle. Cruzaron la calle, se dirigió a un policía, le preguntó algo, el poli le indicó un sitio y se fue hacia allí, siempre con el niño cogido.
Y pensaba yo al verles que así hace también nuestra Madre la Iglesia con nosotros.
Nos lleva de la mano hacia Dios, porque sabe que lo necesitamos. Para eso, nos facilita el trato con el Señor a través de las fiestas litúrgicas.
Hoy celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Y nos atrevemos a pensar en cómo es Dios.
Hubo un escritor muy conocido en Inglaterra (Collins), famoso por su incredulidad, que se encontró en cierta ocasión con un obrero que iba a la iglesia y le preguntó con ironía:–¿Cómo es tu Dios, grande o pequeño?
El obrero le contestó con sencillez: -Es tan grande que tu cabeza no es capaz de concebirlo, y tan pequeño, que puede habitar en mi corazón (Cfr. T. Tóth, Venga a nosotros tu reino).
LA BONDAD DE DIOS
Bendito sea Dios Padre, y su Hijo unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros (Antífona de entrada).
Así vamos a empezar nuestra Misa: alabando a Dios, que se abaja a querernos como somos, no como Él quiere que seamos. Tiene misericordia de nosotros, asume nuestra miseria, no sólo las cosas buenas que Él nos ha regalado.
¡Cómo descansa saber que el Señor nos quiere con nuestros defectos! Por eso, es capaz de perdonarnos, porque nos quiere. Carga en su corazón con lo malo que tenemos: así de bueno y grande es nuestro Dios.
LA ALEGRÍA DEL ENAMORADO
Ante el amor lo que te sale es cantar. Es como lo que le sucede a la gente que se enamora: cuando se ven correspondidos explotan de alegría.
Se les nota porque no hablan de otra cosa. Están como ensimismados. Incluso los más rudos se vuelven un poco cursis.
Pues, nosotros, al ver el Amor tan grande de Dios, nos volvemos litúrgicos y repetimos lo que han dicho tantos santos durante siglos: A ti gloria y alabanza por los siglos.
-Te reconocemos, Señor, como único Dios (cfr. Dt 4,32-34. 39-40: Primera lectura).
Nos sale solo decir con el Aleluya de la Misa: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Y con el salmo: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
EL AMOR DE DIOS
San Juan nos dice en el Evangelio: tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna (Jn 3, 16-18).
¿Cómo nos podemos imaginar el amor que Dios nos tiene? ¿Cómo podríamos entenderlo?
Podemos seguir pensando en el amor humano. Es una imagen no perfecta, pero que todo el mundo entiende.
De hecho, las películas románticas nunca pasan de moda, porque reflejan como está hecho el corazón del hombre.
El amor es tan fuerte que constituye una Persona: Dios Espíritu Santo. El amor entre un hombre y una mujer es tan fuerte que engendran vida.
También el amor de un padre y una madre representa el amor de Dios. Quizá el amor de madre es el amor más fuerte que se da en esta tierra. Puede ser el más parecido al que Dios nos tiene: porque Dios es Padre y Madre a la vez.
El Señor, como buen Padre, está con nosotros todos los días, no nos deja (cfr. Mt 28,16-20: Evangelio de la Misas).
Por eso entendemos que san Pablo diga que podamos llamar a Dios como llaman los niños judíos a sus padres: ¡Abba! (Padre) (Rm 8,14-17: Segunda lectura).
LA VIDA INTERIOR DE DIOS
Decíamos que la Iglesia nos lleva de la mano para que nos sorprendamos ante este admirable misterio. Tres personas en la más estrecha unidad. Tres personas que se relacionan en una comunión de Amor.
Una Trinidad de Personas que dan y reciben perfectamente durante toda la eternidad. Se quieren para siempre y mucho. Así es la vida interior de Dios.
Qué bien se entienden las palabras de Benedicto XVI cuando dice: Dios no es soledad infinita sino comunión de luz y amor.
Ante un Dios así caemos de rodillas y, la Iglesia, nos recomienda que repitamos una y otra vez: Tibi laus, Tibi gloria, Tibi gratiarum actio in saécula sempiterna. O Beata Trínitas!
Con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestra voz, te reconocemos, Señor, te alabamos y bendecimos.
San Josemaría, cuando rezaba el Sanctus, Sanctus, Sanctus de la Misa, disfrutaba pensando que miles de ángeles revoloteaban por ahí, cerca del altar, dispuestos a adorar a Dios.
EL CIELO EN LA TIERRA
Los santos, como querían tanto al Señor, han procurado también hacer como él: querer mucho también a sus enemigos.
Porque es más humano y más divino la comunión, la unión con los demás, que la lucha, la división y el egoísmo.
Dice San Pablo: tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros (2 Cor 13, 11-13).
DIOS NOS BUSCA
Somos sociables, necesitamos compartir. Eso es lo que hace Dios: busca compartir con los hombres todo su amor, le sale solo.
Así buscó a su pueblo elegido y lo sacó de las tierras de Egipto con brazo fuerte (cfr. Primera lectura).
Lo peor de todo es que el hombre rechaza ese amor con el pecado. Eso fue lo que les ocurrió a los judíos, que se hicieron un becerro de oro y se enemistaron con él.
La situación de amistad con Dios, que existía antes, en el paraíso, se rompió con el pecado. Adán y Eva quisieron hacerse como Dios y se alejaron de él.
SER COMO DIOSES
El hombre se convierte en más santo cuanto más se parece a Dios. Nos convertimos en imagen suya cuando comulgamos.
Dios se realiza entregándose. A nosotros nos pasa lo mismo. Uno se realiza plenamente cuando se entrega, no cuando se afirma a sí mismo. Esa es la Trinidad, y esa es la vida nuestra.
Una cosa es pecado no porque Dios, de manera arbitraria, declare que lo sea, sino porque destruye la verdad del hombre: que estamos hechos para los demás.
Gracias a María late un corazón humano en el interior de la Trinidad. Gracias al fiat de la Virgen se hizo hombre Dios. Para que nosotros participáramos de su vida divina.
Gracias a Ella somos humildemente dioses, porque contamos con nuestro Padre Dios y con la misma Madre.
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