Puede parecer una verdad de Perogrullo, pero lo verdaderamente importante en nuestra vida es la llamada de Dios. Muchas mujeres santas han existido, pero sólo a una la eligió Dios para que fuese su Madre.
En la hora actual, no hace falta tener muchos conocimientos de historia, o saber mucha teología para darse cuenta de que son pocos los que se mantienen con ideas claras. Hace medio siglo este cataclismo era impensable.
El Señor –por su misericordia– nos ha mantenido fieles a nuestra vocación cristiana. Pero esto no nos sirve de orgullo, sino de agradecimiento al Señor, que nos ha puesto en camino al Cielo.
Con la llamada, el Señor nos da unas cualidades especiales, una serie de carismas. Que el Señor nos ha dado precisamente para ser santos, cada uno siguiendo su camino.
«¿Cómo podré expresar la angustia de mi corazón? En un instante se me presentó la vida con toda su realidad, llena de sufrimiento, y continuas separaciones, y derramé amarguísimas lágrimas. Ignoraba entonces el goce del sacrificio» decía Teresa de Lisieux.
Pues a nosotros, por nuestra vocación también nos sucederá lo mismo: incluso en el sacrificio sentiremos goce, mejor dicho: sufrir para nosotros será llenarnos continuamente de amor.
Con la mirada que posa sobre nosotros, Dios nos invita a la santidad. El Señor nos ha llamado y busca nuestra respuesta: la correspondencia a esa llamada. Y nos estimula a la conversión y al progreso en la vida espiritual.
Pero sin provocar nunca la angustia de no llegar. Esa «presión» que sentimos a veces bajo la mirada de los demás. Y es que en la vida sufrimos frecuentemente la tensión de responder, a lo que los demás esperan de nosotros (o a lo que nos imaginamos que esperan de nosotros).
Y esto puede acabar resultando agotador. Precisamente en nuestro tiempo hay gente que desecha el cristianismo, sus dogmas y sus mandamientos bajo el pretexto de que es una religión culpabilizadora.
Pero es lo contrario: bajo la mirada de Dios nos sentimos liberados del agobio de ser «los mejores», los perpetuos «ganadores». Bajo la mirada de Dios podemos vivir con el ánimo tranquilo. Sin hacer continuos esfuerzos por mostrarnos como en nuestro mejor momento. No es necesario gastar energías en aparentar lo que no somos. Delante de Dios podemos –sencillamente– ser como somos.
Por eso no existe mejor técnica de relajación que ésta: apoyarnos como niños pequeños en la ternura de un Padre que nos quiere como somos. Y cuando seamos viejos, no nos arrepentiremos de habernos entregado al Amor de Dios en plena juventud. Los amigos, nos pararan por la calle, y nos dirán : tu eres el que más suerte ha tenido.
Eso lo dirán desde un punto de vista humano. Lo que no sabrán es la recompensa que nos espera por nuestro amor de Dios: con mayúsculas podremos decir que nuestra vida ha valido la pena. VALE LA PENA.
La gente madura es amante de la estabilidad, en el fondo, del ahorro de energías. A la persona adulta no suele gustarle tanto el cambio. Sin embargo la experiencia de la vida es experiencia de la inestabilidad humana, del cambio: la experiencia de la fragilidad.
Y esta experiencia muchas veces desemboca en la desilusión, como dicen los poetas: en las aguas agridulces del escepticismo. Y es cierto. Esta es realidad: que muy pocas cosas logran escapar del desgaste del tiempo. Las ideas se apolillan, como los trajes: las ideas con el tiempo pierden burbujas, y lo que nos entusiasmó una vez, puede parecernos ahora ingenuo, o incluso equivocado.
Pero no solamente las ideas, también los sentimientos se disipan: con el paso del tiempo un corazón enamorado, puede ceder poco a poco, y caer en la rutina. La rutina: acumulando gestos sin sentido, anodinos, como dice el poeta: en el arenal de la tibieza. Pero no sólo se le debe achacar los cambios al sentimiento también le pasa a nuestra voluntad.
Nuestra voluntad, a veces, cambia bruscamente de dirección, y lo que parecía una voluntad férrea nos asusta porque se para, o cambia. Todo lo humano es frágil: el cuerpo, los instintos, nuestra sensibilidad. Por eso, querer medir el valor de la virtud por su resistencia a todo tipo de desfallecimientos, conduce al desánimo.
Precisamente por esto, expresiones como «perseverancia»,«constancia», «tenacidad», han perdido prestigio. Porque huelen a rigidez, a uniformidad aburrida. Por eso «perseverar» puede ser algo puramente mecánico, inerte, inhumano. Porque la duración y la estabilidad no son los valores más altos.
Ninguna cosa es valiosa sencillamente porque es duradera. La inteligencia del sabio es movilísima, la rigidez del estúpido es inconmovible. Por eso la fidelidad que le pedimos a la Virgen es algo vivo, elástico, paciente: aceptar con paciencia la Cruz, las pruebas del Amor.
La fidelidad está en descubrir nuestra debilidad y por eso poner la máxima confianza en el Dios que nunca puede fallar: "Dios no se muda". Podemos decir que en nuestra vida hay dos posibles caminos.
El de la tensión, el del perfeccionismo, que de alguna manera se distancia de las cosas, y se vuelve indiferente, e impasible: como una coraza que nos aísla. Entonces se considera la virtud como un record, en plan deportivo y de autodominio.
Hablando en una convivencia, con un sacerdote bastante experimentado, mientras que hacíamos footing, al ver que otros se había quedado en la casa trabajando, me decía en broma: –Nosotros que somos ya viejos, y llevamos ya muchas convivencias como ésta, hemos llegado a la excelencia.
Porque nada que tense puede ser bueno. Era una broma, pero se refería al camino del voluntarismo. Pero también hay otro camino: que exige un corazón abierto no centrado en uno. L
a perfección no se mira, entonces, como activismo o esfuerzo, sino como entrega, adaptarse a los demás: llegar a unión con Dios y con los demás. Por eso a este camino, que es Mandamiento Nuevo de los cristianos: lo llamaban «ágape». Ese amor que todo lo sufre, todo lo espera y que es fundamento de todas las virtudes. Ese amor que es un continuo comenzar y recomenzar.
Que es lo menos parecido a una virtud petrificada. Al revés, como todo amor, es tremendamente activo. No es la permanencia en una postura, sino un amor que sabe adaptarse a las nuevas circunstancias.
Por eso la fidelidad es algo vivo. En la vida cristiana la perseverancia tiene que ser fidelidad viva. Fidelidad no una a doctrina, sino a una Persona. Ser fiel a nuestro Señor es volverse dócil, con elasticidad.
Aceptar con paciencia el amor de Dios que nos prueba. La paciencia que al lo largo del tiempo ha descubierto su debilidad. Y busca a Dios que nunca puede fallar.
No se trata de perpetuar una cosa que hicimos hace años, sino de inventar nuevas formas de decir «fiat»: hágase. Nuevas formas de cantar un cántico nuevo cada vez. Hablar de comenzar y recomenzar no es revivir el mito pagano de Sísifo: condenado siempre a repetir lo mismo.
Para nosotros comenzar y recomenzar tiene que ver mucho con amare y redamare. Nuevas formas de cantar la misma canción. La canción que oímos en nuestra juventud. A veces resulta extraño oir las canciones que les gustan a las personas mayores.
–¿Cómo le puede ilusionar oír en el lo de «la falsa moneda»?
–Claro, si es lo que oía en su juventud. La canción de nuestra juventud, que ahora también cantamos.
La Virgen es la que lleva el ritmo de esa melodía de la fidelidad: comenzar y recomenzar es renovar el «fiat», el hágase, en cosas nuevas. Comenzar y recomenzar en nuestro caso es la actitud de conversión.
No se trata tanto de convertirnos un día, sino en estar abiertos a cambiar una y otra vez. Esta es «la copla de nuestra existencia, pecar y hacer penitencia». Este es el ritmo de nuestra vida: tocar nuestra melodía con instrumentos cada vez más sencillos.
Adaptanos al ritmo de Dios. San Agustín llama a la Virgen «Tympanistria nostra», nuestra timbalera: la que marca el compás de nuestra fidelidad.
–Tympanistria nostra, Virgo fidelis, ora pro nobis.
–Ruega por nosotros, para que sepamos comenzar y recomenzar, con el ritmo que nos marcas desde el cielo.
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