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Dios es el Amor por excelencia. Dios es la entrega absoluta.
Si hay alguien que sabe querer de verdad, ese es Dios. Por eso es infinitamente misericordioso y nos perdona siempre.
Una persona decía con razón: -¡Es increíble que Dios cualquier pecado, por gordo que sea, te lo perdona en 26 segundos! (Tiene razón. Es lo que dura la absolución).
Cuando el Señor manda que amemos, nos dice algo que Él ya hace porque está en su ser. No tiene que proponérselo, le sale solo. Tiende a eso.
No es sólo que le guste que la gente se quiera. Es que es de las cosas que más le alegran, por eso nos lo pide una y otra vez.
El Señor no tenía que mandar a los israelitas que se quisieran a sí mismos, o a sus novias y a sus familiares.
Para eso, el ser humano no necesita mucha virtud: basta dejarse llevar por la naturaleza.
Una madre no hace esfuerzos por querer a su recién nacido. No es un peso para ella. De hecho, lo lleva encima porque les pertenece.
Por eso, en el libro del Éxodo (22, 20-26: Primera lectura de la Misa) Dios habla para proteger a los débiles y a los que nos resultan extraños.
Porque si nos dejamos llevar por la naturaleza, a los enemigos los mataríamos, y a los que nos caen mal les negaríamos el saludo.
Haríamos como Iñigo Montoya, el de la famosa película de la Princesa Prometida, que se pasa toda la peli buscando al que mató a su padre.
Está todo el tiempo buscándole. Y cuando lo encuentra, le cambia la cara y empieza a repetir despacio, mirando fijamente a su enemigo como si estuviera loco:
«Hola, soy Iñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir». Al final lo mata, claro.
Jesús nos pide que queramos a nuestros enemigos, no que los matemos.
-Que les veamos con tus ojos, que les queramos con tu voluntad, que les amemos con tu corazón.
Más que en “dar”, dice San Josemaría, la caridad está en “comprender”.
Quiere que amemos a todos y en todo momento (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 22, 34-40).
A los extranjeros antes que se nacionalicen, y a los novios cuando pasan a ser maridos calvos y con tripa.
Hace unas semanas leí una entrevista a una mujer conocida que estuvo seis años secuestrada.
Ella misma cuenta sorprendida cómo fue capaz de llegar a querer a sus enemigos. Y pudo porque Dios le ayudó. Se lo pidió y le dio la gracia para hacerlo.
Te leo sus palabras: Estar secuestrada te coloca en una situación de constante humillación. Uno es víctima de la arbitrariedad más absoluta, uno conoce lo más vil del alma humana.
Llegados hasta aquí, uno tiene dos caminos. O dejarse afear, volviéndose agrio, gruñón, vengativo, dejando que el corazón se llene de resentimiento.
O elegir el otro camino, aquel que Jesús nos ha mostrado. Él nos pide: bendice a tu enemigo.
Cada vez que leía la Biblia, sentía que esas palabras se dirigían a mí, como si estuviera delante de mí, sabía qué tenía que decirme. Y esto me llegó directo al corazón.
Sé, siento, que se ha producido una transformación en mí y esta transformación la debo a este contacto, a esta capacidad de escucha de aquello que Dios quiere para mí.
Ahora estamos haciendo oración. Es bueno que se nos preguntemos ahora: –Señor, ¿trato bien a los demás? ¿En qué quieres que cambie?
El amor verdadero no hace distingos entre personas, ni circunstancias: quiere con sentimientos, pero también cuando el sentimiento no acompaña.
Amar exige hacer cosas que cuestan. San Josemaría, que esto lo sabía, escribió: –si no sabes comprender, disculpar, perdonar– eres un egoísta (Forja, n. 954).
Si queremos a los demás no los criticaremos. —Por eso busca una excusa para tu prójimo... si tienes el deber de juzgar (Camino, n. 463).
Para hacer esto hay que querer a los demás como los quiere Dios.
—Señor llénanos de tu misericordia. Ayúdanos a querer a todos.
El Amor con mayúscula nos llena de felicidad, por eso San Pablo habla de «la alegría del Espíritu Santo» (1Tm 1,7: Segunda lectura).
Porque precisamente el Espíritu Santo es el Amor de Dios en Persona.
Es una alegría como la que tiene uno cuando ha pillado el puntillo. Eso fue lo que les pasó a los Apóstoles el día de Pentecostés.
Y es que el amor, la entrega, es lo que da la verdadera alegría.
Un amigo quiso escribir un libro de poemas, y le aconsejaron que lo titulase «Amor verdadero», como tantas veces se repetía en una película. Pero luego el libro terminó llamándose «A palo seco».
Porque en esta tierra en la que vivimos ahora, en muchas ocasiones el amor hay que ejercitarlo a contrapelo, como muy bien sabía la Virgen, que es la auténtica Princesa prometida.
Dios es el Amor por excelencia. Dios es la entrega absoluta.
Si hay alguien que sabe querer de verdad, ese es Dios. Por eso es infinitamente misericordioso y nos perdona siempre.
Una persona decía con razón: -¡Es increíble que Dios cualquier pecado, por gordo que sea, te lo perdona en 26 segundos! (Tiene razón. Es lo que dura la absolución).
Cuando el Señor manda que amemos, nos dice algo que Él ya hace porque está en su ser. No tiene que proponérselo, le sale solo. Tiende a eso.
No es sólo que le guste que la gente se quiera. Es que es de las cosas que más le alegran, por eso nos lo pide una y otra vez.
El Señor no tenía que mandar a los israelitas que se quisieran a sí mismos, o a sus novias y a sus familiares.
Para eso, el ser humano no necesita mucha virtud: basta dejarse llevar por la naturaleza.
Una madre no hace esfuerzos por querer a su recién nacido. No es un peso para ella. De hecho, lo lleva encima porque les pertenece.
Por eso, en el libro del Éxodo (22, 20-26: Primera lectura de la Misa) Dios habla para proteger a los débiles y a los que nos resultan extraños.
Porque si nos dejamos llevar por la naturaleza, a los enemigos los mataríamos, y a los que nos caen mal les negaríamos el saludo.
Haríamos como Iñigo Montoya, el de la famosa película de la Princesa Prometida, que se pasa toda la peli buscando al que mató a su padre.
Está todo el tiempo buscándole. Y cuando lo encuentra, le cambia la cara y empieza a repetir despacio, mirando fijamente a su enemigo como si estuviera loco:
«Hola, soy Iñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir». Al final lo mata, claro.
Jesús nos pide que queramos a nuestros enemigos, no que los matemos.
-Que les veamos con tus ojos, que les queramos con tu voluntad, que les amemos con tu corazón.
Más que en “dar”, dice San Josemaría, la caridad está en “comprender”.
Quiere que amemos a todos y en todo momento (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 22, 34-40).
A los extranjeros antes que se nacionalicen, y a los novios cuando pasan a ser maridos calvos y con tripa.
Hace unas semanas leí una entrevista a una mujer conocida que estuvo seis años secuestrada.
Ella misma cuenta sorprendida cómo fue capaz de llegar a querer a sus enemigos. Y pudo porque Dios le ayudó. Se lo pidió y le dio la gracia para hacerlo.
Te leo sus palabras: Estar secuestrada te coloca en una situación de constante humillación. Uno es víctima de la arbitrariedad más absoluta, uno conoce lo más vil del alma humana.
Llegados hasta aquí, uno tiene dos caminos. O dejarse afear, volviéndose agrio, gruñón, vengativo, dejando que el corazón se llene de resentimiento.
O elegir el otro camino, aquel que Jesús nos ha mostrado. Él nos pide: bendice a tu enemigo.
Cada vez que leía la Biblia, sentía que esas palabras se dirigían a mí, como si estuviera delante de mí, sabía qué tenía que decirme. Y esto me llegó directo al corazón.
Sé, siento, que se ha producido una transformación en mí y esta transformación la debo a este contacto, a esta capacidad de escucha de aquello que Dios quiere para mí.
Ahora estamos haciendo oración. Es bueno que se nos preguntemos ahora: –Señor, ¿trato bien a los demás? ¿En qué quieres que cambie?
El amor verdadero no hace distingos entre personas, ni circunstancias: quiere con sentimientos, pero también cuando el sentimiento no acompaña.
Amar exige hacer cosas que cuestan. San Josemaría, que esto lo sabía, escribió: –si no sabes comprender, disculpar, perdonar– eres un egoísta (Forja, n. 954).
Si queremos a los demás no los criticaremos. —Por eso busca una excusa para tu prójimo... si tienes el deber de juzgar (Camino, n. 463).
Para hacer esto hay que querer a los demás como los quiere Dios.
—Señor llénanos de tu misericordia. Ayúdanos a querer a todos.
El Amor con mayúscula nos llena de felicidad, por eso San Pablo habla de «la alegría del Espíritu Santo» (1Tm 1,7: Segunda lectura).
Porque precisamente el Espíritu Santo es el Amor de Dios en Persona.
Es una alegría como la que tiene uno cuando ha pillado el puntillo. Eso fue lo que les pasó a los Apóstoles el día de Pentecostés.
Y es que el amor, la entrega, es lo que da la verdadera alegría.
Un amigo quiso escribir un libro de poemas, y le aconsejaron que lo titulase «Amor verdadero», como tantas veces se repetía en una película. Pero luego el libro terminó llamándose «A palo seco».
Porque en esta tierra en la que vivimos ahora, en muchas ocasiones el amor hay que ejercitarlo a contrapelo, como muy bien sabía la Virgen, que es la auténtica Princesa prometida.
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