«El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo» (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 22,1-14).
El Cielo puede compararse a una boda a la que estamos todos invitados.
Es una boda especial. Si no vamos, le haríamos un feo muy grande al Señor: pues se casa su Hijo, que, además, es nuestro hermano mayor.
Será una fiesta espectacular. Sólo pensar que la imaginación de Dios ha preparado un lugar especial para hacernos felices a nosotros, nos da idea de cómo será aquello.
Al Señor le hace una ilusión enorme que disfrutemos de lo mejor. Como a los padres la fiesta de Reyes de sus hijos pequeños.
Es como si nos dijera ahora: «Tengo preparado el banquete (...). Venid a la boda».
Y ¿cómo será el Cielo? Algo intuimos al escuchar e imaginarnos las palabras del salmo responsorial: «…en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas (…) Me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa». Con solo escucharlas te relajas.
Dan ganas de quedarse allí para siempre, de decirle al Señor: –queremos ir allí «por años sin término» (cfr. Sal 22).
Pero, además, no podemos imaginarnos del todo lo que será aquello porque, como dice San Pablo, Dios todo lo organiza «conforme a su esplendida riqueza» (Segunda lectura: Flp 4,19).
En esta fiesta, en la que el Señor echa la casa por la ventana, habrá manjares de todo tipo y vinos de la mejor calidad. Están invitados todos los hombres de todos los tiempos (cfr. Is 25, 6-10ª: Primera lectura).
Es la mayor lista de invitados a bodas que haya existido jamás. Millones de personas están invitadas porque hay para todos. A Dios esto de la crisis no le afecta.
Me decía un amigo que, cuando se casó su hija, su mujer le llegó con una lista de la gente que pensaba invitar.
Contaba asombrado que, con los malos tiempos que corren, le dijo como si nada:
–Mira, Antonio, sólo de personas importantes que es fundamental invitar me salen 296.
Luego hay otros que si no vienen tampoco pasa nada, pero sería feo no decirles nada…
Y terminaba diciendo este amigo, todavía con el susto en el cuerpo: –Como comprenderás, no fueron todos, claro.
Sin embargo, el Señor tiene para dar y regalar. Es rico, muy rico. Su felicidad está en dar. Le gustaría desprenderse de todo con tal de vernos disfrutar.
Por eso son muchos los invitados al Cielo, pero, por desgracia, no todos quieren ir, porque no se fían de Dios.
El diablo introdujo en el mundo la sospecha, insinuando que Dios no quiere nuestra felicidad, que lo que quiere en realidad, es tener súbditos.
Pero esto es mentira. Lo que pasa es que, como el diablo odia a Dios, y contra Él no puede nada, la emprende contra nosotros porque ve que el Señor nos quiere mucho.
El demonio quiere vernos infelices por toda la eternidad para fastidiar a Dios.
El pecado es decirle a Dios que no queremos cuentas con Él, que se guarde su invitación.
La condición para entrar en el banquete es llevar traje de boda.
Lo mismo que cuando uno va a una boda no va de cualquier manera, pues al Cielo tampoco.
No sirve cualquier ropa. Ir de boda exige un tipo de prenda. Si vas en vaqueros, aunque sean caros y de marca, das el cante.
El traje de que nos habla el Evangelio se hace fundamentalmente con los sacramentos y con la oración.
Dios, con su gracia, nos va haciendo cada vez mejores. Y, si nos dejamos, nos hace santos. Ese es el traje a la medida para entrar en el Cielo.
Ahora le decimos al Señor:
–Ilumina los ojos de nuestro corazón para que comprendamos la esperanza del Cielo (Cf. Ef 1, 17-18: Aleluya de la Misa).
Hace dos semanas celebré una boda en una conocida iglesia de Granada que se llama de San Juan de Dios. Fui un poco antes para prepararla.
La verdad es que llegué demasiado pronto. Era la segunda boda que oficiaba en mi vida y quería antes pisar el terreno.
Entré en la iglesia y, como era de esperar, todavía no había llegado nadie. Sólo estábamos el novio, con su traje impecable, sus padres y yo.
Las personas que estaban en la iglesia era evidente que no iban a asistir a la ceremonia por la ropa que llevaban.
Tampoco es que fueran muy mal, pero se veía que no llevaban traje de boda.
¡Qué diferencia con las que aparecieron minutos después! Los hombres con el clásico chaqué oscuro, todos erguidos y tiesos, parecían maniquís.
Y las mujeres, con unos sombreros increíbles con lazos enormes por todos lados. Parecía milagroso que no se dieran con el dintel de la altísima puerta de la iglesia.
Todo eran telas de colores intensos y vivos, muy parecidos al papel que se usa para envolver regalos.
Viendo a los que iban a la boda y a los que no, se podría decir, al estilo de la Escritura: Por sus trajes los conoceréis....
Y es que, al Cielo no se puede ir de cualquier manera. Hay que ir muy bien.
A veces a la gente le puede extrañar que, alguien como tú, haga un rato de oración e intente ir a Misa a diaro. Muy de moda no está. Queda raro. Lo raro de no ser raro, decía San Josemaría.
También es verdad que cuando ves a una chica vestida de novia por la calle, la cosa canta un poco.
Si la sacas de su contexto parece algo irreal, como esa película de Disney: Encantada.
Incluso a ti te puede parecer exagerado ir todos los días a Misa o hacer la oración. Y tienes cierta razón. Es verdad, si quitas la boda –el Cielo–, no tiene sentido hacerse un traje.
A veces puede costar un poco la oración diaria, la Misa o la confesión frecuente. Pero luego no es para tanto.
Lo mismo que unos zapatos nuevos siempre duelen, con el tiempo te acostumbras.
Aquí, en la tierra, a veces nos pasa como a las señoras mayores que van a una boda, que están deseando llegar a casa para quitarse los zapatos y la faja.
A nosotros, hay días que nos puede costar más rezar. Incluso que no queramos hacerlo.
Y en el Cielo no ocurrirá nada de eso: allí no habrá nada postizo, y desde luego ninguna incomodidad.
Te cuento un sucedido gracioso. En una boda me dijeron los novios que diera el aviso de que no les echasen arroz –es una cosa vulgar–. Que podía decir que eran los dos alérgicos.
La forma más gráfica de explicar la alegría de la Gloria es pensar en la felicidad de los enamorados.
Parece que van siempre con el «puntillo cogido»: todo les parece maravilloso, porque es maravilloso amar y ser amado.
Casi todas las películas y novelas tienen su historia de amor, porque es lo que alegra al corazón del hombre, igual que el vino.
Te leo lo que escribe un amigo: «Por favor, te esperamos en el cielo. Se nos haría dura una eternidad sin ti».
Por eso es necesario que vayamos preparando nuestro traje. Sin él, nuestra presencia en el banquete no pega, desentona.
A la Virgen, que es la Reina del Cielo, le pedimos Ella, que tiene muy buen gusto, sea nuestra modista para presentarnos ante Dios como a Él le agrada y a nosotros nos gusta: sin arroz.
El Cielo puede compararse a una boda a la que estamos todos invitados.
Es una boda especial. Si no vamos, le haríamos un feo muy grande al Señor: pues se casa su Hijo, que, además, es nuestro hermano mayor.
Será una fiesta espectacular. Sólo pensar que la imaginación de Dios ha preparado un lugar especial para hacernos felices a nosotros, nos da idea de cómo será aquello.
Al Señor le hace una ilusión enorme que disfrutemos de lo mejor. Como a los padres la fiesta de Reyes de sus hijos pequeños.
Es como si nos dijera ahora: «Tengo preparado el banquete (...). Venid a la boda».
Y ¿cómo será el Cielo? Algo intuimos al escuchar e imaginarnos las palabras del salmo responsorial: «…en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas (…) Me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa». Con solo escucharlas te relajas.
Dan ganas de quedarse allí para siempre, de decirle al Señor: –queremos ir allí «por años sin término» (cfr. Sal 22).
Pero, además, no podemos imaginarnos del todo lo que será aquello porque, como dice San Pablo, Dios todo lo organiza «conforme a su esplendida riqueza» (Segunda lectura: Flp 4,19).
En esta fiesta, en la que el Señor echa la casa por la ventana, habrá manjares de todo tipo y vinos de la mejor calidad. Están invitados todos los hombres de todos los tiempos (cfr. Is 25, 6-10ª: Primera lectura).
Es la mayor lista de invitados a bodas que haya existido jamás. Millones de personas están invitadas porque hay para todos. A Dios esto de la crisis no le afecta.
Me decía un amigo que, cuando se casó su hija, su mujer le llegó con una lista de la gente que pensaba invitar.
Contaba asombrado que, con los malos tiempos que corren, le dijo como si nada:
–Mira, Antonio, sólo de personas importantes que es fundamental invitar me salen 296.
Luego hay otros que si no vienen tampoco pasa nada, pero sería feo no decirles nada…
Y terminaba diciendo este amigo, todavía con el susto en el cuerpo: –Como comprenderás, no fueron todos, claro.
Sin embargo, el Señor tiene para dar y regalar. Es rico, muy rico. Su felicidad está en dar. Le gustaría desprenderse de todo con tal de vernos disfrutar.
Por eso son muchos los invitados al Cielo, pero, por desgracia, no todos quieren ir, porque no se fían de Dios.
El diablo introdujo en el mundo la sospecha, insinuando que Dios no quiere nuestra felicidad, que lo que quiere en realidad, es tener súbditos.
Pero esto es mentira. Lo que pasa es que, como el diablo odia a Dios, y contra Él no puede nada, la emprende contra nosotros porque ve que el Señor nos quiere mucho.
El demonio quiere vernos infelices por toda la eternidad para fastidiar a Dios.
El pecado es decirle a Dios que no queremos cuentas con Él, que se guarde su invitación.
La condición para entrar en el banquete es llevar traje de boda.
Lo mismo que cuando uno va a una boda no va de cualquier manera, pues al Cielo tampoco.
No sirve cualquier ropa. Ir de boda exige un tipo de prenda. Si vas en vaqueros, aunque sean caros y de marca, das el cante.
El traje de que nos habla el Evangelio se hace fundamentalmente con los sacramentos y con la oración.
Dios, con su gracia, nos va haciendo cada vez mejores. Y, si nos dejamos, nos hace santos. Ese es el traje a la medida para entrar en el Cielo.
Ahora le decimos al Señor:
–Ilumina los ojos de nuestro corazón para que comprendamos la esperanza del Cielo (Cf. Ef 1, 17-18: Aleluya de la Misa).
Hace dos semanas celebré una boda en una conocida iglesia de Granada que se llama de San Juan de Dios. Fui un poco antes para prepararla.
La verdad es que llegué demasiado pronto. Era la segunda boda que oficiaba en mi vida y quería antes pisar el terreno.
Entré en la iglesia y, como era de esperar, todavía no había llegado nadie. Sólo estábamos el novio, con su traje impecable, sus padres y yo.
Las personas que estaban en la iglesia era evidente que no iban a asistir a la ceremonia por la ropa que llevaban.
Tampoco es que fueran muy mal, pero se veía que no llevaban traje de boda.
¡Qué diferencia con las que aparecieron minutos después! Los hombres con el clásico chaqué oscuro, todos erguidos y tiesos, parecían maniquís.
Y las mujeres, con unos sombreros increíbles con lazos enormes por todos lados. Parecía milagroso que no se dieran con el dintel de la altísima puerta de la iglesia.
Todo eran telas de colores intensos y vivos, muy parecidos al papel que se usa para envolver regalos.
Viendo a los que iban a la boda y a los que no, se podría decir, al estilo de la Escritura: Por sus trajes los conoceréis....
Y es que, al Cielo no se puede ir de cualquier manera. Hay que ir muy bien.
A veces a la gente le puede extrañar que, alguien como tú, haga un rato de oración e intente ir a Misa a diaro. Muy de moda no está. Queda raro. Lo raro de no ser raro, decía San Josemaría.
También es verdad que cuando ves a una chica vestida de novia por la calle, la cosa canta un poco.
Si la sacas de su contexto parece algo irreal, como esa película de Disney: Encantada.
Incluso a ti te puede parecer exagerado ir todos los días a Misa o hacer la oración. Y tienes cierta razón. Es verdad, si quitas la boda –el Cielo–, no tiene sentido hacerse un traje.
A veces puede costar un poco la oración diaria, la Misa o la confesión frecuente. Pero luego no es para tanto.
Lo mismo que unos zapatos nuevos siempre duelen, con el tiempo te acostumbras.
Aquí, en la tierra, a veces nos pasa como a las señoras mayores que van a una boda, que están deseando llegar a casa para quitarse los zapatos y la faja.
A nosotros, hay días que nos puede costar más rezar. Incluso que no queramos hacerlo.
Y en el Cielo no ocurrirá nada de eso: allí no habrá nada postizo, y desde luego ninguna incomodidad.
Te cuento un sucedido gracioso. En una boda me dijeron los novios que diera el aviso de que no les echasen arroz –es una cosa vulgar–. Que podía decir que eran los dos alérgicos.
La forma más gráfica de explicar la alegría de la Gloria es pensar en la felicidad de los enamorados.
Parece que van siempre con el «puntillo cogido»: todo les parece maravilloso, porque es maravilloso amar y ser amado.
Casi todas las películas y novelas tienen su historia de amor, porque es lo que alegra al corazón del hombre, igual que el vino.
Te leo lo que escribe un amigo: «Por favor, te esperamos en el cielo. Se nos haría dura una eternidad sin ti».
Por eso es necesario que vayamos preparando nuestro traje. Sin él, nuestra presencia en el banquete no pega, desentona.
A la Virgen, que es la Reina del Cielo, le pedimos Ella, que tiene muy buen gusto, sea nuestra modista para presentarnos ante Dios como a Él le agrada y a nosotros nos gusta: sin arroz.
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