Pero, también es complicado entender que el Señor necesita que estemos convencidos de nuestra nulidad para poder hacer algo.
La soberbia, el estar pendiente de nuestro yo, es el gran enemigo de la santidad y del apostolado.
Si somos conscientes de nuestra miseria y de que las cualidades que tenemos se las debemos a Dios, entonces podemos llegar a ser un buen instrumento en sus manos.
–¡Señor: haz que tengamos capacidad de abajarnos, de no tomarnos muy en serio!
Llegados a este punto, dirigimos nuestra mirada a San Pablo, protagonista de todo este año. Su conversión es una enseñanza para todos.
Su vida se puede dividir en un antes y un después a partir del momento en el que fue consciente de que se había equivocado, de que no lo estaba haciendo bien.
Hacían falta seis días para recorrer los 250 kilómetros que separaban Jerusalén de Damasco.
Iría Saulo rumiando sus planes. Crecido por dentro con la orden de arresto que llevaba en sus manos.
Cabalgaría seguro de sí mismo. Satisfecho porque su celo iba a volver a tener fruto.
A simple vista, sus disposiciones no eran las mejores para que pudiera convertirse. No parecía que su conversión fuera algo inminente.
Pero el Señor lo buscaba. Buscaba lo mejor que tenía en el fondo de él, lo que tenía de más valioso. Jesús le seguía durante ese viaje, como si fuera un buscador de oro que mira sin distraerse el fondo del agua.
Quería hacer de Saulo nada menos que su instrumento para llegar a los gentiles. Pero antes debía cambiarlo por dentro.
Llegó Saulo cabalgando a la verde llanura de Damasco. Brilló en el cielo como un resplandor de fuego y cayó al suelo.
Ciego y sin saber qué hacer, pregunta: «Señor, ¿qué quieres que haga?».
Una vez que es consciente de sus errores, su reacción no es la de lamentarse, ni bloquearse por lo mal que lo ha hecho. ¡Quiere aprender lo contrario de lo aprendido!
Se convenció del poder de Dios y de su miseria, y se limitó a decir: aquí estoy. Eso es lo que necesitaba el Señor para actuar.
Le llevaron de la mano como si fuera un niño por la «calle Recta», de un kilómetro de larga y flanqueada de columnas de orden corintio.
Fueron hasta la posada de un judío llamado Judas. Todavía hoy se puede localizar este lugar por una pequeña mezquita que hay allí.
Saulo estuvo tres días sin querer comer ni beber. El Señor le había dicho que esperara y él esperó.
¿Hasta cuando? Daba igual, estaba haciendo lo que Dios quería. No se hizo preguntas de porqué o el sentido que tenía todo aquello.
En ese tiempo meditaría y cambiaría sus teorías sobre el cristianismo y el concepto que tenía del mundo.
Empezó a brillar el oro que tenía en el fondo de su corazón.
Tres días ciego, sin comer ni beber. Parece como si el Señor quisiera que sufriera su nulidad, su nada.
Qué diferencia. Al salir de Jerusalén iba fogoso, cargado por dentro, rápido en tomar decisiones, con prisa.
Y ahora parece un viejo, sin apenas casi fuerzas, sin energía. Parece como si tuviera las baterías casi apagadas.
Pero, durante esos días creció su fe. Estaba completamente seguro de que si Dios le había buscado también le daría los medios.
Se llenó por dentro de lo más importante, de amor de Dios. Algo que le iba a mover sin cansarse a hacer todo lo que hizo.
Me contaba un informático que cuando se usa el ordenador sin corriente eléctrica, con la batería, es bueno que la batería se gaste hasta el final, porque sino va perdiendo autonomía y se acorta su duración.
Pero, si se deja que termine hasta el final, una vez cargada dura más. No se sabe bien porqué, pero es así.
Dios hace lo mismo con las almas. Si se vacían totalmente nos llena de Él y somos eficaces. Servimos más.
Es una realidad que, cuando nos vemos miserables es más fácil agarrarse con fuerza a la mano de Dios.
–Danos luces para vernos como nos ves Tú.
Que tengamos un corazón como el de los santos, como el de San Pablo.
Apareció Ananías que le impuso las manos. El Señor siempre acude cuando nos humillamos.
Cuanta verdad hay en estas palabras del Papa: –«Es el Señor el que constituye a un apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace así mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor» (Benedicto XVI, discurso audiencia general, 10–IX–2008).
Los santos han sido siempre muy conscientes de esto. Te cuento una cosa de muestra de San Josemaría.
Durante una tertulia, que está filmada, en Perú, del año 1974, San Josemaría cuenta con sencillez lo que le ha dicho al Señor esa mañana en la Misa:
«Me he recogido así –y junta las manos debajo de la barbilla– y le he dicho: voy a ser Cristo…, pero fuera de eso qué soy… y me he llenado de vergüenza viendo lo que soy… No soy nada, no puedo nada, no valgo nada, soy la nada y menos que nada…».
Y en otro momento dice: «Rezad por mí para que no sea bobo y vanidoso…».
«No eres humilde cuando te humillas sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo», decía también San Josemaría.
Impresiona también leer lo que escribe la Madre Teresa de Calcuta. Son unas palabras que le dijo el Señor en su oración: «¡Se que eres la persona más incapaz, débil y pecadora, pero precidamente por lo que eres, te quiero usar para Mi Gloria!».
¡Humildes de corazón! Así tenemos que llegar a ser, luchar cada día más y, sobre todo, pedirlo: Jesús, hazme humilde.
Para terminar, te cuento una cosa que me hace gracia de una persona que conozco. Cuando le das las gracias por algo, y le dices: –muchas gracias..., siempre te responde lo mismo: las que te adornan.
Así está María, nuestra Madre, adornada con su profunda humildad. Justamente en eso se fijó Dios. Ese es el oro que busca el Señor en cada alma.
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