Es de bien nacidos ser agradecidos, dice la sabiduría popular. Bien nacido: bien aterrizado en este mundo llenos de cosas buenas.
Sol, aire, mar, animales, árboles, coches, lámpara, electricidad, idioma, padres, médicos, carreteras... están ahí. Y no nos lo merecemos, no hemos hecho nada para que tengan que estar ahí.
Señor: nos sentimos deudores tuyos por todo lo que tenemos: hasta lo más pequeño.
Ésta es la actitud de fondo que tenemos que tener ante todo lo que nos rodea. Entonces, las acciones de gracias no serán una serie de protocolos que nos imponemos como obligación... como algo que haya que hacer después de comer.
Desde luego que hay que hacerlo. Pero debe ser manifestación de algo que tenemos dentro.
Así, el agradecido dará gracias. Como una respuesta natural a un estímulo que le viene de fuera.
¿Cómo hay que ver lo real para que la respuesta sea la actitud del agradecimiento?
El agradecido no es el hombre cortés, correcto y educado. Para eso basta con sujetarse oportunamente a una tabla de comportamientos establecidos. Lo que acompaña esta actitud del agradecimiento es, más bien, un sentirse como abrumado, avergonzado, confundido ante lo que encuentra a su alrededor.
Y, gracias a esta actitud, tiene la capacidad de descubrir que el mundo es valioso.
No como el poeta, que dice:
¡Ay mísero de mí! ¡Ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Nosotros no consideramos nuestro estar en el mundo como un delito que merezca el castigo que recibimos. Todo lo contrario. Quien entiende la vida como un castigo o una desventura, y el mundo como una realidad cargada de maldad, no puede responder con agradecimiento.
Tampoco lo consideramos como algo indiferente, como si le diera igual al resto del mundo nuestro paso por la tierra; en ese caso responderíamos con indiferencia hacia el mundo y hacia los demás.
Sol, aire, mar, animales, árboles, coches, lámpara, electricidad, idioma, padres, médicos, carreteras... están ahí. Y no nos lo merecemos, no hemos hecho nada para que tengan que estar ahí.
Señor: nos sentimos deudores tuyos por todo lo que tenemos: hasta lo más pequeño.
Ésta es la actitud de fondo que tenemos que tener ante todo lo que nos rodea. Entonces, las acciones de gracias no serán una serie de protocolos que nos imponemos como obligación... como algo que haya que hacer después de comer.
Desde luego que hay que hacerlo. Pero debe ser manifestación de algo que tenemos dentro.
Así, el agradecido dará gracias. Como una respuesta natural a un estímulo que le viene de fuera.
¿Cómo hay que ver lo real para que la respuesta sea la actitud del agradecimiento?
El agradecido no es el hombre cortés, correcto y educado. Para eso basta con sujetarse oportunamente a una tabla de comportamientos establecidos. Lo que acompaña esta actitud del agradecimiento es, más bien, un sentirse como abrumado, avergonzado, confundido ante lo que encuentra a su alrededor.
Y, gracias a esta actitud, tiene la capacidad de descubrir que el mundo es valioso.
No como el poeta, que dice:
¡Ay mísero de mí! ¡Ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Nosotros no consideramos nuestro estar en el mundo como un delito que merezca el castigo que recibimos. Todo lo contrario. Quien entiende la vida como un castigo o una desventura, y el mundo como una realidad cargada de maldad, no puede responder con agradecimiento.
Tampoco lo consideramos como algo indiferente, como si le diera igual al resto del mundo nuestro paso por la tierra; en ese caso responderíamos con indiferencia hacia el mundo y hacia los demás.
Lo que Tú, Señor, quieres que descubramos es que la vida y el mundo que nos rodea es valioso.
Como dice la canción:
Gracias a la vida, que me ha dado tanto.
O como afirmaba San Josemaría al cumplir 50 años de sacerdocio:
Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ahora ese grito litúrgico -gratias tibi, Deus gratias tibí!-, te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi!, pues no tenemos motivos más que para dar gracias. (S. Bernal, Apuntes sobre la vida del Fundador del OPUS DEI).
Gracias, Señor, porque las cosas podrían ser de otra manera.
Después de explicar a un grupo de niños la conveniencia de dar gracias, una pequeña de nueve años escribía a sus padres:
Queridos padres:
Os quiero dar gracias por no pensar que yo iba a ser una pesada y me habéis dejado nacer, porque trabajáis para que mis hermanos y yo podamos vivir, porque me habéis sacado adelante, porque me ayudáis cuando lo necesito, porque me pagáis el colegio, y el material, porque me dais lugar para vivir, porque os preocupáis por mí, porque me dais lo que necesito para estudiar, porque os preocupáis por mí, porque cuando hago alguna cosa mal me la corregís, porque me queréis enseñar a comer bien, aunque algunas cosas que antes no me gustaban, tampoco me siguen gustando.
Efectivamente las cosas podrían ser distintas. ¿Qué sería de nosotros si el Señor no se hubiera fijado en cada uno y nos hubiera llamado por nuestro nombre? ¿Dónde estaríamos?
Es lo que se preguntaba San Josemaría en una ocasión:
¿Dónde estaría yo ahora, si no me hubieras llamado?, se preguntaba, a solas con el Señor. Y daba respuesta a su conciencia:
quizá —si no hubieras estorbado mi salida del Seminario de Zaragoza, cuando creí haberme equivocado de camino— estaría alborotando en las Cortes españolas, como otros compañeros míos de Universidad lo están..., y no a tu lado, precisamente, porque [...] hubo momento en que me sentí profundamente anticlerical, ¡yo que amo tanto a mis hermanos en el sacerdocio!
Y muchas veces parece como si todo lo que tenemos a nuestra disposición fuera algo debido. Nos acostumbramos a los dones de Dios.
Por eso, ¡qué bien nos viene entrar, de vez en cuando, en contacto con el sufrimiento ajeno! Desde luego, para intentar ayudar a los demás. Pero también para que seamos capaces de valorar lo que tenemos. Y no verlo como algo debido sino como lo que es: un montón de regalos que nos hace Dios, a veces directamente y a veces a través de los demás.
Regalos gratis. Sin ningún mérito por nuestra parte.
Seríamos desagradecidos si, detrás de esos dones no viésemos a una persona. Los dones que recibimos no son anónimos. Como si fuera el regalo de un sorteo que organiza El Ideal.
Detrás de esos dones hay alguien. Muchas veces alguien humano a quien vemos y a quien tenemos que estar agradecidos. Y siempre estás Tú, Señor.
Por eso, gracias por todo: por todos los beneficios, también los que ignoramos.
Un corazón agradecido no se acostumbra nunca a los dones que recibe. Y, si es capaz de expresarlo, predispone a que se la hagan más favores.
Así es el corazón de María: Glorifica mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. (Lc 1,46–47)
Y por eso el Señor se vio movido a concederle más dones: hizo cosas grandes en ella.
Antonio, no había vuelto a ver tus escritos y hoy que necesité hablar de las accione de gracias me encontré este blog, bastante antiguo pero muy actual. Gracias.
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