«Jesús subió a la montaña, llamó a los que quiso, y se fueron con él. A los doce los hizo sus compañeros, para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-15).
El Señor nos ha llamado a nosotros también, a cada uno en unas circunstancias propias, distintas a las de los demás. En algunos casos subiendo a la montaña, y en otros bajando a la playa, pero aquí estamos ahora mismo acompañándole.
Somos los que trabajan más cerca de Él. Los de su séquito. Caminamos junto a Él, desde hace más o menos años: nos ha hecho compañeros para enviarnos a ayudar a otras personas.
Y, como los Doce, nosotros nos sentimos privilegiados por poder seguir al Señor tan de cerca. –Gracias, Señor, por estar siempre conmigo y querer servite de mí para hacer la redención.
Realmente es como para preguntarle con el poeta: ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras...? Y la respuesta es muy sencilla: nada; nada especial.
Había tantos a mi alrededor más apropiados para recibir la llamada del Señor... Con más condiciones humanas de inteligencia, de virtudes, de simpatía...
Y, sin embargo nos ha elegido a ti y a mí... por la razón más sobrenatural: porque le dio la gana.
Hace unos años comentando las palabras de San Marcos con las que hemos empezado la meditación, decía Juan Pablo II: Todos sabemos cuán necesarias son las vocaciones [...]. Y sabemos también que la disminución de las vocaciones es a menudo, [...]consecuencia de la reducción de intensidad de la fe y del fervor espiritual. [...].
Es una realidad que escasean la vocaciones de entrega total a Dios en el mundo que llamamos civilizado, y que es consecuencia de la falta de fe y de amor.
Parece un círculo vicioso: cuanta menos fe y amor a Dios, menos vocaciones de entrega. Y cuantas menos vocaciones, menos fe y amor.
Pero lo podemos convertir en un círculo virtuoso: si tenemos cada uno de nosotros fe y amor, habrá más vocaciones que “producirán” más fe y amor... y así sucesivamente.
–Señor, –le decimos ahora– que no nos falte nunca la fe y el amor, porque si nos faltase fe y amor, no podríamos ver el camino.
El lucero que el Señor nos encendió al besarnos en la frente no reluce cuando falta fe y cuando falta amor: se apaga.
No queremos –continuaba Juan Pablo II– silenciar con ello las dificultades, harto conocidas, que obstaculizan hoy, en Roma como en gran parte del mundo occidental, una respuesta positiva a la llamada del Señor.
Y es que se ha vuelto difícil [...] concebir y emprender proyectos [...]de vida que impliquen de manera [...]plena y definitiva.
Sería absurdo cerrar los ojos a una especie de crisis del concepto de compromiso para toda la vida.
Hace poco, en una reunión de formación de sacerdotes, hablando de los consejos pastorales a matrimonios, salía a relucir este problema: hay mucha gente que se ve incapaz de tomar una decisión seria para siempre.
Y aún menos fácil resulta a muchas personas concebir semejantes proyectos [...]como algo que nace[...] de la llamada de Dios [..] que él, desde la eternidad, ha concebido para cada persona.
Porque, al no tener fe, no ven a Dios, que es el que llama.
Por eso, el Papa nos pide: «redescubrir esa dimensión fundamental de nuestra fe»:
Y con la luz de la fe, veremos nuestra vida, como una vocación de Dios a la que tenemos que responder con nuestra libertad.
La vida humana encuentra todo su sentido, cuadra perfectamente, cuando contestamos a la llamada de Dios, que es la vocación. Porque el Señor nos ha creado con un fin. Y si no alcanzamos esa meta, habremos fracasado.
La vocación es una llamada divina, no una iniciativa nuestra. A una persona muy conocida, en una entrevista, le preguntaron que desde cuándo tenía vocación, y respondió:
–Mira, Mercedes, no sé si me entenderás pero es desde antes de nacer.
Esta es la realidad, desde antes de nacer, porque Dios nos eligió antes de hacer el mundo para que realizáramos esta misión: (cfr. Eph 1,4);
Dios nos ha elegido: no nos apuntamos. No estamos aquí porque nos guste, ese sería un motivo pobre, humano. Estamos aquí por un motivo sobrenatural, Dios nos eligió.
Incluso puede ser que recibiéramos la llamada en contra de nuestra voluntad, pues nosotros no queríamos seguirle, y nos molestaba que nos propusieran esa idea.
–Señor, gracias por haberme llamado a estar siempre contigo, a pesar de que no te entendía.
Nosotros podríamos contar nuestra historia: cuando nacieron los «barruntos» de nuestra llamada al servicio del Señor.
Desde entonces comprendimos que Dios estaba pendiente de nuestra vida, y se apoderó de nuestro alma la intranquilidad de buscarle, de mirarle, de tratarle, de quererle siempre más.
Y, con el tiempo, hemos descubierto que es una intranquilidad que da paz. Porque el Señor nos llena.
Fue un enamoramiento que inundó todo nuestro ser. Y no hemos seguido al Señor con mentalidad de víctima, pensando que hacíamos una renuncia heroica.
La vocación, el camino que Dios ha elegido para nosotros es un don sobrenatural, prueba del amor de predilección que Dios nos tiene a cada uno.
Decía San Josemaría en Forja, 422,
–¿No te gustaría merecer que te llamaran "el que ama la Voluntad de Dios"?
Sabemos que una de sus abuelas le había enseñado unos versos, que se le habían quedado muy grabados: "tuyo soy, para Ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí?"
Estaba persuadido de que Dios nos habla en todas las circunstancias y, por eso, insistía en la necesidad de descubrir el quid divinum de cada instante.
Ahora podemos repetirle también al Señor:
–tuyo soy, para Ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí?
Decía Juan Pablo II:
Nuestra vocación es un misterio. Es, como escribí con ocasión de mi jubileo sacerdotal, «el misterio de un "admirable intercambio" —admirabile commercíum— entre Dios y el hombre.
Nosotros le entregamos a Dios nuestra humanidad para que sirva de ella como de un instrumento para salvar a otros.
Si no se capta el misterio de este "intercambio", no se logra entender cómo puede acaecer que un joven, al escuchar la palabra: "¡Sígueme!", llegue a renunciar a todo por Cristo, con la certeza de que por ese camino su personalidad humana se realizará en plenitud, (cfr. Don y misterio pág. 84).
Con la vocación, Dios nos confiere la gracia necesaria para llevar a cabo la misión que nos confía, a pesar de nuestros defectos. Quizá nos vemos como unos pequeños hobbits.
A nuestra Madre que por ser la esclava, también Ella mereció el título de "la que amaba la voluntad de Dios", le decimos que nos haga fieles en los momentos buenos y en los momentos que la gente llama malos, que son momentos de fe y de Amor.
El Señor nos ha llamado a nosotros también, a cada uno en unas circunstancias propias, distintas a las de los demás. En algunos casos subiendo a la montaña, y en otros bajando a la playa, pero aquí estamos ahora mismo acompañándole.
Somos los que trabajan más cerca de Él. Los de su séquito. Caminamos junto a Él, desde hace más o menos años: nos ha hecho compañeros para enviarnos a ayudar a otras personas.
Y, como los Doce, nosotros nos sentimos privilegiados por poder seguir al Señor tan de cerca. –Gracias, Señor, por estar siempre conmigo y querer servite de mí para hacer la redención.
Realmente es como para preguntarle con el poeta: ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras...? Y la respuesta es muy sencilla: nada; nada especial.
Había tantos a mi alrededor más apropiados para recibir la llamada del Señor... Con más condiciones humanas de inteligencia, de virtudes, de simpatía...
Y, sin embargo nos ha elegido a ti y a mí... por la razón más sobrenatural: porque le dio la gana.
Hace unos años comentando las palabras de San Marcos con las que hemos empezado la meditación, decía Juan Pablo II: Todos sabemos cuán necesarias son las vocaciones [...]. Y sabemos también que la disminución de las vocaciones es a menudo, [...]consecuencia de la reducción de intensidad de la fe y del fervor espiritual. [...].
Es una realidad que escasean la vocaciones de entrega total a Dios en el mundo que llamamos civilizado, y que es consecuencia de la falta de fe y de amor.
Parece un círculo vicioso: cuanta menos fe y amor a Dios, menos vocaciones de entrega. Y cuantas menos vocaciones, menos fe y amor.
Pero lo podemos convertir en un círculo virtuoso: si tenemos cada uno de nosotros fe y amor, habrá más vocaciones que “producirán” más fe y amor... y así sucesivamente.
–Señor, –le decimos ahora– que no nos falte nunca la fe y el amor, porque si nos faltase fe y amor, no podríamos ver el camino.
El lucero que el Señor nos encendió al besarnos en la frente no reluce cuando falta fe y cuando falta amor: se apaga.
No queremos –continuaba Juan Pablo II– silenciar con ello las dificultades, harto conocidas, que obstaculizan hoy, en Roma como en gran parte del mundo occidental, una respuesta positiva a la llamada del Señor.
Y es que se ha vuelto difícil [...] concebir y emprender proyectos [...]de vida que impliquen de manera [...]plena y definitiva.
Sería absurdo cerrar los ojos a una especie de crisis del concepto de compromiso para toda la vida.
Hace poco, en una reunión de formación de sacerdotes, hablando de los consejos pastorales a matrimonios, salía a relucir este problema: hay mucha gente que se ve incapaz de tomar una decisión seria para siempre.
Y aún menos fácil resulta a muchas personas concebir semejantes proyectos [...]como algo que nace[...] de la llamada de Dios [..] que él, desde la eternidad, ha concebido para cada persona.
Porque, al no tener fe, no ven a Dios, que es el que llama.
Por eso, el Papa nos pide: «redescubrir esa dimensión fundamental de nuestra fe»:
Y con la luz de la fe, veremos nuestra vida, como una vocación de Dios a la que tenemos que responder con nuestra libertad.
La vida humana encuentra todo su sentido, cuadra perfectamente, cuando contestamos a la llamada de Dios, que es la vocación. Porque el Señor nos ha creado con un fin. Y si no alcanzamos esa meta, habremos fracasado.
La vocación es una llamada divina, no una iniciativa nuestra. A una persona muy conocida, en una entrevista, le preguntaron que desde cuándo tenía vocación, y respondió:
–Mira, Mercedes, no sé si me entenderás pero es desde antes de nacer.
Esta es la realidad, desde antes de nacer, porque Dios nos eligió antes de hacer el mundo para que realizáramos esta misión: (cfr. Eph 1,4);
Dios nos ha elegido: no nos apuntamos. No estamos aquí porque nos guste, ese sería un motivo pobre, humano. Estamos aquí por un motivo sobrenatural, Dios nos eligió.
Incluso puede ser que recibiéramos la llamada en contra de nuestra voluntad, pues nosotros no queríamos seguirle, y nos molestaba que nos propusieran esa idea.
–Señor, gracias por haberme llamado a estar siempre contigo, a pesar de que no te entendía.
Nosotros podríamos contar nuestra historia: cuando nacieron los «barruntos» de nuestra llamada al servicio del Señor.
Desde entonces comprendimos que Dios estaba pendiente de nuestra vida, y se apoderó de nuestro alma la intranquilidad de buscarle, de mirarle, de tratarle, de quererle siempre más.
Y, con el tiempo, hemos descubierto que es una intranquilidad que da paz. Porque el Señor nos llena.
Fue un enamoramiento que inundó todo nuestro ser. Y no hemos seguido al Señor con mentalidad de víctima, pensando que hacíamos una renuncia heroica.
La vocación, el camino que Dios ha elegido para nosotros es un don sobrenatural, prueba del amor de predilección que Dios nos tiene a cada uno.
Decía San Josemaría en Forja, 422,
–¿No te gustaría merecer que te llamaran "el que ama la Voluntad de Dios"?
Sabemos que una de sus abuelas le había enseñado unos versos, que se le habían quedado muy grabados: "tuyo soy, para Ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí?"
Estaba persuadido de que Dios nos habla en todas las circunstancias y, por eso, insistía en la necesidad de descubrir el quid divinum de cada instante.
Ahora podemos repetirle también al Señor:
–tuyo soy, para Ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí?
Decía Juan Pablo II:
Nuestra vocación es un misterio. Es, como escribí con ocasión de mi jubileo sacerdotal, «el misterio de un "admirable intercambio" —admirabile commercíum— entre Dios y el hombre.
Nosotros le entregamos a Dios nuestra humanidad para que sirva de ella como de un instrumento para salvar a otros.
Si no se capta el misterio de este "intercambio", no se logra entender cómo puede acaecer que un joven, al escuchar la palabra: "¡Sígueme!", llegue a renunciar a todo por Cristo, con la certeza de que por ese camino su personalidad humana se realizará en plenitud, (cfr. Don y misterio pág. 84).
Con la vocación, Dios nos confiere la gracia necesaria para llevar a cabo la misión que nos confía, a pesar de nuestros defectos. Quizá nos vemos como unos pequeños hobbits.
A nuestra Madre que por ser la esclava, también Ella mereció el título de "la que amaba la voluntad de Dios", le decimos que nos haga fieles en los momentos buenos y en los momentos que la gente llama malos, que son momentos de fe y de Amor.
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