sábado, 2 de febrero de 2008

LOS FELICES AÑOS DE NUESTRA VIDA

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Viendo Jesús que había mucha gente que le rodeaba, aprovechó para enseñarles algo importante y les dijo: Bienaventurados los pobres de espíritu... Bienaventurados los que lloran... Bienaventurados los que sufren persecución... (1)

Es fácil imaginarse el desconcierto y la sorpresa de todas las personas que le oyeron: ¿Bienaventurados los pobres, los que lloran, los que sufren persecuciones?

Y nosotros ahora podríamos pensar: –Pero, Señor, ¿cómo dijiste eso? Era la mejor manera de que se fuera todo el mundo, y no precisamente detrás de ti.

La gente pensaba, y sigue pensando, que la felicidad está en tener dinero, en tener salud, en sentirse aceptado por los demás...

Efectivamente, el dinero puede conseguir cosas buenas. La riqueza no es mala. Es preferible tener dinero que no tenerlo.

Pero un hombre puede ser infinitamente desgraciado aunque tenga muchas cosas. A veces habría que decir: –¡Qué pena esa familia: le ha tocado la lotería: ahora empezarán todos a pelearse! Por eso, el Señor siguió diciendo aquel día: ¡Ay de vosotros, los ricos! (2)

Luego, de la salud todo el mundo dice que es lo más importante. Es el dios de la actualidad, por eso es fácil oír: –Yo, por lo menos tengo salud, que es lo más importante.

No hay más que ver cómo se cuida la gente. Antes la gente acudía a los sacerdotes y a las iglesias para cuidar su alma. Hoy ya casi no se ciuda el alma: van a los médicos y a las clínicas y salas de belleza para cuidar su cuerpo.

El dinero, la salud y sentirse aceptado por los demás. Entre la gente joven esto último es importantísimo.

En eso consiste la moda: en ser aceptado por los demás por la forma de vestir o de hablar. Hay personas que no hacen ciertas cosas porque no pega, porque no lo hace casi nadie, por el qué dirán.

Jesús enseña precisamente lo contrario: que la felicidad está en la pobreza, en el sufrimiento, en la enfermedad, en lo que nos hace llorar y sufrir, en ser perseguido y en no caer bien. En lo que solemos llamar desgracias. Su enseñanza definitivamente no está de moda.

La enseñanza de Jesús traducida en el lenguaje de hoy sería algo así: «Bienaventurados los fracasados porque ellos serán felices; bienaventurados los que se van a esquiar y se rompen una pierna; bienaventurados los que han pillado una gripe hace dos meses y no la sueltan; bienaventurados los que tienen un cáncer; bienaventurado si se te casca el ordenador; bienaventurados los arruinados y los que suspenden un examen injustamente... En fin, bienaventurado serás también el día que te deje tu novio» (aunque, como dirían algunos, en este caso se puede entender un poco más).

Hablando con una persona que ha estado tres meses en Togo, decía que allí carecen de todo.

Comen siempre lo mismo, hay bichos de los que si te pican te pueden matar, visten todos iguales, no precisamente a la moda… y, sin embargo, están felices. Los niños están siempre sonriendo y cuando están en la escuela, cada vez que cambian de clase, cantan una canción.

Jesús también fue feliz en la pobreza: ¡nació en un establo! No es que sea necesario irse a Togo para ser feliz o nacer en un establo.

Lo que ocurre es que la mayoría de las veces, lo que nos hace mejor es la pobreza o la enfermedad, el no ser aceptado por los demás, porque todo eso nos lleva a rezar más y a estar más unidos a los que nos quieren.

Por eso dijo Jesús: Bienaventurados los pobres… porque el dinero muchas veces desune. Las desgracias son las que, de ordinario nos acercan más a Dios, y nos hacen mejores.

Podríamos decir que ni la pobreza, ni la riqueza dan la felicidad porque la felicidad está en otra cosa.

Te leo un poema que se titula "Contraste":

Ellos que viven bajo los focos clamorosos del éxito
y poseen
suaves descapotables
y piscinas
de plácido turquesa
con rosales
y perros importantes
y ríen entre rubias satinadas
bellas como el champán,

pero no son felices,

y yo que no teniendo nada más que estas calles
gregarias
y un horario
oscuro
y mis domingos baratos junto al río

con una esposa y niños que me quieren
tampoco soy feliz.

EL Señor, que está aquí, nos ve, pero no como nos ven los hombres, que ven solo la apariencia. Él ve el corazón.

Lo importante en nuestra vida no es tener dinero, salud o ser aceptado por los demás. Lo importante no es tener sino ser: ser bueno, con riqueza o con pobreza. Así es nuestro Dios: Bueno. Dios es bueno con riqueza, toda la creación es suya.

La propia vida nos enseña cómo, muchas veces, las personas que tienen salud, que son guapos, con dinero, que les aplauden allá por donde van… suelen ser arrogantes.

En cambio, cuando uno tiene pobreza, fealdad en su vida… acude a Dios más fácilmente porque se ve necesitado. Lo que nos hace ser buenos es unirnos a Dios, porque Él es bueno.

Los arrogantes no piden nada, van sobrados, por eso son mal vistos por los demás. Por eso la gente dice: esa es una creída o una prepotente, porque mira por encima del hombro, porque desprecia a las que no son como ella, a las gordas o a las feas. ¡Ay de vosotros, todos lo que sois aplaudidos por los hombres (…)! dijo también el Señor (2).

Cuando uno va de creído o de chulo, eso no le hace mejor. Dios da su gracia a los humildes, no a los creídos, porque sabe que si les da algo es peor, porque se lo creen todavía más.

Señor, danos un corazón humilde, no arrogante.

Las Bienaventuranzas señalan el camino que conduce al cielo. Normalmente es un camino difícil en el que hay que confiar en Dios, que saca bien del mal, y de los grandes males, grandes bienes.

En la Sagrada Escritura se nos habla de un personaje que tiene mucha paciencia y confianza en Dios. A Job le pasó de todo, pero él no desconfió nunca de Dios. Confió en Él cuando era rico y todo le iba bien: tenía tres hijas y siete hijos, 7.000 cabezas de ganado, 3.000 camellos, 500 asnas…

Y, cuando fue perdiéndolo todo y le ocurrieron infinidad de desgracias –la muerte de sus hijos, el robo de todo su ganado, una enfermedad dolorosa–, siguió confiando en Dios (Libro de Job).

Jesús quiere que aprendamos a confiar y abandonarnos en Dios incondicionalmente ante el hambre, la pobreza, los fracasos... porque la realidad no termina ahí: quizás nunca seremos ricos en esta tierra, pero si confiamos en nuestro Padre del cielo tendremos más felicidad que los ricos en esta vida, y luego en la otra. Pues, como dice San Josemaría: «La felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra» (3).

Hay gente que confía en Dios, pero no incondicionalmente: te venga lo que te venga. El síntoma de que uno no confía lo suficiente en Dios es que a veces se pone triste ante las desgracias.

En esta vida hay que pasárselo bien, si no nuestra confianza en Dios no funciona, no es incondicional.

Me contaba un sacerdote que, un día, yendo por la mañana a celebrar Misa, temprano, iba con la cara seria; se paró en un semáforo y un mendigo se le acercó, le miró y dijo: –¡Padre! con esa cara no va a convertir usted a nadie.

Es cierto: tenemos que estar siempre contentos. La confianza en Dios es lo que nos da la alegría; no la riqueza, ni la pobreza. Esa confianza nos hace bienaventurados.

La Virgen confía sin poner condiciones, sin depender de las circunstancias, por eso reza: «Mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador (...) Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada» (4).

(1) Evangelio de la Misa: Mt 5,1–12. (2) Cfr. Lc 6, 24 ss. (3) Forja 1005 (4)Lc 1,46 ss.

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