sábado, 26 de abril de 2008

AMOR HERMOSO

Hemos sido creados a imagen de Dios.

Dios es nuestro modelo, porque nos parecemos a Él, llevamos su marca, estamos fabricados siguiendo su estructura.

–¡Señor queremos ser como dioses, haznos a tu imagen, ser dioses pero contando contigo!

Nos parecemos a Dios, hemos sido hechos a su imagen, pero ahí no terminan los dones de Dios.

También hemos sido elevados a la vida de la gracia, que es una llamada a participar en la misma vida de Dios.

Podemos decir que no sólo hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, sino también que somos de su familia.

Podíamos ser parecidos a Él, como los monos se parecen a nosotros, pero no por eso participan de nuestra vida.

Dios ha querido que nosotros participemos de su vida, de la Vida de la Trinidad.

En lo más profundo de nuestra realidad, porque Dios ha querido hacernos así, estamos pensados para la comunicación, para la comunión.

Porque así es Dios: Comunión entre las tres Divinas Personas. Esto lo resume la Sagrada Escritura con la frase Dios es Amor.

En Dios hay comunión. En Dios hay relaciones.

Conocer a Dios también es conocernos a nosotros mismos.

Y como Dios es una Trinidad de Personas, unidas por una comunión de Amor así somos nosotros por naturaleza: llamados a estar en comunión.

Nosotros, imágenes de Dios, estamos llamados al amor, porque Dios es Amor.

Y la comunión la realizamos en nuestro caso, como personas humanas, que tienen alma y cuerpo.

Nuestro ser personal se realiza en la unidad del alma y del cuerpo. De hecho, el estado exclusivamente espiritual es transitorio.

Porque un espíritu no es una persona humana completa, le falta algo.

Precisamente en la unidad de alma y cuerpo, realizamos nuestro fin, parecernos a Dios, identificarnos con Dios.

–¡Señor, nosotros te queremos con el alma y con nuestro cuerpo! Por eso nos mortificamos y hacemos la genuflexión.

Y lo mismo pasa con el amor humano.

En primer lugar, con los de nuestra familia. Los queremos, sin una falsa espiritualidad. Eso sería un angelismo.

Nos interesan las cosas materiales de las personas que queremos, y también sus cosas espirituales.

Y en ese amar con el alma y con el cuerpo se sitúa el don de la sexualidad, que está moderado por la virtud de la santa pureza.

Por eso es una afirmación gozosa: porque es aprender a amar con el cuerpo.

Y aquí entra también la afectividad. Porque no sólo tenemos inteligencia y voluntad, sino también afectos.

Y con ellos queremos a Dios a y los demás. ¡Qué dura sería la convivencia si no metiéramos el afecto!

Dentro de un momento agradeceremos al Señor los buenos propósitos que ha puesto en nuestra voluntad, las inspiraciones que nos ha enviado a la inteligencia, y también le agradeceremos los afectos.

La castidad permite darse, amar. La Santa Pureza es la virtud por la que ponemos en su sitio todas esas capacidades.

El ser humano con todo ese poder que ha recibido puede intentar ser dios sin contar con Dios.

Es lo que hay detrás de esa ola de hedonismo con la que tenemos que bregar todos los días.

Y es una tentación que tenemos todos, más o menos solapada.

Detrás de la impureza está buscar la felicidad sin contar para nada con los demás, aislándose en la torre del propio egoísmo.

Y a eso le llaman amor... suena como una blasfemia si tenemos en cuenta que Dios es Amor.

Precisamente lo que hace la castidad es que amenos como Dios ama, entregándonos, dándonos.

En Dios esa capacidad de entrega, de amor es una Persona: Ure igne Sancti Spíritus.

Señor, quema con el fuego de tu amor para que el Espíritu Santo nos conduzca. Maneja nuestra barca para que no vaya a la deriva, llevada por los sentimientos fluctuantes.

Nuestro corazón tiene que llevar ese patrón que es la Tercera Persona de la Trinidad.

Y el Espíritu Santo, lo primero que nos dice, cuando acudimos a Él es que empecemos por el dominio de nosotros mismos.

Es necesario porque, para amar de verdad, para entregarse como se entrega Dios en perfecta comunión, se requiere el dominio de si.

Uno tiene que ser dueño, señor de si mismo. Está claro: para entregar hay que poseer, para entregarnos tenemos que poseernos.

Por eso, la entrega de sí de tantas personas que no se poseen es falsa.

La mortificación es necesaria para vivir el señorío sobre nosotros mismos (cfr. Forja, n. 518).

-Señor, queremos que Tu reines sobre nosotros, que tu gobiernes, necesitamos que ayudes a nuestras autonomías desde tu gobierno central.

Y entre los medios para lograr el dominio de sí destaca, según nos dice el Catecismo: "el conocimiento de sí,[...]y la fidelidad a la oración"

–Señor, dame valentía y luces para conocerme a mí mismo. Ayúdame a ser humilde para enfrentarme a mí.

Ésta es parte de la clave del huir del que hablaba San Josemaría: desde luego que tenemos que huir de las ocasiones exteriores.

Pero, sobre todo, tenemos que tener miedo de nosotros mismos, y huir.

La verdad sobre nosotros mismos nos conduce a la falta de confianza en nuestras fuerzas.

El orgullo, la soberbia va precisamente en la otra dirección: insinúa que no va a pasar nada, que no nos va afectar una situación.

Los santos nos aconsejan rechazar el diálogo con la tentación: las hay grandes y pequeñas tentaciones; y todas tienen como característica, que quitan la paz del alma.

Entre las tentaciones pequeñas está la vista, que empieza con poco y luego deja una herida grande.

Los ojos son el ventanuco pequeño por que se colaba un niño para abrir las puertas de nuestra alma a toda la cuadrilla de ladrones.

Cuenta el exorcista de la diócesis de Roma que, en una ocasión, le dijo el demonio:
yo entro por ahí por los sentidos.

Y sobre todo por los ojos. Y una vez que entra revuelve nuestra casa.

Vamos a pedir ayuda a San Miguel para que nos ayude a custodiar la fortaleza de nuestro corazón, y proteja las ventanas del alma, que son los ojos.

No sólo para evitar experiencias a lo David, sino, sobre todo, porque no queremos distraernos con miradas que nos enfrían y nos quitan presencia de Dios.

El Señor no nos deja luchar solos en nuestros combates, siempre está a nuestro lado.

Pero nos pide que tengamos una voluntad firme de apartar de nosotros todo lo que enfríe nuestro amor.

Señor, ayúdanos a custodiar el tesoro de la pureza, con todas nuestras fuerzas.

Es lo que nos hace felices. Y el modo de custodiarlo es, lo sabemos bien, cerrando los siete cerrojos del corazón.

Lo conseguiremos siendo muy fieles en lo pequeño, por amor.

Lo conseguiremos acudiendo con fe a los sacramentos.

En concreto a la confesión, incluso con más frecuencia que la semanal, si nos vemos flojos.

Lo conseguiremos si queremos de verdad a la Madre del Amor Hermoso.

No hay tentación contra la pureza que aguante un Bendita sea tu pureza bien rezado.

–Madre, nos acogemos bajo tu protección. Ponemos nuestros pobres corazones en tus manos para que tú nos ayudes a clavarlos en al Cruz.

Así viviremos de amor, del Amor Hermoso.

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