sábado, 5 de abril de 2008

HUMILDAD

Como siempre, a la oración venimos a escuchar la voz de Dios, eso es lo que nos interesa. Jesús quiere que aprendamos de Él.

Nuestra identidad, el fundamento de nuestra personalidad –como diría san Josemaría– es la identificación con Cristo.

No es una apariencia física lo que pedimos. Queremos ser buenos como Dios: –Haz que sea como tú.

¡Humildes de corazón! Así tenemos que llegar a ser. Luchar cada día más y, sobre todo, pedirlo: –Jesús, hazme humilde como tú.

También la humildad puede ser una pose: adoptar actitudes, modales, voz, compostura, tono. Todo un conjunto de cosas externas que uno puede ir incorporando para tener fama de humildad. Para poder gloriarnos, envanecernos con nuestra poquedad.

Porque sabemos que es una cosa virtuosa que nos hace gratos a los ojos de los demás, y a nuestros propios ojos. Hay quienes luchan por bien parecer, y hay quienes se maquillan para tener una humildad facial.

–Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo.

Lo pedimos al Señor, porque una de las necesidades más imperiosas que tenemos los hombres es la de identidad. No somos clones cada uno tiene su personalidad. Cada ser humano es distinto.

El Señor nos quiere como somos, y de alguna forma nosotros buscamos afianzar nuestra personalidad. Tan arraigado está este deseo de identidad, que puede llevar a tonterías y hasta aberraciones.

Lo vemos especialmente en la gente joven: son capaces de presentar la apariencia externa más estrafalaria....

La gente joven busca muchas veces identificarse con unos modelos que están en el ambiente, o que marca la moda... No son ellos mismos, buscan ser como otros.

Algunos buscan el parecer, aparentar, parecerse a sus ídolos. Esto en la gente joven. Pero también la gente mayor falsea su identidad con el tener. También esto es una forma superficial de realización personal.

Hay gente que pretende que lo identifiquemos con lo que tiene, o con determinado estilo exterior de vida: ellos se identifican con sus bienes, con su aspecto físico, con su moto...

Se produce la confusión de pretender llenar la necesidad de ser con el tener. Y estas cosas pueden hacer ilusión durante algún tiempo, pero no durará mucho: las contrariedades llegan enseguida...

Acaban dándose cuenta de que la gente se interesa por ellas a causa de su dinero, y no por ellas mismas. Que suerte tenemos nosotros, porque Dios nuestro Señor no nos quiere por lo que tenemos, sino porque El es bueno.

Pero existe también otro engaño. Que no es la identificación con el tener. No es tan superficial. Ahora que se habla tanto de los valores.

En un plano algo más elevado, a veces se identifica lo que somos con lo que hacemos. Y por eso en ocasiones buscamos nuestra realización a través de la adquisición de ciertos talentos, valores o virtudes.

Aunque a primera vista parece un medio mejor que el anterior, hay que estar atentos ante este peligro de confundir el ser con el hacer.

Porque a veces se puede identificar a la persona con el conjunto de sus talentos o aptitudes. ¿Y si se pierden esas cualidades? Puede pasar que ya no pueda hacer ese deporte, o que haya perdido un hábito que antes tenía.
–¿Estoy acabado si no consigo lo que me propongo...?

Esta tendencia de fundamentar la personalidad sobre la base del hacer cuenta con un aspecto positivo. Precisamente la educación y la pedagogía se basan en buena medida sobre esta tendencia: desarrollar lo que hemos recibido. Y así debe ser.

Pero no podemos identificar a una persona con la suma de sus aptitudes: es mucho más que eso. No se puede juzgar a alguien solamente por sus facultades.

Cada persona posee un valor y una dignidad independientes de su «saber hacer». Y, si no nos damos cuenta de esto, existe el peligro de caer en una profunda «crisis», en el momento en que haya un fracaso.

Y también puede pasar que mantengamos una actitud de menosprecio cuando nos topemos con las limitaciones de los demás, o con su falta de capacidad.

–¡Qué inutilidad de personas, es que no saben ni hacer una suma!

Si la persona se mide por la eficacia habría que quitarse de en medio a los pobres a los discapacitados.

El orgullo nos empuja a juzgar a quienes no hacen las cosas tan bien como nosotros las hacemos. Y el orgullo nos lleva a impacientarnos con los que nos impiden llevar a cabo nuestras metas.

Orgullo, dureza, desprecio del prójimo...

Que bien cuadran aquí las palabras de nuestro Señor: –aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. Nuestra verdadera identidad, mucho más profunda que el tener o que el hacer.
Nuestra verdadera identidad, mucho más profunda incluso que las virtudes y las cualidades espirituales, que el Señor nos ha regalado.

Tenemos que ir descubriendo que para nuestro Señor –que ahora nos mira desde el sagrario– ningún acontecimiento, ninguna caída, ningún fracaso podrán arrancarnos nunca del cariño que nos tiene.

El no nos quiere porque seamos ricos en virtudes, o porque nos portemos bien. Nos quiere porque somos sus hijos.

Nuestro tesoro no es de esos que devoran la polilla y el orín (Mt 6. 16) : nuestro tesoro está en el cielo, es decir, entre las manos de Dios.

Nuestro tesoro no depende de las circunstancias, ni de lo que tenemos o dejamos de tener. Nuestro tesoro no depende tampoco de lo que hagamos, de nuestros éxitos y nuestros fracasos: sólo depende de Dios, de su bondad que no cambia.

Nuestra identidad, nuestro «ser» tiene otro origen distinto de nuestros actos, y mucho más profundo: el amor de Dios.

El amor de Dios que nos ha hecho, a su imagen y nos ha destinado a vivir siempre con El. Dios que es Amor y que no puede volverse atrás.

Todo esto no quiere decir que de igual lo que nosotros hagamos: El pecado es personal. Y los estragos del pecado son costosos y lentos de reparar.

Está claro que el pecado nos hiere a nosotros y a nuestros hermanos. Pero no tenemos derecho a confundir a alguien con el mal que comete.

Sería como acorralar a esa persona y perder toda esperanza respecto a ella. Ni tampoco identificar a nadie (y menos aún a uno mismo) con el bien que haga.

Es cierto que siempre llevaremos con nosotros la soberbia, pero podemos reducirle para que no crezca demasiado: irle quitando ramas, regándole poco, poniéndole poca tierra: en vez de que sea un árbol grande, convertir nuestra soberbia en un arbolito transportable, a base de ir podándola.

Hay gente apasionada, poco inteligente, que por su forma de ser puede ser una tierra fértil donde crezca el ego.

–Haz que mi corazón sea semejante al tuyo y al de María.

Cuando Ella hace oración, nos dice que su corazón se ensancha de gozo, porque el Señor se fijó en su bajeza, se fijo en su nada.

La potencia de Dios que triunfa en una criatura pequeña y débil, precisamente porque es pequeña y débil, y lo reconoce ante Dios.

Da su gracia a los humildes (cfr. Iac 4,6; 1 Petr 5,5). Dice san Pedro y Santiago. Por el contrario, el amor propio es la cizaña de nuestro campo.

Lo que estropea el sembrado de Dios siempre es el orgullo. Disfraces de la verdadera humildad. Si quieres conocer a Pedrillo, dale un carguillo.
Esto de ser un instrumento en las manos de Dios es bonito de decir. Al principio todo es humildad y dejarse enseñar...

Cuando pasan algunos meses, ya parece que se han convertido en unos expertos, que nadie les tose. No tienen necesidad de pedir consejos, porque se sienten experimentados.

Por encima de otras cosas, la humildad. Al Señor le gusta fijarse en la humildad. Por otra parte, igual que nosotros, con una persona humilde nos quedamos tranquilos.

Ya adquiriré otras cosas... A nuestros primeros Padres tuvo que cortarles el grifo de las gracias.

No así a María: ahora le pedimos que intervenga para hacernos gratos a Dios:

–Corazón dulcísimo de Maria haz que mi corazón sea semejante al tuyo.

1 comentario:

  1. Me ha gustado. Ya me gustó cuando su autor la predicó. La meditación tiene un tono "sapiencial". Se podrían añadir algunas citas sapienciales de la Escritura: por ejemplo:
    Dice el sabio de los Proverbios: "Mejor es ser humilde con los pobres que participar en el botín con los soberbios" (Pr 16,19); o también: "No seas sabio a tus propios ojos" (Pr 3,7). Y quizá alguna anécdota.

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