lunes, 30 de septiembre de 2019

HUMILLADO

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Burro

El Señor es humilde de corazón, y paradójicamente, también es Rey. Esta bienaventuranza se refiere también a la Virgen. Ella es Reina, precisamente porque es humilde. Y la paradoja es que es Señora, porque es esclava. Así ocurre con los santos: con su humildad conquistan el Reino de Dios.

Estando en una plaza de Granada, delante de la parroquia de San Ildefonso, una señora del barrio me dijo: «Me estoy leyendo una biografía de San Josemaría. ¡Qué humilde! ¡Mira que creerse que era un burro…!» Efectivamente, San Josemaría, en su humildad se consideraba un burrito. Y le decía al Señor: «Como un borriquillo estoy delante de Ti». Y, cuando alguien le pedía una foto suya, le regalaba un burrito pequeño.

Precisamente en esa parroquia de San Ildefonso de Granada hay una capilla dedicada a san Josemaría. Allí se ha colocado una urna de cristal que contiene una reliquia del santo, y encima se ha puesto un burrito.

Todos los santos se han considerado pequeños ante Dios. Han tenido que pasar por la puerta estrecha y baja de la humildad. Y nosotros tenemos que ser como Jesús, humildes, porque su corazón es así. Por eso a los santos les emocionaba la figura del burro, ese animal humilde.

Y así nos dice el Señor: «Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El yugo se ponía encima de un animal para que pudiera transportar una carga. En nuestro idioma se utiliza la palabra «subyugar», que es igual que humillar. De eso se trata, de ser humildes, porque solo los que cogen el yugo de la humildad son capaces de llevar a Jesús. Los humildes son los libres. Los egoístas son los esclavos.

Orgullo y prejuicio

En la gran novela «Orgullo y prejuicio», los dos protagonistas, Darcy y Elizabeth, aunque se atraían mucho, no acaban de «salir». Ella por prejuicio… y él por orgullo. Efectivamente, el orgullo es lo que nos impide querer a Dios. Somos tan egoístas que nos creemos el centro del universo. Y tenemos el prejuicio de pensar que Dios no quiere que poseamos la felicidad en esta tierra.

Darcy aparece como una persona distante, altiva, llena de frialdad. Se creía superior a los demás. Elizabeth –Lizzy– además de guapa, aunque no tanto como una de sus hermanas, era una mujer lista y sensible. Pero con su ironía interior juzga siempre a los demás, que a veces no son como ella piensa. Se equivocaba.

Un diálogo entre los dos podría haber sido el siguiente. Darcy le dice a Lizzy: «Usted, señorita Bennet, no deja de pensar en las intenciones de los demás. Y, a veces, acierta». Y Lizzy le responde: «Pues usted, señor Darcy, con su frialdad, es incapaz de bailar con chicas que no sean de su posición». 

Y así, la manera de ser de los dos impedía el compromiso. Hasta que ella descubre –cuando va a la casa del señor Darcy y habla con su ama de llaves– el corazón tan grande que tenía él. Él había dado ya, hacía tiempo, el primer paso. Pero Elizabeth, en su prejuicio, no lo veía. Así nos pasa con Dios. Él ha dado el primer paso.

Y en la actualidad, hay personas que no se quieren comprometer con el «Señor Dios», porque tienen el prejuicio del egoísmo. Piensan que van a ser felices si dedican a sí mismos. Pero Jesús dijo lo contrario: Bienaventurados los humildes. El Señor, con esta bienaventuranza no habla del orgullo y del prejuicio, sino de todo lo contrario…

Humildad y libertad

Jesús nos dice que la felicidad la obtendremos por la humildad. Porque solo los humildes crean un clima grato a su alrededor, de la gente se siente a sus anchas, como en su casa. Lo que enseña la novela de Jane Austen es que, cuando desaparece la barrera del egoísmo, en sus diferentes versiones, entonces se actúa con libertad.

Estaba profetizado que el Señor vendría como Rey a poseer la tierra. Y esto se cumplió cuando Jesús, montado en un burro, entró en Jerusalén. El profeta Zacarías nos dice: « He aquí que viene a ti tu rey […], modesto y cabalgando en un asno, en un burrito…» (9, 9).

Los reyes van sentados en su trono. A algunos les hubiera parecido más lógico que Jesús hubiera utilizado un caballo, como hacían los emperadores. Pero el Señor quiso servirse de un animal humilde para entrar a tomar posesión de la capital de su Reino, que era Jerusalén. Nosotros también tenemos que cargar con Jesús. Llevarlo, portarlo. Y así alcanzamos la libertad en esta tierra, porque, es verdad, las personas más libres son las que más sirven al Señor.

Al decir esta bienaventuranza, Jesús se estaba fijando en la Virgen. Como sabemos, el Evangelio nos cuenta la oración de María: «Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). La Virgen, con su vida, escribió una novela que se podría titular, no «Orgullo y prejuicio», sino «Humildad y libertad».


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