martes, 4 de noviembre de 2025

ESPERANZA I

 

La esperanza de los cristianos

Los paganos de la antigüedad adoraban a unos dioses arbitrarios e injustos, que no prometían la felicidad en esta vida, y menos en la otra. 

San Pablo recuerda a los de Éfeso, cómo antes de su encuentro con Jesús no tenían «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). 

El Apóstol sabía perfectamente, que ellos antes de convertirse habían profesado una religión, pero sus dioses eran poco fiables y sus mitos contradictorios. Por eso, a pesar de haber tenido unos dioses, estaban «sin Dios», y en aquel momento se encontraban con un presente angustioso y un futuro sin esperanza. 

Hay un epitafio de esa época que muestra visión del mundo que tenían esa pobre gente, dice así: «iQué pronto volvemos a la nada, los que venimos de la nada!». «In nihil ab nihilo quam cito recidimus» (cf. Corpus Inscriptionum Latinarum, vol. VI, n. 26003).

La vida sería considerada como un corto paréntesis entre la nada y la nada. Este era uno de los grandes efectos de esa visión de la vida, su incapacidad de generar esperanza. 

En el mismo sentido, san Pablo les dice a los Tesalonicenses: «No os aflijáis como los hombres sin esperanza» (1 Ts 4,13). 

Con el paso del tiempo la religión del Estado romano acabó convirtiéndose en una «religión política», que consistía  en la practica de unas ceremonias, que se cumplían escrupulosamente. Y es que el racionalismo de esa época había relegado a los dioses al ámbito de lo irreal o mitológico. Lo divino se veían en las fuerzas de la naturaleza, pero no existía un Dios al que se pudiera rezar. 

San Pablo expresa esta situación cuando contrapone la vida «según Cristo», a una vida bajo el imperio de los «elementos» de la naturaleza (cf. Col 2,8). 

Como diciendo que no son los elementos de la naturaleza los gobiernan el mundo, la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la inteligencia, la voluntad, el amor: una Persona. 

Entonces nuestra vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad, sino que en todo hay una voluntad personal, hay un Espíritu que se ha revelado como Amor.


La esperanza de los cristianos

La fe en Jesús supuso una explosión de alegría en ese mundo cansado de la antigüedad. No era una creencia triste, sino que prometía la certeza de la salvación, de la liberación de ese mundo injusto (cf. Rm 8,24). 

La fe cristiana está tan imbuida de esperanza que, en muchos pasajes de la Sagrada Escritura, estas dos virtudes se identifican. Fe y felicidad también están unidas.

Así la esperanza fue un elemento distintivo de la fe de los cristianos: creían que su vida no acabaría en el vacío. 

Podemos decir también, que el Evangelio no era solamente una «buena noticia», una comunicación de contenidos, sino un mensaje que cambiaba la vida diaria. Jesús hizo que sus seguidores viviéramos una vida nueva, al mostrarnos ese camino esperanzador. 

Para los primeros cristianos el Evangelio no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco. Jesús no era un combatiente por una liberación política como Barrabás. Lo que Jesús había traído, era algo totalmente distinto: el encuentro con el Dios vivo. 

Esta novedad del Evangelio aparece claramente en una carta personal, que san Pablo escribe en la cárcel, y la envía con Onésimo, un esclavo, que había huido. 

San Pablo devuelve el siervo a su dueño, a Filemón, escribiéndole: «Te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión [...]. Te lo envío como algo de mis entrañas [...]. Quizá se apartó de ti para que le recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido» (Flm 10-16). 

Aquellos hombres que socialmente se relacionaban entre sí como dueños y siervos, sin embargo, por ser miembros de la Iglesia, se habían convertidos en hermanos, y así se llamaban mutuamente los que seguían a Jesús. Pues habían vuelto a nacer, mediante el Bautismo. Y gracias a la fe vivían como hermanos, aunque por el momento las estructuras externas de la sociedad permanecieran iguales. Pero ellos fueron cambiándolas desde dentro. 

Los cristianos reconocen que la sociedad actual no es su ideal: son peregrinos en esta tierra y añoran su patria definitiva (cf. Hb 11,13-16; Flp 3,20), 

Pero la Carta a los Hebreos no habla solamente de una esperanza futura. Es cierto que los cristianos pertenecen a una sociedad nueva, en la que están en camino, pero ellos mismo la anticipan aquí en la tierra con su actuación.

Los sarcófagos de los primeros tiempos del cristianismo muestran visiblemente la visión de un mundo, conducido por un Dios personal. En esos enterramientos aparece la figura de Jesús mediante dos imágenes: la del filósofo y la del pastor. Jesús era el Logos de los filósofos o el Pastor de la Biblia.

El filósofo, en aquella época, era el que enseñaba la sabiduría: el arte de ser hombre. En los sarcófagos cristianos nos encontramos a Jesús, llevando el Evangelio en una mano y en la otra el bastón de caminante propio del filósofo. 

El Evangelio llevaba a todos los ambientes la verdad que los filósofos deambulantes habían enseñado en falso. Y como muestra esta imagen, por la predicación de los cristianos, tanto las personas cultas como las sencillas se encontraban a Jesús. Verdaderamente era él, quien nos enseña quién es en realidad el hombre. Él indica también el camino más allá de la muerte, y por eso lo ponen en los sarcófagos.  

Lo mismo puede verse en la imagen del pastor. Como dice el salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo... » (Sal 23 [22],1-4). 

El verdadero pastor es Aquel que es capaz de llevar a sus ovejas a través de los barrancos tenebrosos, el que conoce el como pasar por el valle de la muerte; Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos en ese trance. Y por eso «nada temo» (cf. Sal 23 [22],4). Esta es la nueva «esperanza» que nació con el cristianismo.


La sustancia de la esperanza 

En la Carta a los Hebreos (v. 11, 1) se encuentra una definición de la fe unida con la esperanza. Dice así: «La fe es la substancia de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve».

Los teólogos han entendido que la fe que Dios nos infunde es una disposición de nuestro espíritu, por la que nuestra inteligencia se siente inclinada a aceptar realidades sobrenaturales. Así, por la fe, estaría ya presente en nosotros la vida verdadera, aunque de manera incipiente, «en germen». Y precisamente porque esa realidad ya está presente la fe no da ya algo de lo que esperamos, y eso que recibimos representa una «prueba» de lo que aún no se ve. Por eso, la fe atrae el futuro dentro del presente.

En la Carta a los Hebreos (34,10) se habla a los cristianos que han padecido persecución, diciéndoles: «aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes, sabiendo que poseías  otra substancia».

Las propiedades, el sustento, la «sustancia», con la que se cuenta para la vida, es lo que se le quitó a los cristianos durante la persecución. Y lo soportaron porque habían encontrado una «sustancia» mejor, que nadie les puede arrebatar.

Se crea una libertad ante esta sustancia material, aunque los cristianos no negaran su importancia. Esta nueva libertad se puso de manifiesto a la hora del martirio, pero sobre todo en las grandes renuncias de algunos cristianos de todos los tiempos, que han dejado todo por amor a Jesúsº.

En estos casos se con-«prueba» que la «sustancia espiritual» a los que aquellos se acogen está ya presente en ellos y transforma la realidades de que las realidades presentes, gracias a su vida de entrega.  

La esperanza era ya una característica de los fieles en Israel, tantos siglos aguardando el cumplimiento de las promesas de Dios. Y luego, con la llegada de Jesús, la esperanza se transforma, porque él nos comunica la «sustancia» de las realidades futuras y así adquirimos una nueva certeza, que producirá en los cristianos una fortaleza y valentía nuevas, incluso ante la muerte. 

Pero la esperanza también sostenía su vida. Porque el anuncio del reino de Dios no solo era un mensaje «informativo», como el nombre de «evangelio» significaba, era un anuncio con fuerza para realizar un cambio y así lo expresaba esa palabra tomada de la legislación romana.


La fe es la sustancia de la esperanza por la que aspiramos a poseer la vida eterna. Pero ¿de verdad queremos vivir eternamente? Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sería al final insoportable. Esto es lo que dice precisamente, por ejemplo, san Ambrosio en el sermón fúnebre por su hermano : 

La vida del hombre, condenada por culpa del pecado a “un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar un fin a estos males[...] La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia». 

Obviamente, hay una contradicción: Por un lado, no queremos morir. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente. 

No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta «verdadera vida» y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados.

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