martes, 27 de mayo de 2025

II. EL BUEN SAMARITANO

 

 


En la parábola del buen samaritano se plantea la pregunta fundamental del hombre. Un doctor de la Ley se la formula a Jesús: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (10, 25). 



LA PREGUNTA FUNDAMENTAL


El Evangelista añade que este doctor de la Ley le hace la pregunta para ponerlo a prueba. El teólogo conoce perfectamente la respuesta que dan la Sagradas Escrituras, pero quiere ver qué dice este Rabí de Nazaret sin estudios bíblicos. 


Con la predicación del Señor sucedía que muchos quedaba enganchados porque las cosas de las que hablaba iban dirigidas al corazón.

 

La mayoría de la gente se admiraba de oír a Jesús. Pero no todo el mundo lo escuchaba con gusto. Había gente que iba a cazarle para poder desacreditarlo en público. Y es que el éxito del Señor, aunque era muy grande, no era generalizado. Algunos no podían ni verle. Es como si quisieran dar a  entender que no tenía una preparación suficiente para predicar. 


Como si el Señor se inventara cosas. Dijera originalidades, pero que no estuviesen lo suficientemente fundadas.

  

La verdad es que la pregunta que le formula el doctor es bastante buena. La intención era mala, pero el que la formulaba, como era una persona instruida nos hizo un gran favor.


Esto sucede con frecuencia que Dios saca bien del mal. El Señor aprovecha la propia malicia de su enemigo para derribarle, como se hace en las artes marciales. 


Pero a Jesús no solo le interesa vencer, quiere convertir. No hiere, sino que enseña con mansedumbre. Son los demás los que se desacreditan, en el caso de no sean buenos.

 

El que preguntaba no estaba mal informado, sino que era una persona instruida. Y esto es otra enseñanza: hay que seguir la verdad venga de quien venga. 


Más vale trasmitir la verdad siendo malo, que ser bondadoso y sembrar el error. La buena voluntad no es suficiente para hacer el bien.

 

Una bellísima persona no cura si no tiene ni idea  de  medicina. Desgraciadamente  la  verdad y el bien, a veces, no están unidos en la misma persona.

 

Esta vez, aunque había malicia, también sabiduría. Por eso la pregunta fue muy oportuna.


Y Jesús le remite a los Textos Sagrados que este teólogo conoce, y deja que sea él mismo quien responda. 


El doctor de la Ley contesta acertadamente, diciendo como si fuese un texto aprendido: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27). 


La palabra de la Escritura era indiscutible, pero la aplicación práctica era muy polémica. Por eso, este hombre docto, que buscaba justificarse, preguntó de nuevo a Jesús: ¿Quién es «mi prójimo»? ¿Ese ser cercano al que Dios me pide que ame?


Tradicionalmente, a parte de un judío, era considerado «prójimo», todo el que estaba asentado en la tierra de Israel. 


Pero según los rabinos no había que considerar como prójimo a los herejes y apóstatas. Y se daba por descontado que tampoco eran «prójimos» los samaritanos.


A una pregunta tan concreta, Jesús respondió con la parábola del hombre que, yendo por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos que lo saquearon y golpearon, abandonándolo medio muerto al borde del camino. 


Es una historia totalmente realista, pues en ese camino se producían con regularidad este tipo de asaltos. Un sacerdote y un levita –conocedores de las enseñanzas de la religión y que por profesión estaban a su servicio– se acercan por el camino, pero pasan de largo. 


No es que fueran personas insensibles; tal vez tuvieron miedo e intentaban llegar lo antes posible a la ciudad; quizás no eran muy diestros y no sabían qué hacer para ayudar, teniendo en cuenta, además, que quizá no había mucho que hacer, porque aquel hombre parecía muerto.


Después del sacerdote (descendiente de la tribu de Aarón) y un levita (descendiente de la tribu Leví), quizá los oyentes de Jesús habrían esperado que algún israelita que no fuese clérigo, y que representaba al tercer grupo de las tribus restantes, fuera el que auxiliase al herido. Sin embargo, la tercera persona de la parábola no es el israelita esperado, sino un samaritano inesperado, un enemigo de los judíos. El samaritano de la parábola podría ser perfectamente un comerciante que hacía esa ruta a menudo y conocía al propietario de algún mesón; ese samaritano no pertenecía a la comunidad de Israel, y no estaba obligado a ver en la persona asaltada por los bandidos a su connacional, a su prójimo.


Las tensiones entre judíos y samaritanos eran especialmente fuertes en las primeras décadas del siglo I, por eso la parábola de Jesús resultaría sorprendente para sus oyentes.


Si la pregunta hubiera sido: ¿Es también el samaritano mi prójimo? Dada la situación, la respuesta habría sido un «no rotundo». 


Jesús resuelve la pregunta por elevación, no se trata de saber quién es mi amigo o mi enemigo para tener la obligación de tratarle bien : ya que el judío no puede tener al samaritano como prójimo, hace que el hereje, el samaritano, se haga prójimo para el judío…


Para un cristiano no hay que definir a quien  tengo que amar como hermano, sino que debo amar a mis enemigos. Para un cristiano no se trata de una cuestión teórica. Se trata de que si una persona me considera su enemigo, yo tengo que convertirme en prójimo;. de forma que el otro cuente para mí tanto como «yo mismo».



EL CAMINO DE JERUSALÉN A JERICÓ 


El camino de Jerusalén a Jericó aparece como imagen de la historia universal y el hombre que yace medio muerto al borde del camino es imagen de la humanidad. Sí, el hombre que yace medio muerto y saqueado al borde del camino es una imagen del hombre en general, que ha caído en manos de unos ladrones. El hombre ha sido maltratado explotado a lo largo de toda su historia. 


Esta es la realidad: la gran mayoría de la humanidad ha vivido casi siempre en la opresión. El hombre está herido. Ha sido «despojado» y «golpeado» hasta quedar medio muerto (cf Lc 10, 30): «Despojado del amor», que es la esencia del esplendor sobrenatural, que fue recibido como un don del Creador. Y «herido en su naturaleza humana». Este es un modo de explicar de forma alegórica los dos tipos de daño que pesan sobre la humanidad 


Según la parábola, el sacerdote y el levita pasan de largo, porque la salvación no llega al hombre de sus prácticas religiosas. Nos llega a través de una persona, Jesús, que es el Cristo, el Ungido, el Elegido.



JESÚS ES EL BUEN SAMARITANO 


El samaritano es la imagen de Jesús. Dios mismo, que para nosotros es el extranjero y el lejano, se ha puesto en camino para venir a hacerse cargo de su criatura maltratada. Dios, el lejano, en Jesús se convierte en próximo. 


Dios se convierte en nuestro prójimo, para que nosotros podamos ser prójimos. Toda persona debe ser sanada. Cada uno debe convertirse en samaritano: seguir a Jesús y hacerse como él.


Jesús cura con aceite y vino nuestra heridas y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden. Y él anticipa lo necesario para costear esos cuidados. 


Por tanto el cristiano debe llegar a ser una persona que ama, una persona de corazón abierto que se conmueve ante la necesitad del otro. 


Si tiene el corazón abierto, el seguidor de Jesús encontrará entonces a su prójimo o mejor dicho, Dios le encontrará a él.


Esta es la parábola de la desigualdad: el amor traspasa todo tipo de orden humano que tiene como principio «do ut des». 


Pero Jesús no solo va más allá de ese orden. Sino que lo transforma: dice que los últimos serán los primeros, porque el amor cambia los esquemas de la simple justicia. Tenemos que ser valientes al amar a los demás. 


Y así nos haremos buenos por dentro. Descubrir qué servicio necesitan en mi entorno, y cómo puedo prestarlo yo. Teniendo en cuenta que daremos demasiado poco si damos solo lo material. 


El tema del amor es el punto central de la parábola. Todos necesitamos ser salvados. Para que nosotros podamos ayudar a los demás necesitamos recibir el amor que Dios nos regala.


Necesitamos a Dios. Él se convierte en nuestro próximo. No solo hacer las cosas por él, también con él. 


Pero acto seguido el cristiano debe convertirse en samaritano para todo el que esté a nuestro lado. Hacer como él. 


Hacer las Cosas por Cristo, también con él. Pero también en él, hacer las cosas como las haría Jesús. Entonces cumpliremos nuestra misión, cuando seamos semejantes a él, que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19).



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LUCAS 10 


25En esto se levantó un maestro de la ley y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». 26Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». 27Él respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo». 28Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». 29Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». 30Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. 31Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. 32Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. 33Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, 34y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. 35Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. 36¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». 37Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».










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