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Dios nos envía la semilla de su palabra de muchas formas. Desde luego los cristianos oímos la voz del Señor en la principal de nuestras celebraciones, en la Misa, en la que asistimos a la liturgia de la palabra.
También cuando individualmente leemos las Sagradas Escrituras de alguna forma él nos habla, sobre todo si meditamos esos textos en la oración.
LA SEMILLA
Es en el silencio donde podemos escuchar su voz, que rara vez habla con palabras sino subrayando nuestros pensamientos, pues en ellos suele estar él si nos dan la paz.
También en la conversación con los demás hay frases que nos hieren interiormente, como si fuesen aldabonazos, llamadas que Dios nos hace a través de otras personas.
Leyendo un libro, viendo una película, mientras ordenamos la habitación o nos arreglamos, el Señor a través de su ángel nos envía mensajes, de los que seremos más fácilmente conscientes, si reservamos diariamente un rato para meditar.
Eso puede costarnos, porque en nuestra alma, como en un lago, solo se refleja el cielo si el agua no está removida. Pero el mismo hecho de estar a solas con Dios ya nos apacigua.
De todas formas, la palabra que escuchamos, no se siembra en nuestro interior sin esfuerzo, ni da fruto sin sufrimiento; ya san Pablo habla de «dolores de parto» (Rom 8, 22).
Tratándose esta siembra de una labor costosa, hemos de considerar en primer lugar la tierra donde se da el fruto, después la cizaña que aparece; y desde luego el sueño inoportuno de los hombres, y por ultimo la impaciencia de esos que colaboran con Dios.
LA TIERRA
Como la palabra de Dios, que cae en buena tierra, siempre da fruto (cf. Lc 8, 8), esta es precisamente la misión que tenemos confiada: preparar nuestro corazón para que sea un lugar adecuado para la siembra.
Hay gente que no escucha a Dios a causa de sus caprichos, de los agobios, y de la superficialidad.
La tierra de nuestro corazón puede estar llena de piedras, que son los caprichos interiores que hacen que no arraigue la palabra de Dios, al ir a nuestro aire y no atender a lo que nos llega del Otro.
También están las zarzas de las preocupaciones excesivas, esos agobios que ahogan la semilla, porque nos quitan la paz.
Y la superficialidad, por la que nuestro corazón se ha convertido en un lugar de paso, un camino que puede transitar cualquier idea.
LA CIZAÑA
No solo nuestra tierra tiene que estar preparada, sino que debemos estar alerta para que no arraigue la cizaña que siembran nuestros enemigos: sospechas con respecto a los demás que nos llevan a prejuicios, juicios previos que condenan antes de que alguien actúe, incitaciones a los enfados, mentiras que desunen, etc. Todo lo que llamamos encizañar.
Nos cuenta la parábola que «cuando la hierba creció y dio fruto, apareció también la cizaña» (Mt 13, 26). Porque un hombre llegó allí, a escondidas, y arrojó esa mala hierba en medio del sembrado.
Es interesante que meditemos que, en nuestra alma, el mal sobresale sobre el bien que realizamos, a veces aparece «más», y otras veces no despunta, pero está «entre» el bien y allí permanece camuflado.
El Señor quiere que estemos atentos, no suceda que echemos a perder el buen trigo con el mal que siembra el enemigo. Las palabras de Jesús expresan esa realidad: entre el buen trigo, brota la cizaña. Entre la virtud, se encuentra también el orgullo, la pereza, la ira.
No es del todo raro, que entre personas piadosas, se de el desprecio hacia las que no son como ellas.
También hay que vigilar para que, en medio del sacrificio, no aparezca el mal de la vanidad, que nos insinúa nuestro enemigo.
Todos sabemos que, en el campo de un cristiano, nada hay más grande que el amor. Y, sin embargo, también sobre esta virtud, que es reina de las virtudes, se encarama la cizaña.
¡Cuántas veces pasa de contrabando por amor lo que es egoísmo, y algunas veces refinado egoísmo! Y ese orgullo, al crecer, ahoga nuestro cariño.
El amor, en efecto, para que sea auténtico, ha de ser ordenado. Por eso nuestro enemigo siembra desorden: que nos preocupemos más de un desconocido, que de un hermano nuestro…
El descanso o el trabajo son grandes bienes. Pero si el enemigo siembra la cizaña del desorden, entonces esa actividad, en principio «buena» desplazará el trato con Dios o con los demás.
Si nuestro afán por la puntualidad y el orden llega a ser amargo, es que la mala hierba se ha introducido en nuestra alma.
Sería conveniente recordar que el Señor refrenó la impaciencia de dos de sus discípulos que, por lo intensos que eran, fueron llamados «los hijos del trueno» (Mc 3, 17).
Ellos querían hacer caer fuego del cielo para castigo de los habitantes de una ciudad, porque no recibieron a Jesús, igual que en la actualidad, que tanta gente pasa de él, lo ignora. Y ante esta actitud aquellos dijeron:
«Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?» (Lc 9, 54-55).
Y, Jesús «se volvió y los regañó» (Ibid. 9, 55). Porque no sabían que, llevando los defectos ajenos, se demuestra fundamentalmente nuestro amor.
Efectivamente en nuestro día a día, nos encontramos con gente que no quiere nuestra amistad, incluso nos ignora, notamos la frialdad de su comportamiento, y eso que se llaman cristianos. Así que puede venirnos la tentación de pagarles con la misma moneda.
Hemos de apiadarnos de su mal carácter o de su escasa inteligencia. Y tener la venganza de «apedrearlos» con nuestra oración. Pedir por ellos, en primer lugar; y pasar de largo, como hizo Jesús. Aunque también puede suceder que seamos nosotros los que actuemos mal, con nuestra pereza y luego, queramos arreglarlo de forma tajante.
Porque, a veces nos sucede que, primero no cumplimos con nuestro obligación, y más tarde, para intentar contrarrestar nuestro descuido, nos pasamos por el otro lado. Nos enardecemos, como esos dos apóstoles y querríamos hacer más de la cuenta.
Esto es lo que se deduce de la parábola: los labradores faltaron primero a su deber, por que se duermen, y luego hubieran querido pasarse por el otro extremo, arrancando la cizaña antes de tiempo.
Pero entonces el dueño del campo dice unas palabras moderadas: esperad a la siega.
Y así como el mal aparece, si los hombres no estamos vigilantes y nos adormilamos, también el amor por la verdad y por el bien, si no está bien enfocado, puede transformarse en fanatismo, al no distinguir, entre el pecado y el pecador, entre el error y los que yerran.
De igual forma puede ocurrir, que actuemos como si el bien, cuando no lo realizamos nosotros no sea tan bueno.
Con nosotros seríamos muy condescendientes, con los demás muy críticos.
Y para terminar, recojamos de esta parábola dos consejos, para evitar que el mal ahogue el bien en nuestra vida. El primero es el de la vigilancia, para evitar el descuido «mientras los hombres dormían».
Quizá, en nuestro caso, lo que favorece al enemigo sería el sueño, que nos impide examinarnos por la noche. Porque necesitamos conocernos a nosotros mismo para desechar todo lo que nos encizañe.
El segundo consejo que Jesús nos ofrece se refiere a la paciencia, con nosotros mismos y con los demás, porque nos dice el Señor «con la paciencia poseeréis vuestras almas».
El precio último que hay que pagar para querer a los demás es la paciencia. Paciencia que es humilde siempre. La paciencia que no se enfada, que no quiere sustituir los planes de Dios por nuestros planes.
De esto sabía mucho nuestra Madre la Virgen, como todas las madres. A ella le pedimos que nos ayude a hacer todos los días el examen, y a tener paciencia con nosotros mismos y con los defectos de los demás.
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MATEO 13
3Les habló muchas cosas en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. 4Al sembrar, una parte cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se la comieron. 5Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda brotó enseguida; 6pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. 7Otra cayó entre abrojos, que crecieron y la ahogaron. 8Otra cayó en tierra buena y dio fruto: una, ciento; otra, sesenta; otra, treinta. 9El que tenga oídos, que oiga».
24Les propuso otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; 25pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. 26 Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. 27Entonces fueron los criados a decirle al amo: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?”.
28Él les dijo: “Un enemigo lo ha hecho”. Los criados le preguntan: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?”. 29Pero él les respondió: “No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. 30Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero”».
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LUCAS 8
4Reunida una gran muchedumbre gente que salía de toda la ciudad, dijo en parábola: 5«Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron. 6Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después de brotar, se secó por falta de humedad. 7Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, la ahogaron. 8Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno». Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga».El sentido de la parábola es este: la semilla es la palabra de Dios. 12Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. 13Los del terreno pedregoso son los que, al oír, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. 14Lo que cayó entre abrojos son los que han oído, pero, dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados y no llegan a dar fruto maduro.