martes, 17 de junio de 2025

V. ENTRE EL BUEN TRIGO

Dios nos envía la semilla de su palabra de muchas formas. Desde luego los cristianos oímos la voz del Señor en la principal de nuestras celebraciones, en la Misa, en la que asistimos a la liturgia de la palabra. 


También cuando individualmente leemos las Sagradas Escrituras de alguna forma él nos habla, sobre todo si meditamos esos textos en la oración. 



LA SEMILLA


Es en el silencio donde podemos escuchar su voz, que rara vez habla con palabras sino subrayando nuestros pensamientos, pues en ellos suele estar él si nos dan la paz.


También en la conversación con los demás hay frases que nos hieren interiormente, como si fuesen aldabonazos, llamadas que Dios nos hace a través de otras personas.


Leyendo un libro, viendo una película, mientras ordenamos la habitación o nos arreglamos, el Señor a través de su ángel nos envía mensajes, de los que seremos más fácilmente  conscientes, si reservamos diariamente un rato para meditar.


Eso puede costarnos, porque en nuestra alma, como en un lago, solo se refleja el cielo si el agua no está removida. Pero el mismo hecho de estar a solas con Dios ya nos apacigua.


De todas formas, la palabra que escuchamos, no se siembra en nuestro interior sin esfuerzo, ni da fruto sin sufrimiento; ya san Pablo habla de «dolores de parto» (Rom 8, 22). 


Tratándose esta siembra de una labor costosa, hemos de considerar en primer lugar la tierra donde se da el fruto, después la cizaña que aparece; y desde luego el sueño inoportuno de los hombres, y por ultimo la impaciencia de esos que colaboran con Dios. 



LA TIERRA



Como la palabra de Dios, que cae en buena tierra, siempre da fruto (cf. Lc 8, 8), esta es precisamente la misión que tenemos confiada: preparar nuestro corazón para que sea un lugar adecuado para la siembra. 


Hay gente que no escucha a Dios a causa de sus caprichos, de los agobios, y de la superficialidad. 


La tierra de nuestro corazón puede estar llena de piedras, que son los caprichos interiores que hacen que no arraigue la palabra de Dios, al ir a nuestro aire y no atender a lo que nos llega del Otro. 


También están las zarzas de las preocupaciones excesivas, esos agobios que ahogan la semilla, porque nos quitan la paz. 


Y la superficialidad, por la que nuestro corazón se ha convertido en un lugar de paso, un camino que puede transitar cualquier idea. 



LA CIZAÑA


No solo nuestra tierra tiene que estar preparada, sino que debemos estar alerta para que no arraigue la cizaña que siembran nuestros enemigos: sospechas con respecto a los demás que nos llevan a prejuicios, juicios previos que condenan antes de que alguien actúe, incitaciones a los enfados, mentiras que desunen, etc. Todo lo que llamamos encizañar. 


Nos cuenta la parábola que «cuando la hierba creció y dio fruto, apareció también la cizaña» (Mt 13, 26). Porque un hombre llegó allí, a escondidas, y arrojó esa mala hierba en medio del sembrado.


Es interesante que meditemos que, en nuestra alma, el mal sobresale sobre el bien que realizamos, a veces aparece «más», y otras veces no despunta, pero está «entre» el bien y allí permanece camuflado. 


El Señor quiere que estemos atentos, no suceda que  echemos a perder el buen trigo con el mal que siembra el enemigo. Las palabras de Jesús expresan esa realidad: entre el buen trigo, brota la cizaña. Entre la virtud, se encuentra también el orgullo, la pereza, la ira.


No es del todo raro, que entre personas piadosas, se de el desprecio hacia las que no son como ellas. 


También hay que vigilar para que, en medio del sacrificio, no aparezca el mal de la vanidad, que nos insinúa nuestro enemigo. 


Todos sabemos que, en el campo de un cristiano, nada hay más grande que el amor. Y, sin embargo, también sobre esta virtud, que es reina de las virtudes, se encarama la cizaña. 


¡Cuántas veces pasa de contrabando por amor lo que es egoísmo, y algunas veces refinado egoísmo! Y ese orgullo, al crecer, ahoga nuestro cariño.


El amor, en efecto, para que sea auténtico, ha de ser ordenado. Por eso nuestro enemigo siembra desorden: que nos preocupemos más de un desconocido, que de un hermano nuestro… 


El descanso o el trabajo son grandes bienes. Pero si el enemigo siembra la cizaña del desorden, entonces esa actividad, en principio «buena» desplazará el trato con Dios o con los demás. 


Si nuestro afán por la puntualidad y el orden llega a ser amargo, es que la mala hierba se ha introducido en nuestra alma. 


Sería conveniente recordar que el Señor refrenó la impaciencia de dos de sus discípulos que, por lo intensos que eran, fueron llamados «los hijos del trueno» (Mc 3, 17). 


Ellos querían hacer caer fuego del cielo para castigo de los habitantes de una ciudad, porque no recibieron a Jesús, igual que en la actualidad, que tanta gente pasa de él, lo ignora. Y ante esta actitud aquellos dijeron: 


«Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?» (Lc 9, 54-55). 


Y, Jesús «se volvió y los regañó» (Ibid. 9, 55). Porque no sabían que, llevando los defectos ajenos, se demuestra fundamentalmente nuestro amor.


Efectivamente en nuestro día a día, nos encontramos con gente que no quiere nuestra amistad, incluso nos ignora, notamos la frialdad de su comportamiento, y eso que se llaman cristianos. Así que puede venirnos la tentación de  pagarles con la misma moneda. 


Hemos de apiadarnos de su mal carácter o de su escasa inteligencia. Y tener la venganza de «apedrearlos» con nuestra oración. Pedir por ellos, en primer lugar; y pasar de largo, como hizo Jesús. Aunque también puede suceder que seamos nosotros los que actuemos mal, con nuestra pereza y luego, queramos arreglarlo de forma tajante.


Porque, a veces nos sucede que, primero no cumplimos con nuestro obligación, y más tarde, para intentar contrarrestar nuestro descuido, nos pasamos por el otro lado. Nos enardecemos, como esos dos apóstoles y querríamos hacer más de la cuenta. 


Esto es lo que se deduce de la parábola: los labradores faltaron primero a su deber, por que se duermen, y luego hubieran querido pasarse por el otro extremo, arrancando la cizaña antes de tiempo. 


Pero entonces el dueño del campo dice unas palabras moderadas: esperad a la siega. 


Y así como el mal aparece, si los hombres no estamos vigilantes y nos adormilamos, también el amor por la verdad y por el bien, si no está  bien  enfocado, puede  transformarse  en fanatismo, al no distinguir, entre el pecado y el pecador, entre el error y los que yerran. 


De igual forma puede ocurrir, que actuemos como si el bien, cuando no lo realizamos nosotros no sea tan bueno. 


Con nosotros seríamos muy condescendientes, con los demás muy críticos. 


Y para terminar, recojamos de esta parábola dos consejos, para evitar que el mal ahogue el bien en nuestra vida. El primero es el de la vigilancia, para evitar el descuido «mientras los hombres dormían». 


Quizá, en nuestro caso, lo que favorece al enemigo sería el sueño, que nos impide examinarnos por la noche. Porque necesitamos conocernos a nosotros mismo para desechar todo lo que nos encizañe. 


El segundo consejo que Jesús nos ofrece se refiere a la paciencia, con nosotros mismos y con los demás, porque nos dice el Señor «con la paciencia poseeréis vuestras almas». 


El precio último que hay que pagar para querer a los demás es la paciencia. Paciencia que es humilde siempre. La  paciencia  que  no  se enfada, que no quiere sustituir los planes de Dios por nuestros planes. 


De esto sabía mucho nuestra Madre la Virgen, como todas las madres. A ella le pedimos que nos ayude a hacer todos los días el examen, y a tener paciencia con nosotros mismos y con los defectos de los demás.

 


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MATEO 13

3Les habló muchas cosas en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. 4Al sembrar, una parte cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se la comieron. 5Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda brotó enseguida; 6pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. 7Otra cayó entre abrojos, que crecieron y la ahogaron. 8Otra cayó en tierra buena y dio fruto: una, ciento; otra, sesenta; otra, treinta. 9El que tenga oídos, que oiga».

 

24Les propuso otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; 25pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. 26 Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. 27Entonces fueron los criados a decirle al amo: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?”. 


28Él les dijo: “Un enemigo lo ha hecho”. Los criados le preguntan: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?”. 29Pero él les respondió: “No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. 30Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero”».


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LUCAS 8

4Reunida una gran muchedumbre gente que salía de toda la ciudad, dijo en parábola: 5«Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron. 6Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después de brotar, se secó por falta de humedad. 7Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, la ahogaron. 8Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno». Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga».El sentido de la parábola es este: la semilla es la palabra de Dios. 12Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. 13Los del terreno pedregoso son los que, al oír, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. 14Lo que cayó entre abrojos son los que han oído, pero, dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados y no llegan a dar fruto maduro.




martes, 10 de junio de 2025

IV. El RICO Y POBRE

 




La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro, la cuenta san Lucas (cf. 6, 19-31): «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de heridas, y con ganas de saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas. 



EPULÓN Y LÁZARO


Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo: 


«Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas». 


Pero Abrahán le dijo: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y, además, 


entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros». 


Él dijo: «Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento». 


Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» . Pero él le dijo: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán». Abrahán le respondió: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto».


De los dos mandamientos que compendian la fe cristiana, el primero se refiere a Dios. Y el amor a nuestro Padre Dios muchas veces consiste en fiarnos de él; pues la confianza es una manifestación clara de nuestro amor. 


Por eso no es bueno someterle a pruebas, pedirle milagros como condición para creer en él. Pero de todas formas, el Señor, que nos conoce, ha dado la señal definitiva, que sostiene todo edificio espiritual del cristiano, como al final veremos.


El segundo mandamiento es el amor al prójimo. Pero a la hora de la práctica, el segundo mandamiento es el primero. Esto es lo nos enseñan los santos. 


Porque tal como somos, existe el riesgo  engañarse, diciendo que amamos mucho al Señor, pero no verle en los demás. 


Este es el peligro que nos acecha, no ver a Dios en los demás, y eso que sabemos que los dos mandamientos se identifican, son semejantes. En la parábola nos encontramos con dos figuras contrapuestas: un rico, que lleva una vida llena de satisfacciones; y un pobre, que ni siquiera puede tomar las migajas que tiran los comensales. 


Es lógico que ante estas dos figuras de la parábola, también nosotros nos posicionemos. Por una parte podemos preguntarnos cómo puede llegarse a esa «insensibilidad» por parte del rico, que no se da cuenta de la persona que tiene al lado. ¿Es fácil que esto ocurra? 


Quizá la despreocupación por una persona necesitada que tenemos al lado, se va haciendo poco a poco, hasta que llega un momento que nos acostumbramos. Y ya esa situación llega  a formar  parte  de  nuestra  estructura 


mental. A fuerza de no reaccionar ante los problemas de los demás el músculo de nuestro corazón se va debilitando. Así poco a poco se pierde fuelle interior, sensibilidad. Y llegaría a parecernos normal que, en nuestro entorno, haya personas que lo pasasen mal, porque pensaríamos que el sufrimiento ajeno forma parte la biodiversidad humana. 


Al no ver las preocupaciones de los que tenemos al lado, nuestras pequeñas contrariedades nos quitarían el sueño, y las llevaríamos con mucho dramatismo. 


Incluso nos extrañaría que nosotros lo pasáramos mal y otros disfrutasen. Y surgiría la envidia por la buena vida ajena. 


Nos viene a la cabeza los ricos que aparecen en las revistas del corazón, en sus mansiones de la costa, yendo de fiesta en fiesta, rodeados de gente joven y guapa. 


Y sin embargo nosotros llevamos una vida difícil y poco placentera. O incluso la gente cercana, los vecinos, pueden permitirse viajes y compras. Mientras nos preguntamos: 


–¿Qué habré hecho mal? 



En Israel existió una antigua creencia, bastante asentada, de que Dios premia a los justos y castiga a los pecadores, en esta vida; y de que al pecado le corresponde la infelicidad, y a la justicia la felicidad terrena. Una teoría peligrosa porque a veces se dan situaciones en la que esto no ocurre.


Por eso esta creencia había entrado en crisis desde que ocurrió la deportación a Babilonia. 


Porque no era solo que el pueblo de Israel sufriera más que otros de su entorno, sino que lo expulsaron de su territorio y lo oprimieron. 


No era raro, que ante esta situación se extendiera la la idea de que en este mundo triunfan los oportunistas, y que las personas honradas estaban destinadas a sufrir. 


Se dio un cambio radical de paradigma. Así, en alguno de los salmos, el autor se queja de que el pobre que vive confiado en Dios y obedece sus preceptos, solo conoce desgracias; mientras que el que desprecia al Señor, disfruta de la felicidad en la tierra.


Al ver a gente alejada de Dios que viven una vida exitosa, y que nosotros, estando junto a él —incluso físicamente–,  en cambio  llevamos 


una existencia difícil; es lógico que nos preguntemos por qué sucede esto.


BÚSQUEDA DE UNA EXPLICACIÓN 


La Sagrada Escritura intenta resolver esta contradicción, entender correctamente la vida, y comprender a Dios que, en algunas ocasiones, parece injusto o incluso, todavía peor, ausente.


Uno de los textos, que puede considerarse como trasfondo espiritual de la parábola que meditamos, es el salmo 73. En él se nos habla del rico que se da la gran vida, y el salmista al verlo se queja: 


«Yo envidiaba a los perversos, viéndolos  prosperar. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y lustrosos; no pasan fatigas ni sufren como los demás…». 


Este hombre se ve en peligro de perder su confianza en Dios, cosa muy importante, como veíamos al principio. Por eso dice:


«Por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas: porque envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados».




Y por eso se pregunta: «¿Para qué he purificado yo mi corazón... ? ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana...?» Como si reseteara al comenzar cada día. Y dice con sencillez: 


«Mi corazón se agriaba...». (Sal 73, 13s.21). Y continúa: «Meditaba yo para entenderlo, pero me resultaba muy difícil; hasta que entré en el misterio de Dios, y comprendí el destino de ellos».


Ya se ve que la oración nunca es estéril: porque al mirar las cosas con la luz de Dios, este hombre que reza al quejarse, se da cuenta de que esos ricos frívolos y superficiales, viven una vida animal, simplemente animal (cf. Sal 73, 2). 


Y que lo que en realidad quieren esos hombres, es ahogar el vacío interior de su alma, con el despilfarro de sus bienes. 


Es una huida hacia adelante. Su vida es un engaño y su riqueza una especie de tapadera. Como no tienen nada por dentro, tienen que aparentar por fuera, para anestesiarse de su mala conciencia. 




En la oración es donde se da este despertar a la realidad, por eso dice el salmista: 


«Yo vengo a tu presencia». Nosotros se los decimos en la oración, como Jesús, que también hacía oración con los salmos. Hasta los últimos minutos de su vida, el Señor oró así. 


«Yo vengo a tu presencia y al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal 17, 14s). Eso dice el salmo. Y ciertamente con parábola, que meditamos, Jesús nos quiere «despertar». 


No es que Jesús condene la riqueza material; precisamente entre sus seguidores nos encontramos con dos hombres adinerados –Nicodemo y José de Arimatea– que encontraron al Señor, y en momentos difíciles dieron la cara; podíamos decir que estaban «despertando» espiritualmente. Se encontraban en el camino que les llevaba a la fe en Jesús.


Con la parábola del rico y el pobre, del rico Epulón y el pobre Lázaro, pretende Jesús que amemos a los necesitados: esas personas que están a nuestro lado y que pasan necesidad, en todos los ámbitos de la vida, y que quizá no nos damos cuenta, porque no hacemos oración. Jesús busca despertarnos al amor.



PETICIÓN DE UNA SEÑAL


El segundo punto que quiere enseñarnos esta parábola es que no podemos someter a Dios a una prueba. A quienes les dicen a Dios: –Si quieres que te creamos debes ser más claro. O como el rico epulón viene a decirle a Abraham 


desde el Hades: –Mándanos a alguien desde el más allá que nos pueda decir que eso es realmente así.


El problema de la petición de pruebas, la exigencia de una mayor evidencia de las cosas de Dios, aparece a lo largo de todo el Evangelio. 


En la parábola, la respuesta del Abrahán, coincide con la que da Jesús en otros momentos: quien no crea en la palabra de Dios, que habla a través de las Escrituras, tampoco creerá a uno que venga del más allá.


Las verdades supremas no pueden someterse a la misma evidencia empírica que, por definición, es propia de las cosas materiales.


Además, Dios en esta vida no quiere manifestarse con evidencia, para no forzar nuestra libertad, porque sin ella no podríamos amar, y eso es lo que busca,  que  le  amemos;  no  pre-


tende que nos sintamos vencidos por su Verdad irresistible.


El Señor no es un ser intenso, no agobia, como hacen algunos enamorados, sino que respeta nuestro espacio, porque se fía de nosotros.


Y lo mismo que la confianza se da con libertad, también la desconfianza: si no hay voluntad de creer, se encuentran argumentos para no hacerlo. Ya lo dice el refrán no hay peor sordo que el que no quiere oír.


Pensemos en la resurrección del Lázaro de Betania, que no por casualidad llevaba el mismo nombre que el pobre de la parábola. A pesar de que muchos creyeron en Jesús a causa de este milagro, sin embargo los del Sanedrín deciden matarle precisamente por ese hecho. Así el milagro no conduce a la fe, sino al endurecimiento (cf. Jn 11, 45-53).


Y ¿por qué se da ese endurecimiento ante la luz de Dios? Quizá los prejuicios causados por el orgullo ciegan. Por eso no hay persona más tonta que una lista llena de soberbia. 


Hasta el sentido común se pierde si no somos humildes. La humildad es la verdad y el orgullo, por el contrario, es fuente de engaños. 


Porque la soberbia no mira la realidad sino se mira así mismo.


De todas formas, meditando la parábola vemos que detrás de la figura del pobre Lázaro, que estaba cubierto de heridas y tendido fuera de la mansión del rico, se esconde Jesús, que «padeció fuera de la ciudad» (Hb 13, 12) y, su cuerpo se cubrió de sangre y heridas. Y lo más importante, resucitó y vino para decírnoslo. 


Cuando Jesús contaba esta parábola sabía perfectamente lo iba a suceder, él sería tratado como Lázaro, humillado, sufriría la indiferencia. 


Él era Dios por lo tanto es rico, inmensamente rico, pero se hizo pobre por nuestro amor. 


Por eso cuando decía que serían bienaventurados los pobres de espíritu, en realidad estaba desvelando su vida interior. Él sería muy amado, por vaciarse («kénosis») y entregarse por nosotros. 


Y así nos enseñó el secreto de la felicidad, la pobreza de espíritu, la humildad, que lleva al amor: mirar a los demás, y no a nosotros, hace que sea más fácil darse, comprender.



También en esto debemos posicionarnos. Somos pobres en el espíritu, dándole de nuestro tiempo a Dios y a los demás. Quizá no seamos felices si somos tacaños, ricos que van a lo suyo y se conforman con dar de nuestras migajas a los demás; quizá a Dios, al pobre Jesús, ni eso.


Él siempre nos responde; incluso a los que le pedían un milagro les dice: «Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo, pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra» (Mt 12, 39s; cf. también Lc 11, 29s). 


La muerte y resurrección de Jesús es el «signo de Jonás», es la señal que Dios nos da para que el hombre crea. Y con esta parábola quiso revelarlo antes de que sucediese, para que con libertad, creyésemos en él.


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LUCAS 16


19Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. 20Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, 21y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas. 22 Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. 23Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, 24y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. 25Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. 26Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”. 27Él dijo: “Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, 28pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”. 29Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. 30Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”. 31Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».


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