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La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro, la cuenta san Lucas (cf. 6, 19-31): «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de heridas, y con ganas de saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
EPULÓN Y LÁZARO
Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo:
«Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas».
Pero Abrahán le dijo: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y, además,
entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros».
Él dijo: «Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento».
Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» . Pero él le dijo: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán». Abrahán le respondió: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto».
De los dos mandamientos que compendian la fe cristiana, el primero se refiere a Dios. Y el amor a nuestro Padre Dios muchas veces consiste en fiarnos de él; pues la confianza es una manifestación clara de nuestro amor.
Por eso no es bueno someterle a pruebas, pedirle milagros como condición para creer en él. Pero de todas formas, el Señor, que nos conoce, ha dado la señal definitiva, que sostiene todo edificio espiritual del cristiano, como al final veremos.
El segundo mandamiento es el amor al prójimo. Pero a la hora de la práctica, el segundo mandamiento es el primero. Esto es lo nos enseñan los santos.
Porque tal como somos, existe el riesgo engañarse, diciendo que amamos mucho al Señor, pero no verle en los demás.
Este es el peligro que nos acecha, no ver a Dios en los demás, y eso que sabemos que los dos mandamientos se identifican, son semejantes. En la parábola nos encontramos con dos figuras contrapuestas: un rico, que lleva una vida llena de satisfacciones; y un pobre, que ni siquiera puede tomar las migajas que tiran los comensales.
Es lógico que ante estas dos figuras de la parábola, también nosotros nos posicionemos. Por una parte podemos preguntarnos cómo puede llegarse a esa «insensibilidad» por parte del rico, que no se da cuenta de la persona que tiene al lado. ¿Es fácil que esto ocurra?
Quizá la despreocupación por una persona necesitada que tenemos al lado, se va haciendo poco a poco, hasta que llega un momento que nos acostumbramos. Y ya esa situación llega a formar parte de nuestra estructura
mental. A fuerza de no reaccionar ante los problemas de los demás el músculo de nuestro corazón se va debilitando. Así poco a poco se pierde fuelle interior, sensibilidad. Y llegaría a parecernos normal que, en nuestro entorno, haya personas que lo pasasen mal, porque pensaríamos que el sufrimiento ajeno forma parte la biodiversidad humana.
Al no ver las preocupaciones de los que tenemos al lado, nuestras pequeñas contrariedades nos quitarían el sueño, y las llevaríamos con mucho dramatismo.
Incluso nos extrañaría que nosotros lo pasáramos mal y otros disfrutasen. Y surgiría la envidia por la buena vida ajena.
Nos viene a la cabeza los ricos que aparecen en las revistas del corazón, en sus mansiones de la costa, yendo de fiesta en fiesta, rodeados de gente joven y guapa.
Y sin embargo nosotros llevamos una vida difícil y poco placentera. O incluso la gente cercana, los vecinos, pueden permitirse viajes y compras. Mientras nos preguntamos:
–¿Qué habré hecho mal?
En Israel existió una antigua creencia, bastante asentada, de que Dios premia a los justos y castiga a los pecadores, en esta vida; y de que al pecado le corresponde la infelicidad, y a la justicia la felicidad terrena. Una teoría peligrosa porque a veces se dan situaciones en la que esto no ocurre.
Por eso esta creencia había entrado en crisis desde que ocurrió la deportación a Babilonia.
Porque no era solo que el pueblo de Israel sufriera más que otros de su entorno, sino que lo expulsaron de su territorio y lo oprimieron.
No era raro, que ante esta situación se extendiera la la idea de que en este mundo triunfan los oportunistas, y que las personas honradas estaban destinadas a sufrir.
Se dio un cambio radical de paradigma. Así, en alguno de los salmos, el autor se queja de que el pobre que vive confiado en Dios y obedece sus preceptos, solo conoce desgracias; mientras que el que desprecia al Señor, disfruta de la felicidad en la tierra.
Al ver a gente alejada de Dios que viven una vida exitosa, y que nosotros, estando junto a él —incluso físicamente–, en cambio llevamos
una existencia difícil; es lógico que nos preguntemos por qué sucede esto.
BÚSQUEDA DE UNA EXPLICACIÓN
La Sagrada Escritura intenta resolver esta contradicción, entender correctamente la vida, y comprender a Dios que, en algunas ocasiones, parece injusto o incluso, todavía peor, ausente.
Uno de los textos, que puede considerarse como trasfondo espiritual de la parábola que meditamos, es el salmo 73. En él se nos habla del rico que se da la gran vida, y el salmista al verlo se queja:
«Yo envidiaba a los perversos, viéndolos prosperar. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y lustrosos; no pasan fatigas ni sufren como los demás…».
Este hombre se ve en peligro de perder su confianza en Dios, cosa muy importante, como veíamos al principio. Por eso dice:
«Por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas: porque envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados».
Y por eso se pregunta: «¿Para qué he purificado yo mi corazón... ? ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana...?» Como si reseteara al comenzar cada día. Y dice con sencillez:
«Mi corazón se agriaba...». (Sal 73, 13s.21). Y continúa: «Meditaba yo para entenderlo, pero me resultaba muy difícil; hasta que entré en el misterio de Dios, y comprendí el destino de ellos».
Ya se ve que la oración nunca es estéril: porque al mirar las cosas con la luz de Dios, este hombre que reza al quejarse, se da cuenta de que esos ricos frívolos y superficiales, viven una vida animal, simplemente animal (cf. Sal 73, 2).
Y que lo que en realidad quieren esos hombres, es ahogar el vacío interior de su alma, con el despilfarro de sus bienes.
Es una huida hacia adelante. Su vida es un engaño y su riqueza una especie de tapadera. Como no tienen nada por dentro, tienen que aparentar por fuera, para anestesiarse de su mala conciencia.
En la oración es donde se da este despertar a la realidad, por eso dice el salmista:
«Yo vengo a tu presencia». Nosotros se los decimos en la oración, como Jesús, que también hacía oración con los salmos. Hasta los últimos minutos de su vida, el Señor oró así.
«Yo vengo a tu presencia y al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal 17, 14s). Eso dice el salmo. Y ciertamente con parábola, que meditamos, Jesús nos quiere «despertar».
No es que Jesús condene la riqueza material; precisamente entre sus seguidores nos encontramos con dos hombres adinerados –Nicodemo y José de Arimatea– que encontraron al Señor, y en momentos difíciles dieron la cara; podíamos decir que estaban «despertando» espiritualmente. Se encontraban en el camino que les llevaba a la fe en Jesús.
Con la parábola del rico y el pobre, del rico Epulón y el pobre Lázaro, pretende Jesús que amemos a los necesitados: esas personas que están a nuestro lado y que pasan necesidad, en todos los ámbitos de la vida, y que quizá no nos damos cuenta, porque no hacemos oración. Jesús busca despertarnos al amor.
PETICIÓN DE UNA SEÑAL
El segundo punto que quiere enseñarnos esta parábola es que no podemos someter a Dios a una prueba. A quienes les dicen a Dios: –Si quieres que te creamos debes ser más claro. O como el rico epulón viene a decirle a Abraham
desde el Hades: –Mándanos a alguien desde el más allá que nos pueda decir que eso es realmente así.
El problema de la petición de pruebas, la exigencia de una mayor evidencia de las cosas de Dios, aparece a lo largo de todo el Evangelio.
En la parábola, la respuesta del Abrahán, coincide con la que da Jesús en otros momentos: quien no crea en la palabra de Dios, que habla a través de las Escrituras, tampoco creerá a uno que venga del más allá.
Las verdades supremas no pueden someterse a la misma evidencia empírica que, por definición, es propia de las cosas materiales.
Además, Dios en esta vida no quiere manifestarse con evidencia, para no forzar nuestra libertad, porque sin ella no podríamos amar, y eso es lo que busca, que le amemos; no pre-
tende que nos sintamos vencidos por su Verdad irresistible.
El Señor no es un ser intenso, no agobia, como hacen algunos enamorados, sino que respeta nuestro espacio, porque se fía de nosotros.
Y lo mismo que la confianza se da con libertad, también la desconfianza: si no hay voluntad de creer, se encuentran argumentos para no hacerlo. Ya lo dice el refrán no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Pensemos en la resurrección del Lázaro de Betania, que no por casualidad llevaba el mismo nombre que el pobre de la parábola. A pesar de que muchos creyeron en Jesús a causa de este milagro, sin embargo los del Sanedrín deciden matarle precisamente por ese hecho. Así el milagro no conduce a la fe, sino al endurecimiento (cf. Jn 11, 45-53).
Y ¿por qué se da ese endurecimiento ante la luz de Dios? Quizá los prejuicios causados por el orgullo ciegan. Por eso no hay persona más tonta que una lista llena de soberbia.
Hasta el sentido común se pierde si no somos humildes. La humildad es la verdad y el orgullo, por el contrario, es fuente de engaños.
Porque la soberbia no mira la realidad sino se mira así mismo.
De todas formas, meditando la parábola vemos que detrás de la figura del pobre Lázaro, que estaba cubierto de heridas y tendido fuera de la mansión del rico, se esconde Jesús, que «padeció fuera de la ciudad» (Hb 13, 12) y, su cuerpo se cubrió de sangre y heridas. Y lo más importante, resucitó y vino para decírnoslo.
Cuando Jesús contaba esta parábola sabía perfectamente lo iba a suceder, él sería tratado como Lázaro, humillado, sufriría la indiferencia.
Él era Dios por lo tanto es rico, inmensamente rico, pero se hizo pobre por nuestro amor.
Por eso cuando decía que serían bienaventurados los pobres de espíritu, en realidad estaba desvelando su vida interior. Él sería muy amado, por vaciarse («kénosis») y entregarse por nosotros.
Y así nos enseñó el secreto de la felicidad, la pobreza de espíritu, la humildad, que lleva al amor: mirar a los demás, y no a nosotros, hace que sea más fácil darse, comprender.
También en esto debemos posicionarnos. Somos pobres en el espíritu, dándole de nuestro tiempo a Dios y a los demás. Quizá no seamos felices si somos tacaños, ricos que van a lo suyo y se conforman con dar de nuestras migajas a los demás; quizá a Dios, al pobre Jesús, ni eso.
Él siempre nos responde; incluso a los que le pedían un milagro les dice: «Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo, pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra» (Mt 12, 39s; cf. también Lc 11, 29s).
La muerte y resurrección de Jesús es el «signo de Jonás», es la señal que Dios nos da para que el hombre crea. Y con esta parábola quiso revelarlo antes de que sucediese, para que con libertad, creyésemos en él.
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LUCAS 16
19Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. 20Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, 21y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas. 22 Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. 23Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, 24y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. 25Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. 26Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”. 27Él dijo: “Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, 28pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”. 29Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. 30Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”. 31Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».
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