sábado, 7 de noviembre de 2020

TEMPLOS DE DIOS



«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?», nos dice San Pablo en la Primera lectura (1Cor 3,9c-11.16-17). Somos «templos de Dios».

Un templo es un lugar donde vive Dios. Es como un estuche que guarda una joya preciosa. Las personas que están en gracia tienen a la Santísima Trinidad dentro (cfr. 2Cro 7,16: Aleluya de la Misa).


El mismo Jesús, cuando está hablando con los fariseos, se refiere a su cuerpo como si fuera un templo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (cfr. Jn 2,13-22: Evangelio de la Misa).

Él es el templo por excelencia. Su Cuerpo físico es el nuevo Templo de Dios

Todo el mundo entiende que, algo tan grandioso como una catedral o un sitio donde vive el Señor no puede estar sucio y descuidado.

Por lo mismo, nuestra alma debe estar limpísima, porque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo habitan en ella.

Esto lo comprenden muy bien las niñas que van a hacer la Primera Comunión. Si se les explica que para recibir a Jesús tienen que tener el alma tan blanca como su traje de comunión, se esfuerzan en descubrir las cosas malas que tienen para pedir perdón a Dios.

Si se lo explicas bien, se empeñan en hacer cada vez mejor el examen de conciencia. Mucho le ayudan sus madres, porque ellas son las que las ven moverse por la casa y se saben de memoria sus fallos y porque, además, los sufren.

Nosotros tenemos la ayuda nada menos que de Dios, que a la vez es la víctima de nuestros pecados. Él ve todo lo que no funciona.

–Señor que vea todos mis pecados.

Él es muy sensible al pecado, a la suciedad que siempre deja cualquier pecado, y más si es mortal.

Jesús, cuando entró en el Templo de Jerusalén y se encontró con los bueyes, ovejas y palomas, dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2,16).

–Echa de mi alma todo lo que te estorbe.

Conoce hasta la última mota de polvo que pueda tener nuestra alma. Sabe nuestros más ocultos pensamientos. Es el único que sabe lo que tenemos en el corazón.

Recuerdo que una profesora me contaba una pequeña anécdota. Una niña pequeña fue a preguntarle lo que significaba la palabra crítica. Ella, como buena pedagoga, se lo explicó con un ejemplo:

–Mira la crítica es cuando una niña piensa de otra: «ésta es más pesada que una vaca en brazos».

Y la niña, que se vio totalmente identificada, dijo: –y usted eso ¿cómo lo ha sabido?

Como Dios sabe todo lo nuestro, es bueno pedirle ayuda, luces, antes de hacer nuestro examen de conciencia.

Hemos de pedir ayuda al Espíritu Santo para descubrir los últimos rincones del alma.

Hablando con la gente, muchos te dicen que siempre se confiesan de lo mismo.

En parte es normal que nos confesemos de lo mismo, porque uno es tan miserable que siempre tiene las mismas faltas, ni siquiera somos originales en eso.

Siempre me acordaré de una anécdota que me hizo mucha gracia. Un día le preguntó una madre a su hijo de qué se confesaba, y éste, sin pelos en la lengua le respondió:

–Yo siempre me confieso de lo mismo: de que tiro barro a los autobuses y de que no creo en el Espíritu Santo.

Pero, a veces puede ser que no veamos más cosas porque hacemos rápido el examen de conciencia, sin pedirle ayuda a Dios o, si podemos, a las personas que nos pueden enseñar.

Un día, llevaba un rato largo en el confesionario sin que pasara nadie. Me extrañó porque con las pequeñas suele haber bastante flujo.

Abrí un poco la puerta para ver qué ocurría porque se oía un ligero cuchicheo. Me encontré de frente a una que me dijo con mucha educación:

–Perdone, sentimos tardar tanto en pasar, pero es que nuestra amiga (y señaló a una niña que estaba con otra en uno de los bancos) no sabe confesarse y le estamos enseñando. Así que no te vayas que ahora mismo pasa.

O de aquel famoso escritor inglés, muy inteligente pero despistado, que, cuando iba a confesarse, su mujer le tenía que ayudar a hacer el examen, como si fuera un niño pequeño, porque se quedaba ensimismado pensando en la maldad del pecado y sus consecuencia tremendas, del mal que le hacía la criatura al Creador, y de ahí no conseguía salir.

–Señor, Tú que lo sabes todo, ayúdanos a hacer bien nuestro examen de conciencia, a descubrir lo que hacemos mal, también los más ocultos pensamientos.

De esta manera el Señor estará muy a gusto en nuestras almas. Realmente seremos buenos Templos de Dios.

Con motivo de los 50 años de sacerdocio de un obispo, se celebró una Misa en una de las basílicas romanas más bonitas y antiguas.

Se trata de un templo precioso. Tiene un artesonado que es una maravilla, columnas centenarias, un baldaquino que señala con claridad el lugar del altar… Son bonitas hasta las rejas de las capillas laterales.

Como es antigua, tiene casi dos mil años, mucha gente la visita. Por eso, antes de celebrar ese aniversario tan importante, se quiso dar una buena limpia al templo.

Para eso fue un equipo preparado de personas, profesionales que la empezaron a limpiar a conciencia.

Sacaron todo lo necesario para su trabajo, y allí empezó a correr el agua con jabón y productos de limpieza. Parecía que cobraba vida el salmo 45 cuando dice que «el correr de las acequías alegra la ciudad de Dios» (Salmo responsorial y cfr. Ez 47, 1-2. 8-9.12).

Al ver el empeño con que trabajaban, uno de los que estaban por allí, al ver que estaban limpiando incluso los bancos por debajo, comentó sin mala intención que tampoco hacia falta tanto, que eso no lo iba a ver nadie.

Y la persona que estaba allí dale que te pego, frotando, le respondió: –Es verdad, esto no lo ve nadie, pero quien sí lo ve es Dios.

Nuestra Madre nos ayudará a descubrir las cosas que no van.

Ella, que es la Inmaculada, nos dará luces para limpiar bien nuestra alma cada vez que nos confesemos.

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