Con la Ascensión de Jesús al cielo, podría parecer que nos había dejado huérfanos (cfr. Evangelio de la Misa: Jn 14, 15-21).
Pero el Señor prometió que cuando se fuese junto al Padre, nos enviaría desde allí su Espíritu (cfr. Jn 15, 26 y 16, 7).
Es el Espíritu de Jesús y también el del Padre. Y nosotros le llamamos Espíritu Santo. (cfr. Primera lectura de la Misa: Hch 8, 5-8. 14-17). Y por eso decimos en el Credo que procede del Padre y del Hijo.
Recibir el Espíritu Santo es lo mismo que recibir el Amor de Dios.
-Señor que nos demos cuenta del amor que nos tienes.
Dios nos da todo, se da Él mismo porque es Amor.
Y el Amor es por definición un regalo. Una cosa que no es obligatoria, pero Dios nos regala porque Él es bueno, no porque necesite darnos para su felicidad.
Hace poco unos recién casados me preguntaban precisamente eso: que si Dios necesita de nuestro amor. Le dije que en realidad no lo necesita. Si lo necesitase no sería Dios.
El Amor de Dios consiste en dar sin contrapartida. De lo contrario no sería regalo sino comercio.
-Danos luces para descubrir el amor que nos tienes.
Hay un cuento que nos sirve para explicar esta idea de que Dios se da por entero sin esperar nada a cambio.
Había, en lo alto de una ciudad, una estatua de un príncipe, de un Príncipe Feliz. Tenía de todo. Estaba revestido de oro. Sus ojos eran dos zafiros valiosísimos, y lucía un gran rubí en la empuñadura de su espada.
(Como comprenderás se trata de cuento. Si esto fuera verdad, seguro que en la ciudad tan romántica en la que vivimos habría quedado de la estatua solo el pedestal.
Pues, justamente eso es lo que hizo Dios, no quedó nada de Él, se dio del todo por nosotros. Así es su Amor.)
Un día se posó a los pies de la estatua una golondrina para descansar un rato. Cuando estaba a punto de echar una cabezadita, le cayó una gota en la cabeza.
La golondrina se extrañó porque el cielo estaba totalmente despejado. Así estaba, pensando y mirando al cielo, cuando le cayó otra gota.
Miró a la estatua, y vio como los ojos del Príncipe Feliz estaban inundados de lágrimas, que corrían por sus mejillas de oro.
–¿Quién eres?, le preguntó la golondrina.
–Soy el Príncipe Feliz.
–Si eres el Príncipe Feliz..., siguió diciendo la golondrina, ¿por qué lloras de esa manera?, me has empapado.
–Lloro porque no me acostumbro a ver desde aquí tanta miseria y tanta gente que sufre.
Entonces, el Príncipe, le pidió a la golondrina que se quedara con él para que le ayudara a remediar los sufrimientos de las personas de esa ciudad.
La golondrina contestó: –Es que estoy de paso porque viene el invierno. Me esperan en Egipto. Mis compañeras deben estar ya revoloteando por el Nilo y charlando entre los juncos…. De todas maneras, me quedaré esta noche y mañana me iré.
Entonces, el Príncipe le dijo: –Mira allí abajo. En una callejuela, en la ventana de una vivienda muy pobre hay una mujer sentada en una mesa, llorando. Tiene las manos llenas de alfilerazos porque es costurera. No tiene dinero para curar a su hijo que está tumbado en la cama enfermo. Tiene fiebre y necesita comer naranjas para que se cure. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora.
Arranca con tu pico el rubí de la empuñadura de mi espada y llévaselo.
La golondrina arrancó de un picotazo el rubí, voló sobre los tejados de la ciudad, se coló por la ventana sin ser vista por la mujer que se había dormido por la pena, y dejó con cuidado el rubí del Príncipe Feliz.
Lo mismo hizo con sus ojos, los zafiros, y sacó de la miseria a muchos otros de la ciudad. Pero, como había tanta necesidad, le dijo el Príncipe a la golondrina:
–Si te fijas, todo mi cuerpo está cubierto de oro fino, quítalo capa a capa y dáselo a los pobres hombres.
Eso hizo nuestra golondrina. Fue capa por capa desnudando de su riqueza al Príncipe y la distribuyó entre los necesitados.
Así se le pasaron los días, y, sin darse cuenta vino el invierno. Cada vez hacía más frío. La golondrina ya no podía más por la nieve y la falta de alimento. Cuando sintió que iba a morir subió al hombro del Príncipe lo besó y cayó muerta a sus pies.
Allí estaba la estatua. Parecía un pobre andrajoso y miserable, con un pájaro muerto a sus pies. La vio al pasar el Alcalde de la ciudad, y decidió derribarla.
La fundieron en un horno. Pero como el corazón no se fundía, lo tiraron a un montón de chatarra donde por casualidad también se encontraba la golondrina muerta.
Entonces, y así acaba nuestra historia, Dios dijo a uno de sus ángeles: –Tráeme las dos cosas más valiosas de la ciudad. Bajó el ángel y le trajó el corazón del Príncipe y el cuerpo de la golondrina. Y dijo Dios: –¡Qué bien has elegido!
Podemos repetirle, ahora, las palabras de San Josemaría: -¡Saber que me quieres tanto, Dios mío, y no me he vuelto loco!
El amor de Dios es el mayor de los regalos. El Señor no espera nada a cambio y lo da todo, porque con el amor no se comercia. Su Amor no nos cuesta.
Nuestra meditación de hoy tiene un título que te sorprendería. Te lo digo: La cajera del Carrefour. Tiene su razón de ser. Nadie piensa que en el Carrefour regalan cosas, porque hay que pagárselas a la cajera.
Dios no, Dios regala sin que necesite que le abonemos un ticket. La aspiración de todo poeta es darse uno mismo, no dar una cosa: Como me gustaría ser lo que te doy, y no quien te lo da.
Esto que no lo puede hacer el ser humano lo hace Dios: nos entrega su ser, se nos entrega a sí mismo, al Amor en Persona, que es el Espíritu Santo.
-En eso consiste el amor, en que Tú nos quieres (cfr. 4, 10).
La Virgen nos dio a Dios en Persona, sin pedirnos nada a cambio.
Vamos a pedirle: -Madre nuestra que sepamos elegir lo más valioso, que nos demos cuenta de cómo nos ama Dios.
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