La oración de Jesús y de los santos
Un ligero susurro
Arma poderosa
LA ORACIÓN DE JESÚS Y DE LOS SANTOS
El Enemigo del Hombre, tienta al Señor en un momento de oración. Era la oración del Hombre perfecto, por eso intervienen también los sentidos. Los ángeles no pueden rezar con
el cuerpo, son seres espirituales, pero el hombre se dirige a Dios con una mirada, con una postura, con una sonrisa, con lágrimas...
El Enemigo, en persona, se presenta en el desierto, ante Jesús, como ya hizo con el primer hombre en un jardín, tentándole en su punto más débil. Pero el Mesías resistió con la oración, con la fortaleza de Dios.
Ya volverá Satán, en el momento de las tinieblas, para vengarse de Jesús por no haber querido adorarle, sino adaptarse a la voluntad de su Padre.
Y cómo obedecer a Dios puede resultar costoso para un hombre, nuestro Creador nos regala el arma de la oración. Con ella nos unimos a nuestro Padre: somos capaces de decir, fiat, hágase. Así hizo la Virgen, ante un Ángel, porque Ella es la Eva, que comenzará una nueva historia.
Así dijo Jesús, el nuevo Adán, en el Huerto de los olivos, también junto a los árboles. Oraba: Pater mi (Mt 26, 39) Abba, Pater, fiat... Padre, si es tu voluntad... hágase (Mc 14, 36).
No es de extrañar que los hombres santos se quejaran al hablar con Dios. Por eso nuestra oración puede ser, a veces de queja, como la que salió de Elías a la sombra del árbol: Basta, Señor. Lleva ya mi alma; porque no soy mejor que mis padres (1 R, 19, 4).
En el caso del Mayor de los Profetas, después de un día de triunfo, le siguió otro de depresión. Se encontraba tan deprimido que se sintió aburrido de su vocación y de su misma vida.
Llega al monte Horeb, y allí oye en su corazón que Dios le pregunta: ¿Qué haces aquí, Elías? (1 R 19, 9).
Y él contesta: He sentido vivo celo por Yahveh… porque los hijos de Israel han roto la alianza... han matado a tus profetas, de los que solo he quedado yo... y me buscan para quitarme la vida (1 R 19, 10).
Y el mismo Dios no respondió directamente a la oración del Profeta, sino que le envió señales externas.
Elías sintió un huracán que agitaba los montes; pero no estaba Yahveh en el huracán. Y, después, sintió un terremoto, pero no estaba Yahveh en el terremoto. Más tarde vino un fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Tras el fuego vino un ligero susurro.
Cuando lo oyó Elías, se cubrió con el manto y, saliendo, se puso en pie a la entrada de la cueva. Y entonces el mismo Dios le dijo lo que tenía que hacer.
Y, en esa conversación, Dios le hizo ver que sus puntos de vista eran equivocados. Había mucho de personal y, por tanto, de falso en su visión de las cosas ¡Y eso que fue el más favorecido de los profetas! (cfr. capítulo correspondiente sobre la figura de Elías y Juan el Bautista en la obra de Ronald Knox, Ejercicios para sacerdotes, Madrid 1957).
Jesús dijo que Juan el Bautista era el nuevo Elías (cfr, Mt 11, 14). También Juan, lo mismo que Elías, pensaba que el pueblo de Israel tenía una gran importancia. Fue enviado para predicar la conversión de ese pueblo, diciendo que el Reino de Dios estaba cerca.
La misión de Juan el Bautista tuvo un clamoroso éxito mediático. Miles de personas le siguieron al desierto. Pero se equivocó al creer que ese Reino iba a ser el triunfo visible de los judíos sobre todos sus enemigos.
Él pensaba que para la conversión de la nación judía era de suma importancia que el cambio se produjera también en los gobernantes, porque eran los más influyentes políticamente hablando. Para eso, era muy importante que el rey Herodes se convirtiera.
Y precisamente el que tenía que trabajar en su conversión era él, que era aclamado por todo el mundo como profeta. Y, precisamente por eso, tenía una autoridad moral fuera de lo común. Lo intentó. La realidad es que Juan el Bautista acabó encerrado en un calabozo.
No es extraño que Juan se desconcertara, y que mandase preguntar al Señor qué significaba todo lo que estaba ocurriendo. Por eso pregunta: ¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro? (Mt 11, 3).
Igual tendríamos que hacer nosotros si estamos desconcertados: ir al Señor y preguntarle en la oración.
Y al pueblo judío, que el Bautista pensaba que triunfaría en el mundo, le ocurrió que lo invadieron sus enemigos. Cuarenta años después, vino Vespasiano, gobernador de Siria, y los
arrasó.
Lo mismo que ocurrió en la época de Elías, en que también el pueblo de Israel fue conquistado por la autoridad siria.
Pero, aunque lo que pensaba Juan el Bautista fracasó, Dios preparaba entre el pueblo de Israel un pequeño grupo fiel, que había de formar el núcleo de la Iglesia Universal.
Lo que la historia de estos santos nos enseña es que es muy difícil saber lo que nos conviene. Esta es la tragedia de nuestra oración.
UN LIGERO SUSURRO
No es que Dios no quiera hacernos caso, sino que, a veces, pedimos cosas que no son buenas o que, siendo buenas, no nos hacen bien.
Porque todo lo que oramos el Señor lo utiliza y, a veces, para sacar adelante otras cosas completamente diferentes de las que nosotros nos habíamos propuesto.
Por eso, lo importante de la oración no es intentar doblegar la voluntad de Dios a la nuestra, sino la nuestra a la de Dios. Hay gente que ve la oración como una cosa mágica. Dicen unas palabras y quieren que los suspensos se convierten en aprobados, los malos ratos en buenos.
Quieren coger su varita mágica, y que el sapo gelatinoso y verde se convierta en príncipe azul. Por eso, antes en los libros de texto, algunos ponían:
–Virgen santa, Virgen pura haz que yo apruebe esta asignatura.
–Santo Tomás… que apruebe las demás.
Pero la oración no es un abracadabra, no es una fórmula infalible que se dice para transformar la realidad. No, a la oración vamos a conocer los planes de Dios y que Él nos dé las fuerzas para llevarlos a cabo.
Por eso le damos gracias por las inspiraciones que nos hacen conocer su voluntad, y los propósitos que nos ayudan a realizarla.
Y, de vez en cuando, también nos da afectos, que son los caramelos que el Señor nos regala para hacernos más fácil la cosa.
–Señor, que mi voluntad se ablande para que acepte lo que Tú quieres.
Estando Elías en la oración, en el monte Horeb, exteriormente hubo cambios en la naturaleza.
También nos pasa a nosotros que hay como un desfile de cosas, pero suceden en nuestro interior.
En el caso Elías, fue un desfile de los elementos de la Naturaleza. Y todos tienen su significado. Esas fuerzas naturales –el huracán, el terremoto, el fuego– significan algo.
Representan las distintas emociones que se agitaban en el corazón del profeta cuando luchaba en su oración.
Lleno del celo por Dios, Elías pretendía forzar las puertas del cielo con una oración apasionada. Apasionada como los elementos más fuertes de la Naturaleza.
Pero el Señor no está ni en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego. Su voz se deja oír en aquel ligero susurro. La voluntad de Dios se descubre, muchas veces, de esa manera, sin violencia. Así actúa frecuentemente con las personas muy santas, exigiéndole mucha fe; ese fue el caso de la Madre del Mesías.
Nuestra Madre, María, estaba acostumbrada a escuchar los susurros de Dios, porque nuestro Señor habla bajito. Ella es la Mujer del silencio y de la escucha.
A ella le pedimos que nuestras quejas se conviertan en la oración confiada de un niño.
Y como en el caso de Elías nos dice come, que el camino es superior a tus fuerzas (1 R 19, 7).
Precisamente en los momentos de oración después de comulgar –en los que tenemos al Señor dentro– ahí vamos a recibir hoy la fuerza.
El Señor una vez más nos dice: Yo soy el pan de vida (Jn 6,35).
ARMA PODEROSA
–Queremos contemplar la luz de tu rostro. Tu rostro, Señor, es lo que busco; no me ocultes tu rostro (Sal 27, 8-9).
Sobre la contemplación del Señor quien más sabe, sin ninguna duda, es su Madre, María. La Virgen es nuestro mejor modelo.
Por eso le pedimos también ayuda a Ella:
–Madre mía, ayúdanos a mirar la vida de Jesús con tus ojos.
Nadie como María se ha dedicado tanto tiempo a contemplar a Jesús. Desde la Encarnación comenzó a imaginárselo, durante los nueve meses de espera, a pensar cómo iba a ser el rostro de ese Niño tan especial.
Cuando finalmente nació en Belén lo pudo examinar, como hacen las madres, sin prisas, con tranquilidad, mientras lo envolvía en pañales y lo acostaba en el pesebre que hacía de cuna.
Desde que nació Jesús, los ojos de María no hicieron otra cosa que mirarle, se le iban siempre hacia Él. Durante los años que vivió en la tierra lo miró de muchas maneras, dependiendo del momento.
Lo miró con una mirada interrogativa al preguntarle por qué les había hecho sufrir a su padre y a ella, cuando desapareció durante tres días sin decir nada.
Lo miró con ojos penetrantes, profundos, capaz de leer los sentimientos de Jesús, durante la celebración de la boda en Caná.
Con una mirada dolorosa, sobre todo en el Calvario al ver a su Hijo clavado en una Cruz.
Y en el día de Pascua sus ojos se volverán radiantes, al ver el cuerpo glorioso de su Hijo.
–Madre nuestra, enséñanos a mirar al Señor.
Ella vivió con los ojos puestos en Jesús. Sus recuerdos se alimentaban de su imagen física y de las palabras que salieron de su boca, por eso dice la Escritura que conservaba todas estas cosas en su corazón (1 Lc 2, 51).
Los recuerdos se le agolpaban en su interior. Le acompañaron durante toda su vida y los repasaba mentalmente, se entretenía mucho meditando.
El rosario es como inscribirse en la Escuela de María. Es como ver a Jesús con los ojos de ella. Por eso el rosario no es un conjunto de cuentas, sino de meditaciones.
La Virgen contemplando muchas veces estos misterios, y ahora desde el cielo, cada uno de esos pasos del Evangelio, siguen siendo el motivo de alegría.
Ella como la primera discípula de Jesús tiene un empeño grande en presentarnos el rostro del Maestro.
Hace lo mismo que hizo en el Portal de Belén, cuando con su mirada indicaba a los pastores y los Reyes de Oriente dónde estaba el Niño. Visto así ¡qué distinto se nos presenta rezar el rosario…!
Por eso san Josemaría recomendaba que, cuando lo rezáramos, hiciésemos un parón de unos segundos antes de rezar las avemarías. Para que fuese más fácil contemplar la escena. Y así seguir meditándolo mientras desgranamos las avemarías.
Rezar el rosario sin contemplaciones, es hacerlo deprisa, queriendo quitárselo de encima.
Se convertiría, como dijo el Papa Pablo VI, en un cuerpo sin alma. Por eso Jesús mismo nos advirtió: Cuando recéis no digáis palabras inútiles, como los paganos, que se figuran van a ser oídos por su abundancia de palabras (Mt 6, 7).
–Madre nuestra, danos la gracia de aprovechar bien tu escuela.
Debemos poner esfuerzo porque el rosario, por su naturaleza, tiene un ritmo pausado y tranquilo que ayuda a la contemplación o a la dormición dependiendo del amor que pongamos.
En una conocida visión que tuvo san Bernardo mientras rezaba junto a otros en el coro, observó al lado de cada monje un ángel que escribía.
Unos ángeles escribían con oro, otros lo hacían con plata, otros con tinta, otros con agua y otros estaban al lado del monje correspondiente sin escribir nada.
El Señor le hizo entender que las oraciones escritas con oro eran las rezadas con el fervor del amor. Las de plata las que se hacían con devoción. Las de tinta eran las oraciones que el monje rezaba con empeño en las palabras pero sin devoción, y las de agua eran las que se rezaban sin atención.
Los ángeles que no escribían nada eran los de los monjes que voluntariamente se distraían.
Podemos pensar que un ángel anota en un libro nuestros rosarios...
Vamos a terminar:
–Madre nuestra, ayúdanos a ser buenos alumnos de tu escuela. Empuñando el arma, con la que el Papa quiso que los cristianos venciéramos en la más alta ocasión que vieron los
siglos pasados...
María, tú eres el Auxilio de los cristianos en la lucha contra el lado oscuro:
Ruega por nosotros ¡ahora! Y cuando debamos comenzar a ser eternos...