DERROTAR AL ENEMIGO CON SUS PROPIAS ARMAS
Derrotar al enemigo con sus propias armas. Esa ha sido la táctica de Nuestro Señor.
Por Satanás vino el pecado al mundo. Y como cuenta el Génesis, por culpa del pecado entró en el mundo el dolor y la muerte.
Jesús quiso sufrir, como vemos en la Semana Santa.
Un Dios que no sólo habla sino que es capaz de sufrir, de pasarlo mal por nosotros.
Jesús sufriendo quiso salvarnos y le quitó el arma de castigo al demonio para hacer del dolor un instrumento que nos libera.
Por eso nos dijo el Señor: «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Desde ese momento, el sufrimiento no es sólo la pena por el pecado, también es su remedio.
Las enseñanzas del Señor son muy claras y algunas veces paradójicas. Sus discípulos se quedan sorprendidos pero, a la vez, se admiran de las cosas que aprenden con Él (cfr. Jn 16, 29).
Es sorprendente la idea de que no haya nada en el mundo que nos pueda quitar la alegría. Con Jesús, el dolor no puede hundirnos.
El enemigo, aunque se presente al combate con las armas del dolor y del sufrimiento, ante el Señor se derrite «como se derrite la cera ante el fuego», desaparece, se «disipa como el humo» (Salmo 67).
–«Reyes de la tierra, cantad a Dios» decimos con el salmo (67). Nadie sobre la tierra debería estar triste.
En esta vida no podemos evitar el sufrimiento, es muy difícil. Desde que el cuerpo se va formando, uno se va encontrando con el dolor: enfermedades, heridas, lesiones.
Y por otra parte, porque si queremos mucho a los demás tendremos mucho que sufrir.
Incluso el egoísta también acaba sintiendo dolor: sufre por sí mismo, por su salud, por sus humillaciones, por sus fracasos, por sus incomprensiones. Y además, acaba sintiendo la tristeza de su soledad.
Está claro: cuanto más se ama, más se sufre. Tanto para amar a los demás como a uno mismo. Pero el amor a los demás nos llena de alegría.
Desde luego, debemos poner medios para evitar el dolor, hacer lo posible por remediarlo.
Pero si a pesar de todo no es posible quitar el sufrimiento, hemos de aprovechar el sufrimiento como una oportunidad.
Efectivamente el dolor en muchos casos nos sirve para unirnos a Cristo en la cruz.
Además no hay que exagerar; la mayor parte de nuestras penas son normales y llevaderas.
Y si son grandes, no han de llevarnos a pensar demasiado en ellas: eso nos conduce al egoísmo de compadecernos a nosotros.
Decía un papa santo que es una característica del hombre justo que «aun en medio de sus dolores y tribulaciones, no deja de preocuparse por los demás».
Aunque prefiramos la alegría y el pasarlo bien, tenemos que aprender a no tener miedo al sufrimiento.
Vamos a pedirle a Jesús, ahora mismo, que no queramos llevar arrastrando la cruz de cada día.
«En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» dice el Señor
Y esas luchas, en muchas ocasiones, las tenemos que buscar, no solo debemos esperar que vengan.
«Si alguno quiere venir en pos de mí que niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga, pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero que pierda su vida por Mi, la encontrará» (Mt 16, 24–25).
¿A qué se refiere el Señor con esa cruz?
Se refiere a la mortificación voluntaria.
Mortificación significa morir: hacer cosas que no nos apetecen o que nos resultan incómodas. Ese es el camino para encontrar al Señor, que es nuestra felicidad.
Se trata de quitar de nosotros lo que pertenece al hombre viejo. (En Chile se dice que la soberbia es ese pequeño argentino que todos llevamos dentro. Y en Argentina se responde: ¿por qué pequeño?).
La mortificación mantiene nuestra alma joven, sin arrugas. Nos hace agradables ante el Señor.
Muchas personas son muy mortificadas para mantenerse en forma, o para no aumentar de peso y presentarse bien. Nuestros motivos son más altos y duraderos.
Por el pecado dentro de nosotros tenemos un hombre viejo que nos separa de Dios. Quizá nosotros podemos decir: yo no tengo un hombre viejo, yo tengo un asilo.
Con San Josemaría le decimos al Señor presente en el Sagrario:
–Aparta Señor de mí lo que me aparte de Ti.
Nuestra lucha por llevar la cruz, por agradar al Señor nos lleva a cumplir las obligaciones con respecto Dios y a los demás, que a veces no nos agradan.
Por eso un gran campo para la mortificación lo encontramos en cumplir con perfección nuestros deberes:
En exigirnos por vivir el horario, en ser puntuales, en no dejarnos llevar por la pereza, que nos dice: no hagas hoy lo que puedes dejar para mañana.
También los deberes en relación con los demás: ayudarles; ser agradables en el trato; preferir seguir los gustos de los otros.
La mortificación ayuda a mantener a raya las cosas que se refieren al orgullo, darle caña al hombre viejo:
evitar pensar egoístamente en nosotros, cortar la imaginación cuando vuelve sobre lo que hemos hecho;
la fantasía, cuando nos sitúa en el centro de un ensueño;
nos ayuda la mortificación interior a no hablar de nosotros mismos si no nos preguntan; a no disculparnos, si no es necesario;
a escuchar a los demás y evitar imponer nuestra opinión;
a no tomarnos en serio a nosotros mismos; no mirarnos al espejo más que para arreglarnos.
Con la mortificación podemos arrancar o reducir la curiosidad, que es el afán de saber cosas que no tienen importancia.
Esto lo podemos vivir en muchos campos:
en el estudio para concentrarnos lo que debemos;
en la conversación para no dejarnos llevar por los chismes;
en el periódico para no interesarnos por noticias escandalosas o frívolas…
Todas esas mortificaciones, que cada uno tiene que descubrir nos llevan a dominar nuestro cuerpo, a amar a Dios con más libertad:
con todo el corazón, con toda el alma, como hizo María.
Derrotar al enemigo con sus propias armas. Esa ha sido la táctica de Nuestro Señor.
Por Satanás vino el pecado al mundo. Y como cuenta el Génesis, por culpa del pecado entró en el mundo el dolor y la muerte.
Jesús quiso sufrir, como vemos en la Semana Santa.
Un Dios que no sólo habla sino que es capaz de sufrir, de pasarlo mal por nosotros.
Jesús sufriendo quiso salvarnos y le quitó el arma de castigo al demonio para hacer del dolor un instrumento que nos libera.
Por eso nos dijo el Señor: «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Desde ese momento, el sufrimiento no es sólo la pena por el pecado, también es su remedio.
Las enseñanzas del Señor son muy claras y algunas veces paradójicas. Sus discípulos se quedan sorprendidos pero, a la vez, se admiran de las cosas que aprenden con Él (cfr. Jn 16, 29).
Es sorprendente la idea de que no haya nada en el mundo que nos pueda quitar la alegría. Con Jesús, el dolor no puede hundirnos.
El enemigo, aunque se presente al combate con las armas del dolor y del sufrimiento, ante el Señor se derrite «como se derrite la cera ante el fuego», desaparece, se «disipa como el humo» (Salmo 67).
–«Reyes de la tierra, cantad a Dios» decimos con el salmo (67). Nadie sobre la tierra debería estar triste.
En esta vida no podemos evitar el sufrimiento, es muy difícil. Desde que el cuerpo se va formando, uno se va encontrando con el dolor: enfermedades, heridas, lesiones.
Y por otra parte, porque si queremos mucho a los demás tendremos mucho que sufrir.
Incluso el egoísta también acaba sintiendo dolor: sufre por sí mismo, por su salud, por sus humillaciones, por sus fracasos, por sus incomprensiones. Y además, acaba sintiendo la tristeza de su soledad.
Está claro: cuanto más se ama, más se sufre. Tanto para amar a los demás como a uno mismo. Pero el amor a los demás nos llena de alegría.
Desde luego, debemos poner medios para evitar el dolor, hacer lo posible por remediarlo.
Pero si a pesar de todo no es posible quitar el sufrimiento, hemos de aprovechar el sufrimiento como una oportunidad.
Efectivamente el dolor en muchos casos nos sirve para unirnos a Cristo en la cruz.
Además no hay que exagerar; la mayor parte de nuestras penas son normales y llevaderas.
Y si son grandes, no han de llevarnos a pensar demasiado en ellas: eso nos conduce al egoísmo de compadecernos a nosotros.
Decía un papa santo que es una característica del hombre justo que «aun en medio de sus dolores y tribulaciones, no deja de preocuparse por los demás».
Aunque prefiramos la alegría y el pasarlo bien, tenemos que aprender a no tener miedo al sufrimiento.
Vamos a pedirle a Jesús, ahora mismo, que no queramos llevar arrastrando la cruz de cada día.
«En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» dice el Señor
Y esas luchas, en muchas ocasiones, las tenemos que buscar, no solo debemos esperar que vengan.
«Si alguno quiere venir en pos de mí que niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga, pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero que pierda su vida por Mi, la encontrará» (Mt 16, 24–25).
¿A qué se refiere el Señor con esa cruz?
Se refiere a la mortificación voluntaria.
Mortificación significa morir: hacer cosas que no nos apetecen o que nos resultan incómodas. Ese es el camino para encontrar al Señor, que es nuestra felicidad.
Se trata de quitar de nosotros lo que pertenece al hombre viejo. (En Chile se dice que la soberbia es ese pequeño argentino que todos llevamos dentro. Y en Argentina se responde: ¿por qué pequeño?).
La mortificación mantiene nuestra alma joven, sin arrugas. Nos hace agradables ante el Señor.
Muchas personas son muy mortificadas para mantenerse en forma, o para no aumentar de peso y presentarse bien. Nuestros motivos son más altos y duraderos.
Por el pecado dentro de nosotros tenemos un hombre viejo que nos separa de Dios. Quizá nosotros podemos decir: yo no tengo un hombre viejo, yo tengo un asilo.
Con San Josemaría le decimos al Señor presente en el Sagrario:
–Aparta Señor de mí lo que me aparte de Ti.
Nuestra lucha por llevar la cruz, por agradar al Señor nos lleva a cumplir las obligaciones con respecto Dios y a los demás, que a veces no nos agradan.
Por eso un gran campo para la mortificación lo encontramos en cumplir con perfección nuestros deberes:
En exigirnos por vivir el horario, en ser puntuales, en no dejarnos llevar por la pereza, que nos dice: no hagas hoy lo que puedes dejar para mañana.
También los deberes en relación con los demás: ayudarles; ser agradables en el trato; preferir seguir los gustos de los otros.
La mortificación ayuda a mantener a raya las cosas que se refieren al orgullo, darle caña al hombre viejo:
evitar pensar egoístamente en nosotros, cortar la imaginación cuando vuelve sobre lo que hemos hecho;
la fantasía, cuando nos sitúa en el centro de un ensueño;
nos ayuda la mortificación interior a no hablar de nosotros mismos si no nos preguntan; a no disculparnos, si no es necesario;
a escuchar a los demás y evitar imponer nuestra opinión;
a no tomarnos en serio a nosotros mismos; no mirarnos al espejo más que para arreglarnos.
Con la mortificación podemos arrancar o reducir la curiosidad, que es el afán de saber cosas que no tienen importancia.
Esto lo podemos vivir en muchos campos:
en el estudio para concentrarnos lo que debemos;
en la conversación para no dejarnos llevar por los chismes;
en el periódico para no interesarnos por noticias escandalosas o frívolas…
Todas esas mortificaciones, que cada uno tiene que descubrir nos llevan a dominar nuestro cuerpo, a amar a Dios con más libertad:
con todo el corazón, con toda el alma, como hizo María.
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