Una luz aparece
en el sitio que parece menos indicado, Galilea de los gentiles. Lo que nos hace
pensar que no son los
puritanos cumplidores los que mejor entienden a Dios.
Había profetizado Isaías: «El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que
habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló» (Is 9,1-2). Como
escribió San Mateo (4,16), esta profecía se cumplió en Jesús.
La humanidad
caminó en tinieblas hasta que la luz brilló en la tierra. Ese lucero se trasladó
a la pequeña ciudad de Nazaret iluminando la vida de sus paisanos.
Y en ese tiempo
Jesús llamó a unos hombres sencillos de Galilea y dio sentido a sus vidas. La
mayoría eran pescadores con un horizonte vital bastante gris, sin ningún
relieve. Su vida iba a ser el negocio de la pesca. Sus temas de conversación,
si picaban o no picaban los peces... O, como mucho, la última tempestad en el
lago.
Sin embargo, la
Luz llegó a ellos y salieron de la penumbra de una existencia sin relieve. Su
vida cambió y, a la vez, recibieron el encargo de iluminar el mundo. Y gracias
a ellos esta Luz nos ha llegado a nosotros.
Es una historia
que ocurrió hace 21 siglos, pero que ha seguido ocurriendo a lo largo de todos
estos años y que sigue ocurriendo ahora. El Señor te ha llamado a ser Luz. Y
quizá tú quieres entregarte al Señor cuando seas hueso y pellejo, pero
no ahora en plena juventud. Pero Jesús eligió a gente joven para que llevaran
la Luz del Evangelio por todo el mundo.
Podrías pensar:
San Pedro no era un crío precisamente... Y es cierto, al menos por fuera: de
hecho ya se había casado (tenía suegra) y, probablemente, había enviudado. Pero
interiormente sí era joven: si no, no se habría decidido a dejar la barca y a
seguir a Cristo. El Señor quiere contar con la generosidad de unos pocos.
Siempre han sido unos pocos los que en tiempos de crisis han llenado de Luz al
mundo.
Y nosotros no
podemos mirar a nuestro alrededor y decir: ¿dónde están y quiénes son esos
pocos? Por mucho que miremos no vamos a encontrar a mucha gente... Somos
nosotros. Pocos, sí.
Quiere Jesús
contar con cada uno de nosotros para llevar la Luz al mundo. Y esta idea choca
quizá con lo que teníamos pensado para nuestra vida. Se puede llevar una
vida tranquila y confortable, pero la vida cómoda no hace feliz. Decía San
Josemaría: «Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón
enamorado» (Surco, 795).
¿Cuáles son las
ilusiones de tu vida? Casarte y, si puede ser, en un lugar chic, vivir en una
calle céntrica, tener trabajo los dos aquí, en la misma ciudad, llevar a
tus hijos al mejor colegio..., y sólo eso. Pequeño gran burgués. Esto es
ocultar el farol bajo la cama de matrimonio. Ser luz en toda circunstancia
implica acercarnos a Jesús. El que da sentido a nuestra vida no puede ser otro
que Jesucristo.
Historia de señales luminosas
Ahora se
entienden mejor las palabras del salmo: – «El Señor es mi luz y mi salvación ¿a quién temeré?» (Sal 26). Nos guía en nuestro camino a través de las tinieblas.
También ahora desde el sagrario, el Señor es un faro que da Luz y
sentido a toda nuestra vida: a la monotonía de nuestro trabajo y de nuestra
vida de familia, que es siempre lo mismo.
Nosotros, si
acudimos al sagrario para pedir ayuda, encontramos Luz para nosotros y además
podemos iluminar la vida de los demás: gracias a ella estaremos serenos,
optimistas, simpáticos, y pensaremos en positivo. Seremos un verdadero faro
para los demás.
Dos acorazados,
dos buques de guerra norteamericanos del siglo pasado, habían estado de
maniobras en el mar con tempestad durante varios días. La visibilidad era
pobre; había niebla, de modo que el capitán de uno de los acorazados permanecía
sobre el puente supervisando todas las actividades. Poco después de que
oscureciera, el vigía que estaba en el extremo del puente informó:
–Luz a estribor.
–Luz a estribor.
Y el capitán
preguntó: –¿Viene con rumbo directo o se desvía hacia popa? El vigía respondió: –Directo, capitán.
Esto significaba que iban directo a una colisión con aquel buque.
El capitán llamó al encargado de emitir señales luminosas de comunicación: —Envía este mensaje: Estamos a punto de chocar;
aconsejamos que ustedes cambien 20 grados su rumbo.
Y llegó la respuesta:
—Aconsejamos
que sean ustedes los que cambien 20 grados su rumbo.
Mal estaba la
cosa, y el capitán un poco enfadado dijo al encargado de emitir las señales: —Contéstele: Soy
capitán, cambie su rumbo 20 grados.
Respondieron
desde el otro lado: —Soy marinero de segunda clase. Mejor cambie su rumbo 20 grados.
El capitán estaba
ya hecho una furia: —Conteste: Soy un acorazado. Cambie su rumbo 20 grados.
La linterna del
interlocutor envió su último mensaje: –Yo soy un faro. Y el acorazado, claro
está, cambió su rumbo.
Efectivamente
Dios ha querido que el cristiano sea en nuestro mundo un punto de referencia.
Un faro que indique dónde está la Luz para que los demás no se pierdan cuando
llegue la noche o una borrasca. Para eso estamos en la tierra los cristianos.
Aunque personalmente seamos peores que los demás, marineros de segunda. Pero
estamos para señalar el camino.
Apretar un botón
Nuestro Señor nos
ha dicho claramente y nos lo dice ahora: «vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14).
Y, nos podemos preguntar, ¿cómo hacer para encender el faro, cómo para encender
la luz?
Vivimos en la
civilización del botón, del triunfo del interruptor: con sólo apretar una tecla se
pone casi todo en funcionamiento. Si aprietas un botón puedes conseguir casi
todo: una coca-cola, una hamburguesa o una fotocopia.
Con sólo darle a
una tecla envías un e-mail o borras un archivo, puedes mandar una foto o matar
un marciano. Podemos decir que el botón está en nuestra esencia:
todo hombre tiene siempre una tecla que apretar.
Pues el botón
para dar Luz a los demás es dedicar tiempo a Dios. Hacer oración y perseverar
en ella. Pero, puedes pensar, ¿cómo voy yo a iluminar con sólo cinco minutos de oración? Si te fijas en una bombilla apagada, no ves nada dentro,
excepto un trocito bastante pequeño de filamento. Pero una vez encendida la
bombilla, ese trozo de hilo sí que da luz, porque la electricidad lo transforma
en una masa incandescente.
Eso hace Dios con
nuestros minutillos de oración, Él los enciende. La experiencia de la vida de los
santos nos lo demuestra: los que más han intentado estar cerca de Dios son los
que más hacen felices a los demás.
La
oración nos hace ser mejores y nos convierte en el
faro en medio del mundo porque nos acerca a Jesucristo. La oración hará mejores también a los que nos
rodean.
La Virgen, Madre
de Dios, dio a luz a la Luz. Que Ella nos ayude a recibirla en la Comunión y a
llevar la alegría a los demás.