martes, 24 de junio de 2025

VI. EL FARISEO Y EL PUBLICANO

En la parábola del fariseo y el publicano; Jesús nos relata la oración de dos personas que van a rezar, aunque lo hacen de modo muy diferente (cf. Lc 18, 9-14). Sin embargo es una historia de dos personas que tienen fe. 



LA ORACIÓN DE DOS HOMBRES 


Como le ocurrió a los ángeles, también los hombres deben decidir, entre la soberbia de creerse superiores, o la humildad de aquellos que están en la realidad. 


La batalla que se libró en el cielo ahora se libra en nuestro corazón. Esa lucha, entre el orgullo y la verdad, se da en todos los ámbitos de nuestra vida: sobre todo en el trato con los demás y también con Dios.


Parece que cada uno de nosotros heredamos genéticamente el egocentrismo. Como si, «por defecto», trajésemos «de fábrica» la idea de que somos «el ombligo» del universo. Esa es la percepción que se puede tener, al mirar a derecha e izquierda y arriba y abajo: somos el centro. 


No es extraña la actitud del fariseo de la parábola, al vanagloriarse de sus muchas virtudes. 


Y precisamente por eso le habla a Dios tan solo de sí mismo, y piensa que así le alaba. Esto es lo que el Papa Francisco llama «autorrefencialidad». 


No es cierto que seamos, en nuestro entorno, el sol que da luz a los demás seres, como pensaría Lucifer. 


Y lo malo una persona así, puede que esté convencido de que los demás son egoístas, por la sencilla razón de no piensan en ella. 


En su imaginación se ven ya en la cumbre más alta del Nepal entronizados en un altar de purpurina, como un dios, tan grande y gordo como su ego: la realidad es otra, dependemos de Dios y de los demás.


El publicano, en cambio, conoce sus pecados, sabe que no puede presumir de nada y, consciente de sus faltas, pide ayuda a Dios. 


Quizá no es una persona de las llamadas «religiosas»: está unido al Señor con la principal ligazón, la verdad.


Porque si hacemos bien oración, nos damos cuenta de que estamos en deuda con Dios; y así, con mucha verdad, le podemos llamar «Señor»: gracias a él somos lo que somos, y no podemos valernos sin él; con esa consciencia comenzamos a hablarle, pero mediante la oración, terminamos considerándolo amigo.


Dice el poeta: «Encontré a Dios en los atardeceres, en los pájaros, en el rumor del agua, en la risa de un niño, e incluso en la conversación con un ateo; casi nunca en un hombre de iglesia». Quizá esa fue la experiencia de Jesús al tratar con muchos fariseos, y la de algún santo que se declaraba anticlerical.


Jesús comía con publicanos y pecadores. También con fariseos, aunque estos no lo entendían. Lo mismo que nosotros hemos sentido un trato frío, al vivir cerca de personas entregadas a dios, a un dios con minúscula, que no es el verdadero. 


Tenía razón el filósofo cuando escribió que debajo de un templo siempre se encuentra un cementerio. Así era en tiempo de los paganos. 


Sin embargo el Dios de Jesús es un Padre lleno de misericordia que prefiere habitar en nuestro corazón.



DOS MODOS DE SITUARSE 


Esta parábola trata de dos modos de situarse ante Dios, pero también ante sí mismo. La verdad es que no «somos» seres solitarios, porque estamos hechos a imagen de Dios, que es un ser relacional: sin los otros, nuestra vida no está completa, no sería auténtica. Porque los seres humanos estamos pensados para la amistad. 


Por desgracia, no siempre somos capaces de tratar bien a los otros. Nuestra debilidad se manifiesta en que no solo no hacemos lo que nos proponemos, sino que, a veces, incluso lo contrario. 


El fariseo, situándose él mismo en el centro de todo, ni siquiera mira a Dios, solo se mira a sí mismo. En él no hay ninguna relación real y auténtica con el Señor, que a fin de cuentas le resulta superfluo.


El publicano, en cambio, se ve en relación con Dios, pero no le salen las cuentas, está con una suma millonaria en números rojos. 


Se encuentra en franca bancarrota. Y al poner sus ojos en el Señor, también se le abre la mirada hacia sí mismo. 


Es cierto, conocer a Dios es conocernos a nosotros, porque estamos hecho a su imagen. Por eso una forma verdadera de conocer a un padre es conocer a su hijo.


El publicano sabe que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo misericordioso y, por tanto, semejante a Dios. 


Él vive gracias a Dios, por eso se siente inmensamente agradecido; piensa que siempre necesitará de su amor, de su perdón… Además aprenderá a transmitirlo a los demás.



UNA COSA Y OTRA


La ayuda de Dios no exime a nadie de ejercitarse en obras buenas: ni al fariseo ni al publicano. Lo que sucede es más bien lo contrario: la ayuda de Dios nos hace más humanos; el Señor potencia lo bueno y nos libera de la rigidez del voluntarismo. Así es como nos ponemos en la órbita del amor, y no del yo. 


De todas formas podemos preguntarnos por qué un hombre cumplidor, como el fariseo, puede caer en esta mentira estructural. Quizá no solo habrá una razón. Vamos a meditar a las que hace referencia san Lucas.

Ahora se habla mucho de autoestima, porque hay personas que no se valoran por falta de humildad verdadera, por no estar en la realidad; no estiman lo que han recibido, sino lo que ellas tienen –o carecen– en comparación con otras. 


La falta de humildad lleva a la comparación. Hay personas que salen perdiendo, las que son de autoestima baja, y hay otras que salen ganando, las de autoestima alta. Tanto unas personas como otras han puesto su confianza en sí mismos, en sus obras. En algunos casos es para llorar y en otros para envanecerse. 


El fariseo se consideraba en paz con Dios porque cumplía con una serie de preceptos. Pero la perfección que nos pide Jesús no es la del  «cumplimiento» (cumplo y miento) la de no tener fallos o pecados. 


No es la santidad una cuestión para perfeccionistas en el terreno de la espiritualidad, porque no se trata de un empeño nuestro que, en el peor de los casos, pudiera desembocar en neurosis. Lo que nos pide Jesús es que nos parezcamos al Padre en la misericordia.


Por otra parte, es difícil que una persona que se siente satisfecha con lo que hace, pueda mejorar en algo y, sobre todo, que esté en la realidad. Considerarse justo es ya una equivocación, aunque lo que en realidad desconoce es el camino de la santidad, que es la misericordia. Es razonable que, si el fariseo no sabe que la perfección está en la misericordia, le salga el desprecio hacia los que no cumplan sus expectativas. Quizá se olvidó de que cuando niño, aunque no tenía los sabios conocimientos de la Escritura, sabía lo principal: el amor que Dios le tenía, y que le perdonaba sus travesuras, como hacía cualquier padre.

 

Quizá, también nosotros hemos actuado unas veces como el fariseo, y en otras ocasiones como el publicano. 


Por eso estamos en disposición de comprender a los que se porten como ellos, y tomar lo mejor de cada uno: la ciencia del fariseo y la humildad del publicano. 


Precisamente san Pablo que era fariseo experto en teología, tenía también la sencillez de un niño. Así fue capaz de no intelectualizar sus conocimientos, sino aplicarlos a su vida. Y atreverse en su oración a decirle a Dios, Abba, Papá. 


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LUCAS 18

9Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: 10«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. 


11El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. 


13El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. 14Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».





jueves, 19 de junio de 2025

I. SOBRE LA EUCARISTÍA


Con el paso del tiempo los acontecimientos se engrandecen, se van coloreando según nuestros estados de ánimo; pero hay hechos que nadie puede negar, por ejemplo, el parecido con nuestro padre, o el título que tenemos en un marco diciendo que somos licenciados, cosas que están certificadas, o son de fácil comprobación. 

Hay momentos de nuestra vida en los que contamos con testigos, por ejemplo de nuestro bautismo, de la boda, de nuestros exámenes; situaciones que marcarán nuestro futuro y tienen importancia.


ALGUNAS CERTEZAS ABSOLUTAS 

Pues bien, la Eucaristía se refiere al núcleo fundamental del cristianismo, por eso es esencial demostrar que los hechos que nos cuentan los evangelios se produjeron  realmente. 

Porque, si de verdad, Jesús no hubiera «entregado su cuerpo a los discípulos», entonces, la «Eucaristía» sería una cosa piadosa, pero no la común-unión con Dios; y de los hombres entre sí. Según la ciencia histórica, hay muchos detalles que no podemos conocer hoy en día. 

Pero, sí que hay una certeza absoluta en lo que se refiere tanto a la Encarnación, a la Última Cena, a la Cruz y a la Resurrección.

Y en las cosas que no afectan a lo esencial, hay diversas hipótesis. El tiempo irá diciendo si son fiables o no, como cualquier otro suceso humano objeto de la ciencia. Por ejemplo, hoy se demuestra la paternidad no simplemente por el parecido, que puede ser equívoco, sino con pruebas de ADN, cosa que no era posible hace siglos. 

Lo que afirmamos los cristianos es que la Encarnación de Jesús está ordenada a su entrega por los hombres; al igual que su muerte conducía a la Resurrección.

Hay gente que «cree en la ciencia», pero eso es contradictorio, pues la misión de la ciencia es intentar demostrar sus postulados; y, si hiciéramos actos de fe en ella, estaríamos negando su verdadera esencia, la demostración. La disyuntiva es: o demostrar o creer, pero no las dos cosas al mismo tiempo. 

En este sentido la ciencia persigue la demostración. Sin embargo la fe, la confianza en los demás, no se puede demostrar habitualmente. 

Pero, aunque la fe no se pueda «demostrar científicamente», no quiere decir que sea irracional sino al contrario, porque la mayoría de los conocimientos que tiene el ser humano los tiene «por la confianza», no por experiencia personal. Desgraciadamente, no he estado en el lago di Como o en New York,  pero tengo la certeza de que existen. 

Se da la paradoja de que hay gente que pide certezas para creer en Dios, y no las pide para «creer» en la ciencia. Y eso que la ciencia es cambiante, pues continuamente se formulan nuevas teorías. 

Ahora podemos decir al Señor: –Creo en Ti, pero no porque me lo hayas demostrado, sino porque te quiero. Me fío porque te quiero.

La confianza tiene una relación muy grande con el amor, incluso algún filosofo lo ha expresado así: creer es amar, es una forma de amar. Cuando Dios nos pide que «creamos en Él», es como si nos preguntara: –¿Me quieres?

Lo mismo en el amor humano: si hay ruptura de confianza, hay ruptura de amor en el matrimonio. Eso tiene su sentido, porque uno confía en los que ama. Yo quería a mi padre, por eso me fiaba de él, y creo a mis hermanos, porque los quiero. A un amigo le diría: –No hace falta que me des muchas explicaciones, te creo sin más. 

Y eso no es una ingenuidad, es que estamos hechos así, porque muchas cosas importantes de nuestra vida las conocemos a través del testimonio de otros que nos lo aseguran. En cuestiones de transcendencia, no podemos demostrar casi nada por nosotros mismos, necesitamos fiarnos de los demás. 

No podemos probar personalmente, por ejemplo, que el hombre llegó a la luna, aunque tenemos esa certeza; tampoco que existió Napoleón; y así la mayoría de los conocimientos que poseemos, los sabemos porque nos fiamos de personas que los han estudiado: los conocemos por fe humana. 

Tampoco sabemos con certeza absoluta que somos hijos de nuestros padres, pero nos fiamos de que fue así. E incluso, aunque conste el lugar de nacimiento, la fecha, o exista parecido físico con nuestro padre. Todo eso podría no haber sido así. Como también el día de nuestra llegada al mundo. Porque existe la posibilidad de que nuestro padre hubiera ido otro día al registro y no lo dijo, pero nos fiamos de su testimonio y el de otras personas. 

Muchos de los conocimientos adquiridos por el ser humano a lo largo de su vida los asienta en la fe, en la sociedad, en su familia, que no tienen por qué engañarlos. 

En la Eucaristía, sucede de forma parecida, ya que tenemos testimonios históricos que nos aseguran que las cosas fueron así. 

La última certeza proviene de la fe en Dios, que nos llega a través del Amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Gracias a su ayuda, los cristianos hemos «creído». Esto sucede en la Eucaristía, la Pascua de Jesús. Para entender mejor este Misterio, necesitamos amar más, y también al revés: cuanto más entendamos, más amaremos este misterio que engloba toda nuestra fe. 


PREPARACIÓN DE LA PASCUA DE JESÚS

Todo lo que el Señor había hecho anteriormente en la historia fue como una preparación para esta nueva Pascua que, como su nombre indica, era el Paso definitivo de Dios. Todo lo que podemos leer en el Antiguo Testamento es como una preparación para lo que Jesús hace en la Misa. 

Lo verdaderamente original, en lo que hoy llamamos la Misa, no es que sea un nuevo rito, sino que es el mismo Dios que se entrega  por ti y por mí. 

Cuando uno comienza a amar a Jesús, se da cuenta de que todo lo realizado por Dios anteriormente en la historia es como una caja que envuelve este Regalo de la Eucaristía. 

Por medio de este Don, Dios se nos entrega a sí mismo, porque lo que deseaba el Señor era que fuésemos como Él. 

Para significar eso, está el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, por supuesto la pascua y el paso por el mar Rojo.... 

Todo fue una preparación para lo que hizo Jesús el viernes santo, muriendo por nosotros y resucitando a los tres días. Esto es lo que adelantó en la Última Cena, y que se vuelve a hacer presente en cada Misa. 

Después de esta gran preparación de siglos, lo que hace Dios es instituir el sacramento de la Eucaristía, en el día de «la preparación de la pascua». Con eso, el Señor  adelanta en un día la nueva Pascua de Jesús. Se lo comenté a un artista que trabaja en Finlandia y sorprendentemente me dijo: –¡Qué buen humor tiene Dios…! 

No lo entendí a la primera, pero este músico formado en Francia me vino a explicar que no fue una casualidad. Dios podría haber elegido cualquier fecha para inaugurar este prodigio  «Pascual» y como era «nuevo» lo hizo el día de antes, no el mismo día (según la cronología que nos relata san Juan). No había caído en ese detalle, del buen humor de Dios... A veces los niños –y los artistas– se sorprenden cuando hacen un descubrimiento y entonces se ríen. Es como si dijeran: ¡eureka! La risa surge porque los niños entienden el chiste. Los animales no se ríen aunque hagan muecas. Amar y conocer a Dios es divertido, es asombroso. Pero algunos piensan que Dios, rezar, la Misa, es aburrido porque no lo entienden. Quizá piensan que es sobre todo un rito o una devoción. 

Tal vez la cronología que da san Juan es la más exacta. Este evangelista pone mucho cuidado en no presentar la Última Cena como cena pascual, y según nos cuenta, fue el jueves por la noche. El viernes, sería la ejecución de Jesús; y también la vigilia de la fiesta de la antigua pascua (cf. Jn 18, 28). Según esta cronología, Jesús muere en el momento en que se sacrifican los corderos pascuales en el templo. 

Muere como el verdadero Cordero, del que esos mansos animales eran solo una figura. 

La muerte de Jesús está datada sobre las tres de la tarde. El entierro debía tener lugar antes de la puesta del sol, porque después comenzaba la celebración del sábado. El evangelista lo hace constar (cf. Mc 15, 42s). La resurrección tiene lugar la mañana del «primer día de la semana», el domingo.

Los primeros cristianos entendían y así nos lo han transmitido, que la profecía que Jesús había hecho en la  Última Cena sobre su muerte y resurrección hacía que estos tres acontecimientos formaran una unidad: institución de la Eucaristía, muerte y resurrección. 

La última Cena –fuera litúrgicamente lo que fuese– estaba en conexión con la muerte y resurrección de Jesús: lo que hizo Jesús aquella tarde rodeado de sus discípulos era verdaderamente su Pascua. Y, en este sentido, se da la paradoja de que Él habría celebrado la Pascua y, de alguna forma, no la habría celebrado. 

Desde luego no pudo practicar los ritos antiguos; porque cuando llegó el momento ya se encontraba muerto, porque aquel año se celebrarían el sábado.

Jesús se había entregado a sí mismo, y así realizó «verdaderamente la Pascua». De esta manera no se negaba lo antiguo, sino que lo cumplió realmente. Estaba claro que la Última Cena de Jesús no solo era un anuncio, sino que incluía, por la consagración del pan y el vino, una anticipación de la cruz y de su resurrección. 

No es de extrañar que a la Eucaristía se la considerara muy pronto como la Pascua de Jesús. Y lo era verdaderamente. 

Si hoy en día hiciéramos una encuesta sobre qué significa la Misa, algunos cristianos la describirían como una ceremonia religiosa que consta de unas lecturas, de una explicación del sacerdote, que en ocasiones es aburrida y se hace larga. Y luego está la bendición del pan y el vino, la comunión. Sin olvidarse de la colecta económica, que se hace por las distintas necesidades, como recuerda frecuentemente el oficiante, hay personas generosas que responden, aunque son una minoría. ¿Pero aquello que se ha hecho en el templo, en la Iglesia tiene alguna repercusión práctica en la vida de los que asisten regularmente los domingos? 

Para contestar a esto, me viene a la cabeza la historia de un gendarme francés, que se intercambia por uno de los rehenes, secuestrados por los terroristas. El agente quiere negociar con los captores, pero la cosa no funcionó y acaba muriendo, aunque las personas retenidas terminaron salvándose. 

En Francia todos pensaron que la muerte del gendarme había tenido sentido, porque murió en acto de servicio. Su familia podía estar orgullosa de él. La sociedad civil valoraba su sacrificio, pero en especial, claro está, los que se salvaron, y sus allegados, que nunca olvidarán ese acto heroico.

También Jesús fue heroico al manifestar su amor, tanto en la Cruz como en la Misa. Pero podríamos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante el sacrificio de Jesús, que se renueva cada día ¿Estamos como los rehenes a los que salvó el gendarme, que «recuerdan» cada año aquella hazaña? 

Pero la Misa no es solo un «recuerdo», sino que consiste en la «actualización» de ese acto heroico; no es solo una emotiva evocación, es la «reactualización» del hecho. 

Lo más importante de la Última Cena es la «entrega de Jesús a sus discípulos en forma de pan y de vino». 

De la tradición hebrea nos llega el concepto del expiación. El sacrificio expiatorio se hacía principalmente por medio de la sangre de una víctima. A través de este intercambio, los pecados eran perdonados por la Divinidad. Y lo que no podría hacer el sacrificio de un animal, iba a realizarlo el Hijo de Dios. Todo lo antiguo era una preparación para la Pascua definitiva, el verdadero paso del Señor. 

Y así fue: Jesús pasaría de este mundo al Padre, a través de su muerte. Si tuviéramos que sintetizar las palabras de Jesús en la Última Cena, nos encontraríamos con que todo lo que va a realizar Jesús, lo hace movido «por vosotros y por muchos». El porqué de su auto-entrega éramos nosotros, la expiación la realizaba en nuestro lugar.

Es impensable que un simple rabino «fuera capaz» de atreverse a tanto dice Benedicto XVI. Tampoco lo que realiza era compatible con la idea de que el Maestro fuese un político revolucionario (cf. Jesús de Nazaret I, 141-142).

Jesús nos redimió a través de un sacrificio expiatorio, derramando su Sangre por nuestros pecados, y todo eso se realizaría en la Última cena, bajo la forma de pan y de vino. 

Indudablemente, era un anticipo de su pasión y muerte. Pero, con la muerte vendría también la Resurrección, por eso el Pan y Vino que Jesús entrega en la Última Cena era un anticipo de la felicidad del cielo.

Jesús anuncia la cercanía del reinado de Dios, la misericordia, y muchos le seguían. Hasta que llega un momento en que, después de hablarles de la Eucaristía, viene la gran desbandada de sus discípulos: casi todos le dan la espalda. Solo los Doce permanecen (cf. Jn 6). 

El anuncio de la muerte y resurrección cada vez se verá más claro. Lo predijo Jesús después de la segunda multiplicación de los panes y de la confesión de Pedro (cf. Mc 8, 31-9, 50). 


CRUZ Y LUZ

En la basílica de san Juan de Dios, corazón de la Orden Hospitalaria, donde descansan los restos de este santo, destaca el sagrario barroco en las que están grabadas unas palabras, que, según es fama, escuchó de labios del mismo Jesús. El Señor le dijo: «Juan, Granada será tu cruz». Y en el mismo sagrario, se puede apreciar también la imagen de la fruta con sus  «granos», símbolo de esa Ciudad andaluza, coronada por una cruz. 

Como es sabido João –que así era llamado por sus padres– nació en Montemor-o-Novo  y murió santamente en Granada. Por eso esta fruta forma parte del escudo de su Orden. El símbolo es profundo, puesto que la «granada», según la mentalidad medieval, es signo de vida. En el cristianismo toma un significado más completo, pasa a ser símbolo de resurrección y gloria. 

Su terminación en forma de corona, la hacen ser alegoría de la victoria en Cristo. Lope de Vega dedicó a aquel santo una de sus obras y en ella evoca el pasaje cuando Juan escuchó al Señor, en un pueblo llamado Gaucín: 

 «Allí viste la Cruz, y la granada 
(Símbolo al fin de su costado abierto) 
Tus hijos, Juan de Dios, fueron sus granos, 
Allí quedó la Caridad fundada»  

(En Antonio Alarcón Capilla: 
La Granada de Oro. San Juan de Dios, Madrid 1950, p. 8).

Un cronista de la Orden Hospitalaria escribió a propósito del escudo de esa institución: «La Cruz, sobresaliendo de la granada representa el espíritu de sacrificio, que nace de la caridad. La caridad y la cruz son compañeras inseparables: amar es inmolarse» (Fray Luciano del Pozo, Vida de San Juan de Dios, Madrid 1913, 54). 

Y es cierto, en el mensaje de Jesús, la cruz se ve ya desde el comienzo de su vida pública. En el evangelio de san Mateo, en la predicación de Jesús se encuentra el Sermón de la Montaña con las Bienaventuranzas, en las que la cruz aparece con toda claridad: «Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos…» (Mt 5, 10ss). 

En la vida de un cristiano aparecerá la cruz. Y desde luego en el principal acto de culto, en la Misa, se actualiza cada día ese sacrificio. 

Desde el comienzo del camino de Jesús se dio el «rechazo», como dice el evangelio, al hablarnos de la reacción de los habitantes de Nazaret por las palabras de Jesús en la sinagoga (cf. Lc 4, 16-29). Sus paisanos se pusieron furiosos. No entendían cómo el artesano se daba tanta importancia; y sus palabras eran consideradas totalmente pretenciosas. Y enseguida lo expulsaron fuera de la ciudad: «Lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo» (Lc 4, 29). San Lucas, 

que ha redactado con gran cuidado su evangelio, ha puesto de forma consciente esta escena, como una especie de título para toda la obra de Jesús: donde se da la cruz y la luz).

Si vas a Granada no dejes de visitar la ermita de los tres Juanes. Desde ese lugar se puede divisar un panorama de la ciudad Alhambrada, con su vega y, de fondo, la Sierra Nevada o pelada, da igual, porque la vista es maravillosa. El lugar se llama así por los tres Juanes históricos. 

Del primero ya hemos hablado, del segundo, Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, puede dar testimonio Teresa de Ávila y es famoso en la Ciudad de Granada por sus sermones: uno de ellos tuvo la virtud de convertir a Juan de Ciudad en el «loco» Juan de Dios.  

Y el tercer protagonista de la ermita es otro que tiene que ver con la cruz. Es uno de mejores poetas líricos de nuestras letras y que firmaba con el nombre de Juan de la +. En el famoso Carmen de los Mártires este místico escribió lo más «granado» de su producción literaria. Pero no hablaremos de la historia del prior del Carmelo de Granada, sino de uno de sus pensamientos que se han hecho eternos. «El que no busca la cruz de Cristo, no busca la gloria de Cristo» (Dichos de Amor y de Luz, 101). La cruz y la luz en nuestra vida no son dos caras de la misma moneda, son parte de la misma cara. Sin cruz no habrá luz. Buscar al Señor, este es nuestro propósito. Pero vemos que su vida es un camino al calvario, camino también de la gloria


FORO DE MEDITACIONES

Meditaciones predicables organizadas por varios criterios: tema, edad de los oyentes, calendario.... Muchas de ellas se pueden encontrar también resumidas en forma de homilía en el Foro de Homilías