La palabra adviento significa «venida». Y la Iglesia quiere que durante este tiempo nos preparemos especialmente para la llegada del Señor.
miércoles, 25 de noviembre de 2020
LA PARADA DEL BUS
jueves, 19 de noviembre de 2020
EL GRAN DIVORCIO
El año litúrgico acaba con la fiesta de Cristo Rey. Porque Jesús es el Señor de la Historia.
–Haz que toda la creación, liberada del pecado, sirva a tu majestad (oración colecta).
Efectivamente, todo sirve a Dios, no sólo las cosas que llamamos buenas. Incluso los personajes más siniestros acaban sirviendo para que el Señor realice el bien.
Por eso Teresa de Jesús cantaba:
Nada te turbe
nada te espante
todo se pasa
Dios no se muda...
Un amigo Libanés me contaba la historia de un rey que pidió a uno de sus consejeros un lema para su escudo.
Al poco tiempo, este monarca tuvo que huir asediado por sus enemigos. Y el consejero le dijo que ahora necesitaría de su lema. Estaba escrito en su escudo de armas y decía: pasará.
Años después volvió el rey a su país con gran jubilo y gloria. Y el consejero entonces le dijo: –Majestad, no olvide que esto también pasará.
Todo pasa, pero Dios no, y todo lo utiliza para hacernos mejores.
Decía San Pablo que para los que aman a Dios todas las cosas sirven para el bien.
Porque Dios tiene todo amarrado. Es el Rey de la Historia humana: de la historia de las naciones, y también de nuestra pequeña historia personal.
–Tu, Señor, me guías por el sendero justo (cfr. Salmo Responsorial: 22).
Dios tiene presente todo lo que ocurre en el mundo. No se le escapa nada.
Además nada puede vencerle. El mal no podrá triunfar, aunque a veces dé la impresión de que esté acabando con el bien.
Esto sucedía en La historia interminable, en la que parecía que la nada acabaría invadiendo el Reino de Fantasía, gobernado por la Emperatriz infantil.
Pero el pecado, el mal, la nada, no tienen la última palabra. Incluso el Diablo, esa criatura maléfica por cuya causa entró el pecado en el mundo, es utilizado por Dios: es un instrumento de Dios, aunque le pese.
Lo mismo que un agricultor se sirve del abono, Dios se sirve del excremento de Satanás, que es el dolor, la mentira, el pecado, para que sus hijos maduren.
El Diablo no es el que tiene la última palabra. Aunque parezca que Dios está vencido y que el enemigo ha obtenido la victoria, el Señor nunca pierde.
Y cuando parece que pierde, es cuando más gana.
A veces Satanás se lleva su trofeo –en el caso de Troya, los vencedores se llevaron la escultura de un caballo– pero precisamente eso es lo que hace que el enemigo sea derrotado.
En la verdadera historia humana Satanás pensó que había derrotado al mejor de los hombres, interviniendo para que lo condenaran a morir crucificado.
Al mismo que proclamaban como Rey de los judíos, el Demonio consiguió que lo coronaran de espinas.
Y que en lugar de sentarle en un trono, le tumbaran y clavasen en un patíbulo de condenado.
El Demonio pensó que ése sería el trofeo de su victoria, y precisamente fue la señal de su derrota más apabullante.
Jesús era Hombre, pero también Dios; y su sacrificio sirvió para reconciliar al hombre consigo mismo y con Dios.
El sacrificio de Jesús en la cruz fue utilizado por Dios.
Y eso lo renovamos hoy en la santa Misa. Por eso le decimos en el ofertorio:
Al ofrecerte el sacrificio de la reconciliación humana, te rogamos, Señor, que Jesucristo, tu Hijo, conceda a todos los pueblos los bienes de la unidad y la paz.
Y en el prefacio decimos que Jesús «es la víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz»
Porque el Señor actúa en silencio, como hacían los soldados griegos mientras dormían los troyanos.
Que Dios haga las cosas sin ruido no quiere decir que no se entere de lo que esté pasando. Sino que todo lo gobierna con sabiduría y misericordia, como debe hacer un padre con sus hijos.
Así gobierna el Señor la historia de los hombres. Y hoy nos fijamos en el final: Jesús reinará.
El género humano empezó con un hombre que quería ser Dios. Y la historia terminará con la llegada de un Dios que ha querido hacerse Hombre.
Será la Segunda venida de Cristo, que no se sabe cuando sucederá. Lo que sí se sabe es que lo hará como Señor. Y, entonces, pondrá todo en su sitio.
Por eso nos dice San Pablo: «si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida» (1Cor 15,20-26ª.28: Segunda lectura de la Misa).
Cristo vendrá como Dios, como Señor, como el Pastor de su Pueblo. Todas son ovejas suyas. Las que se portan bien y las que se portan mal.
Nosotros mismos hay veces que somos como la oveja negra; y otras, de las que son dóciles al pastor.
David, en el Salmo 22, dice que verdaderamente el Señor es el pastor de cada uno de nosotros (cfr. Responsorial de la Misa).
Este profeta que, además era rey de Israel, en su juventud se había dedicado a cuidar un rebaño y describe a Dios así.
Y otro profeta, Ezequiel, nos habla de que el Señor juzgará a sus ovejas (Primera lectura de la Misa: 34,11-12.15-17). Porque
nos ha hecho libres: nadie nos obliga a hacer el bien.
Y si hacemos el mal también es porque nosotros queremos.
La primera oveja del rebaño, Adán, quiso ser como Dios. Quiso sustituirle.
Nosotros también tenemos esa tendencia y, a veces, ignoramos al pastor y no contamos con Él; incluso le desobedecemos.
En este aspecto, el Señor es claro, como se lee en el Evangelio (de la Misa: Mt 25,31-46): «Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros». Jesús nos habla de una separación.
Separará lo bueno de lo malo. No quedará mezclado, como está ahora.
Pero no pensemos en los buenos y en los malos, como si los malos fueran los otros.
Porque la línea divisoria entre el bien y el mal no está en ningún meridiano o paralelo, la línea divisoria está en nuestro corazón.
Cuando nuestro Rey venga, todo se aclarará, y pondrá orden en este inmenso rebaño de la humanidad.
Todo esto me recuerda a un libro que escribió un autor inglés que llevaba por título «El matrimonio entre el cielo y el infierno», en el que hablaba de que al final habrá una alianza entre Satán y Miguel, entre las cabras y las ovejas.
Y a este libro le respondió otro autor con una novela titulada «El gran divorcio». La titula así porque no puede haber ningún tipo de matrimonio entre el bien y el mal.
No se arregla el error de una suma, pasándolo por alto y siguiendo sumando: hay que rectificar el fallo, ir donde está el error y corregirlo, si no, el resultado es falso.
El mal ha de ser corregido, y es bueno que lo hagamos ahora que tenemos –¡cosa curiosa!– tiempo.
El amigo libanés del que hablé antes me contó otra historia.
La de un hombre que entró en el despacho que Dios tiene en el cielo. Y sobre la mesa vio unas gafas: las gafas de Dios.
Y este hombre no resistió la tentación de ponérselas, pensando que Dios no le veía en ese momento, porque estaría atendiendo otros asuntos.
Y al ponerse las gafas vio toda la malicia de los hombres: asesinatos, crímenes... un cúmulo inmenso de barbaridades.
Pero el Señor sí lo vio y le dijo: –¿Qué haces poniéndote mis gafas?
El hombre respondió con una pregunta, como suele hacer un hijo con su padre:
–Señor, ¿cómo aguantas tanta malicia?
Y Dios le respondió: –No debiste mirar, porque si quieres ver con mis gafas tienes que tener también mi corazón.
Efectivamente, el Señor ve la malicia del corazón del hombre, de todos los hombres que hemos existido. Y utiliza su misericordia para vencer el mal.
El mal ha de ser vencido y es el bien el que lo derrota.
«Jesús Nazareno, Rey». Eso es lo que leían los que contemplaban al Señor crucificado. La prueba más grande de la misericordia de Dios. Un Dios que es capaz de hacerse hombre y morir.
Todos veían a un hombre derrotado, menos la Virgen, que veía con las gafas de Dios, porque tenía también su corazón.
domingo, 8 de noviembre de 2020
AMA
El libro de los Proverbios alaba a una mujer que trabaja con profesionalidad, que actúa con previsión.
Una mujer así «vale mucho más que las perlas», dice el texto (Primera lectura: 31,10-13.19-20.30-31).
No hace falta trabajar en una multinacional para ser la mujer ideal. San Josemaría decía que una persona que es ama de casa sabe de muchas cosas.
Sabe de electrónica, porque tiene que entender los electrodomésticos modernos, que no son nada sencillos. Incluso, y esto no lo decía San Josemaría porque entonces no era tan necesario, saben de informática: manejar un ordenador, buscar cosas que le interesan en Internet, comprar on line.
Sabe de psicología, porque trata al marido o a los niños dependiendo del día que tengan, porque los ve venir. Cuántas veces, con sólo mirar a la cara a un hijo le ha dicho: –a ti te pasa algo... y siempre aciertan.
Sabe también de números, porque como no puede estirar el brazo más que la manga, tiene cuidado de los gastos. Sobre todo ahora que todo se ha puesto económicamente más difícil y hay que hacer equilibrios para llegar a fin de mes.
Una mujer que lleva bien su casa vale mucho, es un tesoro. No solo lo puede ser una que tiene un trabajo de traje de chaqueta, o sea de bombo y platillo. Todos los trabajos honrados, si se hacen bien, cara a Dios, valen muchísimo. Aunque aparentemente sea un trabajo escondido, sin brillo... como los cimientos de un edificio, que lo sostienen, pero que nadie los admira.
Y es que todos los trabajos honrados, si se hacen bien, cara a Dios, valen muchísimo. Independientemente de la admiración que levanten entre los hombres. Todo depende del amor al Señor que se ponga.
Entonces da igual ser el rector de una universidad, un ministro o un premio nobel que un ama de casa, un campesino o un enfermo, que también es un trabajo.
Porque nuestra vida corriente tiene mucha trascendencia: no da igual hacer una cosa o no hacerla. No da igual una chapuza que una obra bien acabada. Todo lo que hacemos tiene consecuencias buenas o malas.
Me contaban ayer de la concejala de obras públicas de un pueblo de la vega de Granada. Lleva en el cargo más de 25 años. Ha pasado por ayuntamientos de todos los colores. Y sigue ahí, precisamente por su honradez.
Como comprenderás, no se trata sólo de no hacer cosas malas, sino de trabajar bien. Cuando uno trabaja bien, los demás lo notan y, como el bien es difusivo, eso se pega.
Es más fácil fiarse de una persona que trabaja con seriedad, cuidando las cosas, porque todo lo que diga será tenido en cuenta.
En cambio los superficiales que no son capaces de profundizar en las cosas, no tiene mucho peso entre sus compañeros, porque lo que dicen también será entendido como superficial.
Trabajar bien no sólo lo valora Dios, también lo valoran los demás.
El Señor, en el Evangelio, habla de la fidelidad en lo poco, en lo cotidiano, en lo que podemos hacer, no en lo imaginario (cfr. Mt 25,14-30).
Hay personas que están llenas de proyectos. Y tienen tantos que al final no hacen ninguno. Parece que viven de ilusiones. Teorizan mucho y hacen poco.
Les pasa como a la del cuento de la lechera. Que iba soñando con las cosas que haría y, en uno de sus alegres saltos, el cántaro se estrelló contra el suelo.
El cuento termina diciendo: no anheles impaciente el bien futuro: mira que ni el presente está seguro.
Una de las acusaciones que se ha hecho a los cristianos, y a veces con razón, es que miramos demasiado a la otra vida y demasiado poco a este. A eso se refería Marx cuando decía que la religión es el opio del pueblo.
Es bueno tener en la cabeza el premio futuro. Pero eso nos tiene que llevar a poner más cuidado en lo que hacemos.
Si somos buenos en la vida diaria, Dios nos promete el Cielo. Por eso, no hay que esperar cosas extraordinarias, que nos apartarían de lo verdaderamente importante.
–Señor que aprovechemos lo cotidiano para quererte.
Algunos cristianos de Tesalónica, pensando que el Señor iba a volver pronto, descuidaban el día a día. Y San Pablo les dice que la llegada del Señor no se sabe cuando será (1Ts 5,14-30: Segunda lectura de la Misa).
Sería como dejar de trabajar con la esperanza de que, dentro de unos meses, nos tocara el gordo de Navidad.
Cada día que pasara sería peor. Y cada gordo que perdiéramos, la ruina. Gastaríamos dinero sin estar cuidando lo importante: el trabajo.
La venida del Señor no sabemos cuando será, pero lo que sí sabemos es que hay que darle valor al presente. Porque «el ahora» es lo que nos une a la eternidad.
–Señor, por ti madrugo. Tú eres mi Dios en todos los momentos del día.
Cada cosa que hacemos tiene un valor eterno. Si se hacen por amor a Dios, el amor les da esa eternidad.
Es el mismo valor que le da una madre a la mesa preparada con cuidado por una de sus hijas. Así ve el Señor nuestro trabajo bien hecho, porque nos acerca más a Él.
Los caminos que Dios ha preparado para alcanzar la meta son: la puntualidad en el estudio, atender en clase (sobre todo en la asignatura que menos gusta), no ser desagradable con los demás, hacer favores, limpiarse los zapatos, hacerse bien la cama, etc.
–Señor, quiero agradarte con mi vida ordinaria (cfr. Salmo responsorial).
La Virgen no hizo milagros, pero le alegraba el día a Dios cuando era fiel al echarle sal al arroz y darle de comer a las gallinas.
Ella, en la vida corriente, estaba unida al Señor. Su único miedo era que algo le separara de Él: éste es el verdadero temor de Dios, de qu nos habla el salmo (127: Responsorial). María no cayó en el error de separar a Dios de la vida diaria.
Cuando estudiaba en la universidad, un profesor preguntó a las chicas que estaban en clase sobre el significado del titulo de una revista, «Ama», que por entonces leían muchas españolas:
–«Ama», ¿viene de amar o de ama de casa?
No supieron responderle... Y en el fondo daba igual. Porque la verdadera ama de casa es una persona que sabe amar... porque sabe estar en lo menudo.
Por eso la Virgen cuando estaba en los detalles era el «ama». Y no es de extrañar que cuando el Señor inspiró el libro de los Proverbios, donde se habla de la mujer 10, pensara en su Madre.