Éste es, quizá, el menos sorprendente de los puntos del Credo. Habiendo resucitado, Nuestro Señor ascendió al Cielo, era lo lógico después de haber resucitado.
Lo extraño, lo que necesita explicación es que esperara cuarenta días para ascender al Cielo.
En primer lugar, era importante que sus discípulos fueran fieles testigos de la Resurrección, de lo que había sucedido.
Y como bien sabemos, una persona que sufre una experiencia muy emocionante y que recibe inesperadamente una noticia de importancia, a veces se bloquea...
No está en la situación más indicada para describir, acto seguido, lo que acaba de ocurrir... Nuestro Señor no quiso que esto pudiera suceder.
Hizo que Santo Tomás estuviera ausente en aquella primera ocasión en que se reunió con los Apóstoles. Para que Santo Tomás dijera:
–Claro, entiendo perfectamente que estáis todos muy nerviosos, después de lo que hemos sufrido, pero para mí está claro que habéis visto un fantasma.
Luego, en el primer domingo después de Pascua, el dedo en la llaga.
Los Apóstoles pasaron cuarenta días en Su compañía; en primer lugar, para que estuviesen completamente seguros.
También sucedería así para que la despedida del Señor fuera gradual, no repentina.
Eso es seguramente la explicación acertada de una escena que nos deja un tanto desconcertados, porque las traducciones no la reflejan del todo bien.
Cuando Jesús se apareció a María Magdalena en el huerto, leemos en algunas traducciones que el Señor le dijo:
«No me toques, que aún no he subido a mi Padre» (Jn 20, 17).
Decir esto nos parece bastante duro e incluso ininteligible.
No se ve claramente por qué el hecho de no haber ascendido aún al Cielo fuera motivo para no tocarle.
No, María Magdalena ha caído a sus pies y se agarra a ellos, eso es lo que nos narra San Mateo.
Nuestro Señor no dijo «No me toques»; cualquiera que sepa algo de griego podría decir¬nos que lo que dijo fue:
–«Suéltame... no me sujetes» como si María quisiera retenerle encadenado a la tierra, como si tuviese miedo de que le dejara; –suéltame, no te preocupes, aún no he subido a mi Padre; ya me verás más veces.
Nuestro Señor siempre se comportaba con exquisita delicadeza hacia sus amigos.
Sabía que iban a sufrir muchísimo cuando volviese al Padre y tuvieran que vivir en un mundo sin Él.
Por eso, comprendió su flaqueza y les dejó estar cuarenta días más en su compañía.
También otro motivo que explica esta estancia de Nuestro Señor en la tierra después de la Resurrección, es que sus discípulos eran muy torpes.
Hasta la Última Cena, siempre confundían las cosas cuando Él intentaba instruirles; su teología era muy rudimentaria.
¿Cómo podían tener ideas claras acerca de lo que Nuestro Señor quería que hicieran?
Durante cuarenta días, nos cuenta San Lucas, estuvo con ellos contándoles cosas pertenecientes al Reino de Dios, es decir de Su Iglesia.
Hemos de tener por seguro que, en el curso de esos cuarenta días, les contó cosas que no les había contado antes.
Acerca de la Confirmación, por ejemplo, nada se dice en los Evangelios, mas al leer los Hechos de los Apóstoles, vemos que es una ceremonia tan antigua como el Bautismo.
Por esas razones, entonces, se quedó Jesús cuarenta días en la tierra.
Nos imaginamos que la mayor parte de este tiempo lo pasó en Galilea. Donde los Apóstoles pudieron reavivar recuerdos pasados, y donde tenían más posibilidades de quedarse a solas con Él.
Luego, parece, se fueron a Jerusalén y un día les llevó con Él al Monte de los Olivos, donde se elevó al Cielo envuelto en una nube.
¿Quiénes estuvieron allí? No lo sabemos con exactitud. Un himno de San Beda habla como si la Virgen hubiese estado allí.
Y en todos los cuadros que representan la escena de la Ascensión está la Virgen; pero no lo sabemos con exactitud.
Lo único que realmente sabemos es que los once Apóstoles estaban allí. Cuando se dice que Nuestro Señor subió al Cielo, ¿significa que hemos de pensar en el Cielo como algún lugar allá arriba en el aire?
Lo que es seguro es que, cuando Jesús ascendió a los Cielos entró en una existencia totalmente diferente.
En esa existencia nuestras nociones sobre el espacio no tienen sentido al¬guno. Todo lo que conocemos, gracias a los testigos oculares, es que el Señor subió y se ocultó en una nube. Lo que sucedió detrás de esa nube no lo sabremos hasta que deje¬mos la tierra tras nosotros.
Un santo sacerdote francés del siglo XVII Solía decir que la Ascensión era su misterio favorito.
Entre todos los misterios de la vida de Nuestro Señor era el que más le gustaba.
Porque era el único que te llevaba a pensar en la alegría que debía producirle al Señor, y no a nosotros.
La Natividad fue un día de gran júbilo para nosotros, pero no para Jesús en aquel frío establo.
No podemos pensar en la Pasión y en la Crucifixión sin gratitud, pero solamente causaron dolor y sufrimiento a Nuestro Señor.
Incluso su Resurrección, aun siendo motivo de alegría para Él, lo fue aún más para nosotros.
Nos alegramos en el día de Pascua, pero es una alegría marcada por un cierto egoísmo nuestro. Al menos, eso es lo que pensaba ese santo sacerdote.
Pero la Ascensión nos ofrece una ocasión única de alegría enteramente desinteresada; la ocasión de sentirnos felices porque el Señor vuelve al Padre.
Hasta nos puede hacer olvidar la pena de la separación, aunque nos invada la tristeza de no ver más su rostro, ni oír su voz maravillosa.
Podemos decirle: –Ojalá te hubieses quedado en la tierra, así nosotros habríamos sido como los Apóstoles y te habríamos hablado y te habríamos visto.
–Pero me alegro de que hayas subido al Cielo, porque ahora estás en la Gloria...
–cualquiera que te ama de verdad no quiere que te pierdas un momento de esa Gloria.
Pero es que, además, resulta estupendo pensar que Jesús está sentado, ahora, a la derecha de Dios.
¿Por qué «sentado» a la derecha de Dios? Como dice el Credo.
San Esteban, en el momento de su martirio, vio al Señor de pie a la derecha del Padre.
¿Cómo está Jesús a la derecha del Padre? No hay que olvidar que es¬tamos utilizando metáforas.
Para Esteban en su visión, Nuestro Señor apareció de pie, como si se hubiese levantado de su trono para salir al encuentro de su primer mártir.
Normalmente imaginamos a Nuestro Señor sentado porque descansa ahora de sus trabajos, reina ahora sobre la creación.
Pero todo es una metáfora, como también lo es la expresión «a la derecha del Padre».
Cuando se invita a una serie de personas a comer, hay que tener muchísimo cuidado en colocar a la persona más importante a la derecha del anfitrión.
Así que nos imaginamos al Señor a la derecha del Padre, porque pensamos en Él como la persona de dignidad más alta, más que los Santos y que los Ángeles.
Cerca de Dios, reina eternamente uno que es hombre como nosotros, que conoce por experiencia lo que es el sufrimiento y la tentación, que está orgulloso de nosotros y quiere que le sigamos al Cielo.
Al contrario de lo que se podría pensar no hacemos de la fiesta de la Ascensión un día de luto, y de penitencia.
Es el día en que Nuestro mejor Amigo ha entrado en la Gloria.
–Nos alegramos por Ti, Señor, porque has dejado este mundo en el que tanto padeciste, para gozar de la eternidad;
–nos alegramos por nosotros, porque la humanidad ha tomado por asalto la ciudad del Cielo;
–por¬que Tú, Señor, que en ocasiones nos llamas a com¬partir tus sufrimiento, nos llamarás a compartir su Gloria.
La que más se alegró de la Ascensión fue María. Por fin Jesús gozaba de toda su gloria.
(Cfr. Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre, de Ronald Knox, El Credo a cámara lenta).
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