Nos dice el libro de los Hechos (9, 31-42) que la Iglesia se iba desarrollando y «se multiplicaba, animada por el Espíritu Santo».
Esto es lo que ocurrió en los primeros tiempos, y también pasa ahora. La Iglesia se ve animada por el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo.
El Amor de Dios es lo que verdaderamente nos anima. No hay otra cosa que nos pueda impulsar tanto.
Como dice el poeta:
Más que una inteligencia prodigiosa. Más que una voluntad de hierro puro. Más. Lo que puede en este mundo más: un corazón enamorado.
El amor es como una borrachera de alegría.
Y el Amor de Dios es como un fuego interior que nos anima a hacer el bien a todo el mundo.
Así como el fuego no se detiene ante nada, así también son las personas a las que arrolla el Amor de Dios. Ese Fuego puede con todo.
De alguna forma los santos se han visto desconcertados por lo que Dios les quería. Por la pasión de su Amor.
Por eso dice el Salmo (115): «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?».
Sólo el que ha experimentado el Amor de Dios, puede compararlo con otras cosas, y parecerle basura.
Sólo el Señor tiene la solución a nuestros anhelos, que en realidad son deseos de cariño. Esto es lo que necesitamos todos.
San Pedro en nombre de los Apóstoles le dice al Señor: «¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
El Señor se fue, pero nos ha enviado el Espíritu Santo que viene a jalearnos: es el Animador de los cristianos.
También es ésta la misión de cada uno de los cristianos: ayudar a otras personas en su vida espiritual. Un cristiano ha de animar y consolar. Es el rostro de Dios para los demás.
Las personas que acuden a la dirección espiritual, van para que les curen las heridas con el vino de la comprensión.
Por eso, cuando alguien abre su alma hay que escucharle. La gente tiene ganas de descargar todo el pus de sus preocupaciones.
-Señor, danos la capacidad de escuchar a la gente, de meternos en su pellejo y hacer nuestros sus problemas.
Hemos de ser conscientes de la grandeza de nuestra tarea: colaboramos en la acción del Espíritu Santo.
La Iglesia, crece y se desarrolla animada por el apostolado que nosotros realizamos.
De alguna forma somos altavoces de Dios.
¿Cuál es el objetivo de cada cristiano?
Precisamente ese: secundar la acción del Espíritu Santo. Se trata de ver qué quiere Dios para cada uno de nosotros y de nuestros amigos.
Por eso estamos aquí haciendo oración, para que el Señor nos dé luces, ahora y, sobre todo, en el momento de ayudar a los demás.
Como se lee en el Evangelio, el Señor tiene palabras de vida eterna, no nosotros (cfr. Jn 6, 63B. 68B: Aleluya de la Misa de Sábado III semana de Pascua).
Por eso, lo importante es lo que Dios le diga a las personas.
El Espíritu Santo tiene muchos caminos. No es como un ferrocarril, que va por sus rieles y no tiene más posibilidades. Y nos utiliza a nosotros como instrumentos.
Y, para ser un instrumento bueno, lo primero es conocer a las personas: comprenderlas, y ayudarles a que formen su conciencia.
¿Y qué significa conocer a una persona? Desde luego no basta con saber sus datos biográficos, familiares o profesionales. Eso nos puede servir, pero no es lo más importante.
Hace falta, sobre todo, saber qué es lo que le preocupa, o le interesa, lo que tienen en el corazón. Todo lo que le pesa. Sólo así se le puede ayudar con eficacia.
Para hacer apostolado hace falta escuchar, dedicar tiempo, compartir intimidad, confidencias, en una palabra, querer. En definitiva, hace falta una amistad sincera y profunda. Nos interesa cada persona, por sí misma, como le interesa a Dios.
Un médico da confianza si te escucha y se interesa, si te explica lo que tienes y por qué te pone un tratamiento. Entonces quieres volver.
Pero si antes de que le digas lo que te pasa ya te está dando el diagnóstico y las pastillas que te tienes que tomar, no vuelves. Ir por la vida dando lecciones o charlitas prefabricadas sirve para poco.
Sólo escuchando seremos capaces de descubrir las enfermedades del alma de nuestros amigos. Las posibles estructuras de pecado, por pequeñas que sean. Es decir, modos de vida que ofenden a Dios aunque sea mínimamente.
Y, entonces, una vez que sabemos lo que les pasa, seremos capaces de dar un diagnóstico y poner un tratamiento eficaz.
Si tenemos esta preocupación, el Señor nos mirará con cariño, porque seremos instrumentos suyos para la santificación de los demás.
Nos pide que, por su amor, entremos en los problemas, en las enfermedades de nuestros amigos y no cedamos en lo que está mal. Aunque el remedio pueda escocer o ser doloroso.
No se trata de imponer nuestro criterio, sino de sugerir. Hacer que la gente quiera cambiar. Decirles lo que va mal, darles el consejo y ofrecernos a ayudarles. Y luego, que decidan ellos mismos con libertad.
Hay gente que tiene dificultades para comprender a los demás. Son personas que tienen buena voluntad para ayudar, pero que no saben escuchar. Y llevan sus esquemas hechos y los sueltan, sea quien sea el que esté en frente. Su apostolado es como un martillo de herejes. Van machacando a los demás con su verdad.
–¡Cómo! ¿rezas tan poco?
Y la verdadera razón de que no rece más es que tiene 3 hijos pequeños y no pega ojo por la noche, y, además, su marido no ayuda nada…
Por eso no reza más, no porque no quiera sino porque le resulta difícil.
Y uno, como no se hace cargo de la situación, puede pensar que aquella persona no es piadosa. Y soltarle un sermón que no le ayuda nada, incluso la puede terminar de hundir.
El problema de fondo es que no hay entendimiento: se quiere ayudar, pero es como un salvavidas de plomo. Porque no hay empatía… faltan puntos de unión.
La gracia de Dios hace que esto se supere, porque ayuda a escuchar y a querer a todos. Esta es la clave de la comprensión.
El apóstol rígido oye, pero no escucha. Va con su santo piñón fijo y le da igual lo que le cuenten: no está abierto. No se hace cargo y por eso no acierta.
Las madres son libres no rígidas. Distinguen entre los hijos: –Ésta hija tiene que dormir, la otra lo que necesita es comer… Y así, dependiendo de cada una, le ayuda de una manera o de otra.
En cambio, en el Ejército, no pasa eso. Todos visten la misma ropa, tienen el mismo horario y realizan las mismas actividadades, da igual que sirvan para eso o no. Porque no son personas sino números.
El otro peligro que se presenta en el apostolado es pasarse al extremo opuesto: ser blandamente comprensivo, no entrar a los problemas. Escuchar mucho y no curar nada.
Y eso no es verdadera comprensión, sino simpatía y capacidad de oír.
Lo nuestro es ser comprensivos, con contenido. Así se lo pedimos al Señor ahora.
–Espíritu Santo doblega lo que es rígido; sana lo que está enfermo.
Para evitar los dos defectos, el rígido y el comprensivo, tenemos que hablar con el Señor de nuestros amigos: –¿Qué querrá Dios para esa persona? Pedirle acertar.
Hemos visto cómo en la Sagrada Escritura se decía que el Espíritu Santo construía y animaba a la Iglesia.
Esta es nuestra misión, que somos instrumentos de la acción de Dios. Animar y construir.
Para eso, vamos a acudir a la Esposa de Dios Espíritu Santo, para que Ella consiga que acertemos.
Ella que es Madre hará que demos en el clavo.
Sois unos monstruos. Genial
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