viernes, 13 de junio de 2008

EL CUCHICHEO DE LA GENTE

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Todos los que han querido hacer el bien se han encontrado con dificultades.

Se las encontró Jesús y Él mismo nos adelantó que nosotros también las tendríamos.

De hecho, es fácil encontrarlas. Basta que alguien empiece a ir a Misa a diario o a hablar de Dios, para que le señalen o sea tema de conversación entre algunas personas.

Por algo, el profeta Jeremías habla, de forma gráfica, del «cuchicheo de la gente» (Primera lectura de la Misa: cfr. 20,10-13).

Se refiere a la crítica clásica, la de toda la vida. La que, como a veces se dice, parece ser el deporte nacional.

-Señor, por Ti aguantamos comentarios que duelen. Por seguirte hay quienes nos miran como si fuéramos extraños (cfr Salmo responsorial).

Y es que, como dice el dicho cuando el carro anda levanta polvo.

En la actualidad el bien no es aplaudido, es cierto. Incluso, en ocasiones, es perseguido. Pero esto ha ocurrido siempre.

Hoy, parece que lo que tiene más gancho, lo popular, lo que queda bien ante la gente y ante el mundo es ir en contra del sistema, también de Dios, claro.

Por eso es importante que, delante del Señor pensemos: yo ¿estoy dispuesta a ser distinto, a dar el cante? Porque, cuando se intenta vivir como un buen cristiano, se nota.

Me contaba un amigo cura que, yendo por la calle vestido como sacerdote, se cruzó con una chica que iba con pinta estrafalaria. Y en el momento justo de cruzarse, ella dijo: –vaya pinta.

Y a este sacerdote le salió de dentro contestar: –la que te adorna.

Las maneras de vivir se notan. Las personas tienen una fama por su manera de comportarse.

Es algo que todo el mundo sabe aunque no se diga nada. Se sabe y ya está.

A veces, hacer la voluntad de Dios depierta antipatías o comentarios despectivos.

Por eso, hay cosas que oyes en un ambiente cristiano y que, luego, son lo contrario de lo que la gente hace o piensa.

De todas formas, nuestro Señor nos dice a los cristianos, que tampoco es para tanto: «que no tengamos miedo» a los que nos quieran hacer daño (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 10, 26-33).

No debemos temer porque Dios nos protege. Sería como si el hijo del Jefe de policía tuviera miedo a que le atracasen por la calle, yendo, como va, con un guardaespaldas a cada lado.

La razón que nos da Jesús es que el Señor cuida de nosotros: estamos en buenas manos, en manos de nuestro Padre.

Señor, Tú nos proteges. Nadie puede nada contra nosotros (cfr Primera lectura).

Sería ridículo que tuviéramos miedo, porque nos cuida Dios, es el Creador del mundo.

No hay nada que suceda sin su permiso, ni siquiera el movimiento de una diminuta hoja de olivo.

A pesar de que sepamos esto, nos comportamos como si Dios no existiera o nos avergonzamos en ocasiones de dar la cara por Él.

Por esa razón, nos da cosa romper con determinadas amistades o con ciertos ambientes y costumbres poco cristianas, porque tenemos miedo a quedarnos solos.

A veces vivimos sin abandonarnos totalmente en las manos de Dios. Eso nos da miedo.

Desgraciadamente, cuando la familia de un paciente le pregunta a un médico sobre su estado de salud, y el doctor responde que estamos en manos de Dios, parece que las cosas están muy mal para el enfermo, que la medicina ya no puede hacer nada.

¡Qué tranquilidad nos debería dar pensar que «hasta los cabellos de nuestra cabeza» los tenemos contados!

Y también que, como dice el salmo, el «Señor escucha» a los necesitados (cfr. Responsorial: Sal 68). Porque Dios está siempre dispuesto a ayudarnos.

–Señor, gracias por estar como las madres, atento siempre, a la escucha.

Así está Dios, sabe que tarde o temprano vamos a necesitarle.

Las dificultades están ahí. Si uno quiere hacer el bien casi siempre se las encuentra.

Esos obstáculos no los pone el Señor, sino el pecado, como nos dice San Pablo.

Pero, también nos dice, que es mucho mayor el poder de la gracia que el daño que puede ocasionar el pecado (cfr. Segunda lectura: Rom 5,12–15).

Por eso, si somos inteligentes el miedo al que dirán no nos ha de mover. Lo que en realidad ha de preocuparnos es lo que puede dañar el alma: el cáncer que nos hace malos.

Jesús nos habla muy claro: «lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea» (Mt 10, Evangelio).

En definitiva, que no nos cortemos un pelo para hablar de Dios, ni de comportarnos como Él quiere.

El Papa para preparar el Encuentro Mundial de la Juventud que tendrá lugar en Sydney, nos decía que debemos reflexionar:

«sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio que nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo» (Mensaje para la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, Lorenzano, 20–VII–2007).

Y San Josemaría escribió unas palabras que nos pueden ayudar ahora:
«En estos momentos de violencia, de sexualidad brutal, salvaje, hemos de ser rebeldes. Tú y yo somos rebeldes: no nos da la gana dejarnos llevar por la corriente, y ser unas bestias. Queremos portarnos como hijos de Dios, como hombres o mujeres que tratan a su Padre, que está en los Cielos y quiere estar muy cerca –¡dentro!– de cada uno de nosotros (Forja, n. 15).

Jesús volvió a Nazaret durante su vida pública. Y San Lucas nos cuenta que, en una ocasión, quisieron matarlo después de lo que les dijo (cfr. Lc 4, 16–30).

Podemos imaginar como mirarían a la Virgen cuando Jesús se fue de allí. Lo que dirían de Ella por ser su Madre.

–Madre nuestra, ayúdanos a ser fieles a pesar de lo que cuchichee la gente.

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