sábado, 7 de junio de 2008

MI PUEBLO


Todos los que nos conocen saben perfectamente de qué pueblo somos. Incluso, a veces, hay quien nos identifican con el lugar de procedencia.

Hace unos años, cuando se hacía la mili, era normal que los mandos llamaran a los reclutas por el nombre del pueblo de donde venían: –Oye, Valencia, córtate el pelo.

El lugar de procedencia marca nuestra vida. Nuestra comarca es lo mejor del mundo, a pesar de lo que digan los demás.

Recuerdo también, durante un viaje a Roma, que, estando delante de la famosísima Fontana di Trevi, una fuente grandiosa, llena de esculturas enormes, con chorros de agua que salen por mil sitios, incluso tiene pequeñas cascadas...

Pues estando así, delante de esa maravilla, uno del grupo comentó, medio en broma medio en serio: pues, en mi pueblo, hay una fuente con cuatro caños gordos como este puño.

Es verdad, nuestro pueblo nos marca mucho.

En un Colegio Mayor, los que eran del mismo sitio se sentaban siempre juntos en la misma mesa para desayunar, comer y cenar: los de Murcia con los de Murcia, los gallegos con los gallegos.

Cada mesa era como una comunidad autónoma que, a veces, admitía uno o dos extranjeros.

Otros estaban tan unidos que eran conocidos como la comarca. Se lo pasaban en grande.

Es verdad, el pueblo influye. Se nota en la manera de hablar, en los temas de conversación, en los gustos. Incluso en la forma de vestir.

Pero, un pueblo no es solo esto, ni tampoco sus piedras ni sus fuentes, sino, sobre todo, las personas: Delio el del bar, y su padre Inocente, Aniceto...

En el fondo, nosotros no elegimos a esas personas: nos tocaron en suerte, caímos allí.

Sin embargo, Dios ha querido hacerse un pueblo escogiendo Él a sus habitantes.

Los primeros fueron: Pedro Barjonás, y Andrés su hermano, Mateo el publicano... y así hasta doce (cfr. el Evangelio de la Misa de hoy: Mt 9, 36-10, 8).

Estos eran los amigos del Señor, y luego vendríamos otros. Porque también nosotros somos de su pueblo (cfr. Sal 99, responsorial de la Misa).

–Señor, nos has elegido, somos tuyos (cfr. Sal 99) por eso nos cuidas, nos ayudas en lo necesario para el alma y para el cuerpo (cfr. oración sobre las ofrendas).

El Señor nos protege. No hay más que leer el Antiguo Testamento y ver cómo Yavhé defendió a los suyos del ataque de los egipcios (cfr. Gen 19, 2-6: Primera lectura).

Y, se vive tan bien en el Pueblo de Dios, que, desde hace siglos, los hombres han repetido muchas veces unas palabras del salmo 26, y que ahora podemos decir:

...una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida (26, 4: Antífona de comunión).

El Pueblo de Dios. El libro del Éxodo nos cuenta que el Pueblo hebreo fue elegido por Dios (cfr. 19, 2-6: Primera lectura de la Misa).

Eligió a Israel. «Hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco», revelándoles su persona y su plan de salvación.

Todo eso, lo hizo como preparación de la perfecta y nueva alianza que iba a realizar con Jesús (cfr. CEC, 781).

Desde luego, no hay otra nación de estas características en toda la Historia de la Humanidad.

Tiene algo especial: tan especial que el Señor nació en él, y no lo abandonará nunca.

Los santos se han identificado siempre con el Pueblo de Dios, que es su Iglesia.

En un encuentro que tuvo San Josemaría en Venezuela con un grupo personas, un hombre de barba se levantó para hacerle una pregunta, y empezó diciendo: –soy hebreo.

San Josemaría le interrumpió y le dijo que las dos personas que más quería en este mundo también eran hebreos: Jesús y la Virgen María.

Todos los cristianos somos de un mismo Pueblo, de un Pueblo muy especial. Por eso miramos el mundo de manera parecida, bajo la perspectiva de la fe; hablamos de temas comunes, de cosas sobrenaturales; nos divertimos y vestimos sin quitarnos a Dios de en medio. En definitiva, se nos nota.

A ese Pueblo pertenecemos no por genética, sino porque el Señor ha querido morir por nosotros. Y nos sentimos orgullosos de pertenecer a él (cfr. Segunda lectura: Rm 5, 6-11).

Jesús derramó su sangre hebrea para que fuésemos elegidos.

–Gracias, Señor, por el precio tan alto que has pagado por nosotros.
Y, como les sucede a las personas que son del mismo sitio, al Señor le gusta estar con los suyos.

Nos busca en todo momento: cuando trabajamos, cuando vamos por la calle, al comer, haciendo deporte... Está siempre a nuestro lado

María, también está junto a nosotros. Es nuestra madre: estamos unidos a Ella.

Jesús tuvo la misma sangre que la Virgen, porque el cuerpo del Señor se formó en su interior.

También María es nuestra madre, que nos está engendrando para la eternidad.

Ella sabe de la alegría de tener hijos. Nos defiende contra los ataques de nuestros enemigos.

En el cielo ocupa, si es que se puede hablar así, el cargo de ministra del ejército en la intimidad.

Sabe hacer compatible esa labor de defensa y la de madre de cada uno: Ella nos enseña a manejarnos dentro del Pueblo de Dios.

Nos enseña el idioma de nuestro Pueblo, y a comportarnos como buenos ciudadanos de ese Reino.

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