sábado, 19 de enero de 2008

EL CORDERO DE DIOS **

Juan el Bautista, estando en la orilla del Jordán, vio a Jesús y dijo de él: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (1). Ésta es la tarjeta de presentación del Señor.
Aunque a nosotros nos resulta familiar esta expresión, porque la utilizamos en Misa, quizá te puede parecer extraño que San Juan Bautista llame a Jesús Cordero. Pero en cambio los judíos entendían perfectamente a qué se refería y, estas palabras del Bautista impactaron mucho en los que estaban allí.

En tiempo de Pascua sacrificaban cada año un cordero, en recuerdo de que con la sangre de este animal fueron librados de la muerte y de la esclavitud en Egipto.

El Señor murió precisamente en la Pascua, y con su muerte nos amó hasta el fin. Con su sangre, nos libró de la esclavitud del pecado.

Si te paras a pensarlo, el pecado es la única cosa que hemos inventado los hombres. Cuentan que una niña pequeña que tenía muy mal genio, cogió una rabieta monumental: le tiró del pelo a su hermana y le escupió en la cara.

Su mamá, que lo disculpaba todo, dijo que era el demonio quien había hecho todo eso. Pero la niña más sensata dijo:
–Puede ser que me sugiriera tirarle del pelo, pero lo de escupirle fue idea mía.

Nosotros podemos decir lo mismo: el diablo nos enseñó a pecar, pero luego hemos aprendido nosotros solos y muy bien por cierto. De hecho cometemos pecados todos los días.

Claro que necesitamos al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

Jesús es el Cordero que vino a perdonar. Es el Redentor, el Reconciliador. Pero el Señor se ha quedado con nosotros para seguir perdonando. Justamente en su misericordia conocemos el amor que Dios nos tiene.

Y los pecadores están a gusto con Él, por eso cambian y le siguen con valentía, como la Magdalena o el mismo San Pedro después de negarle tres veces.

El Señor se ha quedado con nosotros para perdonarnos. Y, justamente en su misericordia, conocemos el amor que Dios nos tiene y eso nos acercar más a Él.

Los santos han sido personas que han tenido esto muy claro. San Josemaría, por ejemplo, se confesaba dos o tres veces por semana durante algunas temporadas, porque así experimentaba el amor de Dios y eso le impulsaba a ser mejor.

Te cuento un sucedido pequeño de su vida que nos puede ayudar. Un día, entró en una oficina donde estaban trabajando algunos hijos suyos. Entró y les corrigió, con cierta dureza, por unos errores que habían cometido en la tarea que tenían entre manos. Después, salió de la habitación.

Pasado un rato volvió, y, con una expresión serena en la cara, les dijo:
Hijos míos, acabo de confesarme con don Álvaro: porque lo que os he dicho antes os lo tenía que decir, pero no de ese modo. Así que he ido a que me perdone el Señor... y ahora vengo a que me perdonéis vosotros.

La confesión es el mejor remedio para alejar la tibieza, el desamor. Es bueno que acudamos a este sacramento aunque sea por cosas pequeñas, porque eso nos ayuda a querer más al Señor.

María Magdalena y San Pedro llegaron a ser santos por las veces que le pidieron perdón a Jesús. Se equivocarían mucho y otras tantas Dios les perdonó.

–Señor, yo también me equivoco mucho. ¡Enséñame a arrepentirme! ¡Que mis flaquezas me lleven a amarte más y más!

En nuestra vida hacemos cosas malas y buenas. Hay cosas que hacemos y dejan huella, y otras que no. Si uno tira una piedra a una piscina, se forman unas ondas que al poco tiempo desaparecen y todo queda como antes, parece que no ha ocurrido nada.

Si, en cambio, tiramos un aceite sobre una alfombra, no pasa lo mismo; el aceite deja una mancha que habrá que lavar, y vete tú a saber si eso se quita.

Un pecado no es como tirar una piedra a una piscina, sino como la mancha aceite, eso deja huella. El pecado deja una mancha en nuestras almas que deja de ser la misma de antes. Y, cuando Dios nos perdona, esa mancha desaparece.

El fruto de la confesión es saber la verdad de nosotros mismos, vemos las cosas como son en realidad, no deformadas, ni manchadas. Todo se hace más real y auténtico.

Además, la confesión es el mejor remedio para alejar la pereza, el egoísmo, la envidia, la sensualidad. Pensemos ahora si acudimos a este sacramento siempre que nos haga falta como un medio eficaz para vencer nuestros defectos.

Cada vez que nos confesamos le pedimos al Señor: ¡dame fuerzas para luchar! Y Él nos las da porque quiere ayudarnos.

Por eso, la persona que se confiesa con frecuencia, aunque siempre tenga los mismos pecados, los controla de alguna manera, no deja que crezcan. La que no se confiesa, acaba siendo esclava de sus pecados, ellos la controlan.

Oiga, preguntaba una adolescente a un sacerdote mayor,
¿porqué siempre me dice que no tarde mucho en volver?

Y el cura, entrado en años y en experiencia, le responde: –Muy fácil, si un reloj no tiene pila se para, y no sirve para dar la hora. Así le ocurre al cristiano, sin la ayuda de Dios no es feliz, ni ayuda a los demás. Sin los sacramentos nos ponemos mustios.

La chica responde:
–No, si tiene razón, pero a veces pienso que para qué molestarle por tonterías. Cuando tenga un buen saco de pecados entonces vengo.

-Entonces, siguió diciendo el cura, dile a tu madre que solo te de de comer cuando tengas mucha hambre… una vez al mes, si aguantas claro.

La confesión frecuente nos hace mucho bien, aunque pensemos que no tenemos suficientes pecados, que son siempre los mismos o que son una tontería.

Precisamente queremos pedir perdón al Señor porque nos duelen. Y no queremos que se repitan más. Porque, cuando hay amor, las pequeñas ofensas hacen daño.

A veces pasa que las madres, por curiosidad le preguntan a sus hijos de qué se han confesado. Y lo hijos normalmente no le responden. Pero hubo un chaval que si le respondió y le dijo:
–Yo siempre me confieso de lo mismo, de que tiro barro a los autobuses y de que no creo en el Espíritu Santo.

Pues a este niño, aunque diga siempre lo mismo, Dios le ayuda más, le da su gracia más veces que a otros que confiesan menos.

–Señor que venzamos la vergüenza de pedirte perdón las veces que haga falta. Agranda nuestro corazón para pedirte perdón.

Hablábamos al principio de San Pedro. No era un hombre perfecto. Fíjate, Jesús, en una ocasión le llamó Satanás (apártate de mí Satanás). Traicionó al Señor tres veces en público, discutió con los demás Apóstoles para ver quién iba a ser el mayor en el Reino.

Cometió pecados, grandes y pequeños, pero como estaba acostumbrado a pedir perdón al Señor, no es extraño que después de negarle tres veces saliera fuera y llorara desconsolado por lo que había hecho. La gracia de Dios le llegaba con frecuencia por eso cambió y fue santo.

San Juan y Santiago también recibieron muchas veces la gracia del perdón, y eso les cambió el carácter. Al principio de estar con Jesús se enfadaban y pedían que cayera azufre sobre los pueblos que no querían acogerlos y el Señor les tenía que corregir.

Santiago murió mártir, por amor a Dios, y San Juan, con el pasar de los años y la acción de la gracia, llegó a escribir cosas maravillosas sobre el amor a los demás. Te leo una: queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios (…)
Quien no ama no ha conocido a Dios.

Y qué me dices de San Pablo. Dice la Escritura que mientras mataban a san Esteban a pedradas, que fue el primer mártir, san Pablo estaba allí de pie viendo todo y aprobando lo que estaban haciendo. Pero la gracia de Dios fue más fuerte que sus pecados y por eso es santo.

Con Dios, todos pudieron.
–Señor, Tú has llevado el peso de la cruz, el peso de nuestros pecados. Levántanos porque solos no podemos.

Por algo dijo el Señor que hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por 99 santos. Menos mal, porque nosotros estamos muy lejos de la santidad. Y tenemos la capacidad de alegrar a Dios, cada vez que nos convertimos.

Jesús sufrió mucho con Judas. Estuvo el mismo tiempo con el Señor que los demás, y sin embargo terminó mal. Robaba de la bolsa pero no pedía perdón. Se fue haciendo duro. Jesús lo intentó hasta el último momento, pero él no quiso.

La Virgen es el Refugio de los pecadores. Acudimos a Ella para que nos lleve a confesar nuestros pecados cada dos por tres.

Ignacio Fornés y Estanis Mazzuchelli

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