El cariño lleva a las madres a corregir continuamente a sus hijos: -¡suelta ese cuchillo!; No pegues a tu hermana; ¿Todavía no te has comido la sopa?...Cansarse de corregir es cansarse de querer. A la gente que no se quiere le importa poco la vida del otro. Jesús quería mucho a los Apóstoles. Por eso les corrige, y no se cansa de hacerlo.
En el Evangelio vemos como el Señor no sólo corrige, sino que también enseña a hacerlo: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas (…). Si te hace caso, has salvado a tu hermano» (Evangelio de la Misa: Mt 18,15-20).
Corregir sí, pero con delicadeza. No se trata de machacar a alguien sino de ayudarle. Mientras preparo la meditación escucho una discusión en la calle entre dos conductores. Un hombre y una mujer. Se ve que ella había hecho alguna maniobra extraña. El conductor empezó a gritar: ¿Para eso tienes carnet? Mejor que te quedes en casa, gorda.
Hay que corregir, pero con cariño. El que ama la corrección ama la sabiduría. La persona inteligente es la que admite las correcciones. Equivocarse es humano. Aceptar las correcciones también lo es. Me contaba un amigo que este verano estuvo en casa de un primo al que le gustan mucho los pájaros. Y le gustan tanto que tiene uno en el patio interior de su casa. Un cernícalo. Es, como un halcón, como un águila en pequeño para los que no tenemos ni idea. Contaba mi amigo que el pájaro se portaba tan bien y era tan bueno, que se encariñó con él. Le cogió tanto aprecio que le empezó a hablar y a corregir las cosas malas que hacía: –Mira esto no te lo comas porque te va a sentar mal, tiene muchos huesos. Pero ¡qué haces bebiendo esa cochinada! le decía.
Quien bien te quiere te hará llorar, dice el refrán. Dios quiere que mejoremos, pero quiere que mejoremos mucho. Quiere que seamos santos. Por eso, no se cansa de corregirnos y de decirnos cosas. El Señor no entiende cómo no se corrige al que actúa mal (Ez 33,7-9: Primera lectura de la Misa). –«Ojalá escuchéis la voz de Dios» dice el salmo responsorial de la Misa (Sal, 94). -Ojalá, Señor, que escuchemos tu voz cuando nos corrijas. Y la voz de Dios nos llega por muchos sitios. Nos llega cuando las personas que nos ayudan a tratarle, nos dicen lo que hacemos mal. También nos llega por la oración. No es fácil aceptar que otra persona te diga lo que haces mal. Es distinto que alguien te lo diga a decírselo uno mismo. –Mire, yo es que soy muy orgullosa, decía una. Me pico enseguida. Me caliento la cabeza, sobre todo cuando me llevan la contraria. Eso no lo soporto. Le doy vueltas y vueltas, y me enfado mucho por tonterías. –Lo que tienes que hacer para combatir el orgullo y no enfadarte tanto... le quisieron aconsejar. Pero no le dejó terminar: Pues yo creo que tampoco es para tanto. A todo el mundo le pasa lo mismo. ¡No se porqué se pone usted así! ¿Lo de que soy orgullosa... lo dice por algo en concreto? -Señor que no nos enfademos cuando alguien nos diga las cosas que hacemos mal.
Mejorar cuesta. Hay que dejarse decir las cosas. Hay que querer cambiar: dejar de hacer algunas cosas y ponerse a hacer otras. Mejorar cuesta. A veces, las cosas que nos dicen duelen. Escuecen, como escuece una herida a la que se le echa agua oxigenada para curarla. Se trata de no justificarse cuando nos digan las cosas. Es importante que nos demos a conocer: me pasa que soy mi perezosa o muy caprichosa, etc, para que nos ayuden, corrigiéndonos si hace falta. Si no, terminaremos intentando solucionarlo nosotros hablando con nosotros mismos. Y así no se resuelve nada porque no sabemos como actuar ante un problema o unas circunstancias nuevas para nosotros.
El amigo este del verano contaba con gracia que lo malo no es hablar con un pájaro. Lo malo es cuando crees que te responde. Es entonces, decía, cuando te das cuenta de que algo extraño te está pasando. Los amigos se corrigen. La gente que está sola, que no tiene amigos, no recibe nunca ninguna corrección. Y habrá que corregir a la gente que queremos porque el sitio a donde va los viernes por la noche no le hace bien; o que no puede seguir haciendo el vago en los estudios; o que su manera de vestir es como demasié.
Los cristianos debemos decir las cosas como las madres, no porque nos guste cantar las cuarenta, sino porque queremos a los demás. San Pablo lo dice muy claramente: «a nadie les debáis nada más que amor» (Rm 13, 8-10: Segunda lectura). Dice el poeta: Me duele el corazón cuando tu sufres pero no puedo dejar de corregirte La indiferencia juzga y no comprende. Un padre comprende, exige: por eso no puedo dejar de corregirte. Le pedimos ayuda a la Virgen para que nos ayude a aceptar las correcciones que nos hagan.
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