Pedro no acepta que Jesús tenga que sufrir y morir (cfr. Evangelio de la Misa Mt 16, 21-27). Cuando el Señor les explica que va a tener que padecer mucho, Pedro le responde: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Hoy también el sufrimiento es la asignatura pendiente del Estado del bienestar. Este nuevo mesianismo tampoco entiende el valor de la cruz. Una señora, que sí entiende el valor de la cruz, me pedía que rezase para que su padre mejorara de una enfermedad. Está internado en el hospital. Aunque está muy mal, pedía que por lo menos se recuperara para la boda de su hija. Sería, decía con razón, una boda un poco triste si él no estuviera. –Señor, te pedimos ahora en nuestra oración, que, si es tu voluntad, se mejore esta persona y salga todo bien. La cruz aparece. No todo sale como lo hemos previsto o nos gustaría. Mucha gente se enfada con Dios porque permite el sufrimiento: no entienden el valor de la contrariedad. Y el sufrimiento aparece, tarde o temprano, y a veces cuando menos te lo esperas. Hace pocos meses, yendo a celebrar Misa temprano, me paró una mujer por la calle. Me suelo cruzar con ella a menudo, pero nunca habíamos hablado antes. Empezó a contarme todas las desgracias que le habían sucedido en las últimas semanas. Necesitaba desahogarse. A su marido le habían diagnosticado una enfermedad grave. Su hijo había tenido un accidente de moto y se había quedado parapléjico. Otro de sus hijos se había escapado del hospital donde se estaba rehabilitando por el alcohol. Y, para colmo de males, tres días antes se le había caído en el brazo izquierdo, que tenía vendado, una sartén con aceite hirviendo. Cuando terminó, le dije que rezaría por ella y por los suyos. También me vino a la cabeza un consejo que le di: que fuera a una iglesia, se pusiera cerca del sagrario y que se quedara allí, quieta, con Dios, cerca de Él. Indudablemente muchas cosas no salen como Dios querría, pero todas (también las que Él no desea) sabe utilizarlas para el bien. La sabiduría de Dios convierte las situaciones malas en buenas. Y si no que se lo digan a San Pablo. Cuando mataron a pedradas a San Esteban, él estaba allí bendiciendo ese asesinato. ¿Quién iba a decir que el perseguidor de los cristianos iba a convertirse en Apóstol? No debemos inquietarnos ante el mal, el dolor o las cosas que no salen. Si nos ponemos en las manos de Dios todo se arregla. Ya se ve que su lógica es distinta a la nuestra. A la vuelta de las vacaciones, me volví a encontrar con la señora de las desgracias. Tenía otra cara. Ya no lo veía todo tan negro. Algunas cosas habían mejorado. Su marido estaba mejor, y su hijo alcohólico volvió al hospital. Al final me dio las gracias por el consejo de buscar al Señor en el sagrario y estar con Él. Le sirvió y lo sigue haciendo. Dios entiende que nuestra primera reacción ante el sufrimiento sea de rechazo, y que, incluso que nos quejemos un poquito. Hay profetas que se han quejado mucho. Por ejemplo Jeremías, refiriéndose a Dios dijo: «No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre» (cfr. 20,7-9: Primera lectura). Y esto nos consuela, porque los santos tenían defectos, como nosotros. San Josemaría, cuando moría una persona joven que podía trabajar muchos años más en servicio de Dios, se quejaba por dentro en su oración. Luego rectificaba y le decía a Dios unas palabras muy bonitas que podemos repetir ahora: –Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada, la justísima y amabilísima voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén. Es curioso, cualquier situación, por dura que sea, se hace más llevadera cuando nos ponemos a hacer oración. Algo ocurre cuando estamos delante de Dios. La oración nos hace digerir lo que más nos duele, aunque no lo entendamos. Ya se ve que en la tierra nuestra lógica siempre será un tanto difusa: por eso San Pablo nos dice que tenemos que renovar nuestra mente (cfr. Rom 12, 1-2: Segunda lectura). San Agustín cuenta en su libro de Las Confesiones la muerte de su madre. Es un testimonio impresionante, que nos enseña como algo tan terrible a los ojos humanos como es la muerte, las personas santas la acogen con ánimo positivo. Unos días antes de que cayera enferma, estaban los dos solos, madre e hijo, hablando apoyados en una ventana que daba a un jardín interior. Surgió de manera espontánea el tema de la vida eterna. Santa Mónica dijo: –«una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces (…) ¿Qué hago ya en este mundo? »Al cabo de cinco días, cuenta San Agustín, cayó en cama con fiebre (…). Viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo: –Enterrad aquí a vuestra madre. »Yo callaba y contenía mis lágrimas (…). La Santa les dijo a él y a su otro hijo: –(…) lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor en cualquier lugar donde estéis». Nueve días después moría con solo 56 años (cfr. Confesiones, lib. 9, 10-11: CSEL 33, 215-219). Las personas que están cerca de Dios, piensan distinto cuando se presenta el sufrimiento. Cada día necesitamos un plan renove de nuestra alma. Hemos de hacer como los santos, que aunque no siempre acertaban, hablaban frecuentemente con Dios. Y el Señor les ayudaba a rectificar. María meditaba en su corazón las cosas que no entendía, y así se iba haciendo al querer de Dios, que, como es bueno, siempre acierta.
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