martes, 8 de mayo de 2018

18. EL FUEGO


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 Borrachos sin fronteras

Casi todos los años se reúnen, en distintas ciudades, miles de personas para celebrar la llegada de la primavera haciendo un macrobotellón.

En Granada viene gente de muchos sitios. Además de los universitarios de la ciudad, también llegan de otras provincias: Jaén, Almería, Madrid, etc.

Durante toda la tarde se ve un río de personas que van con la clásica bolsa de plástico con todo lo necesario.

El ambiente era de ilusión, de alegría por la que se va a armar.

Borrachera sin alcohol

El día de Pentecostés también se reunieron miles de personas en Jerusalén para celebrar la fiesta de la cosecha, que se tenía cincuenta días después de la Pascua.

En griego, la fiesta de la cosecha se traduce con la palabra Pentecostés, porque se celebraba 50 días después de la Pascua.

Venían de Libia, Cirene, de la actual Irak. Casi todos eran judíos nacidos y educados en países extranjeros; por eso hablaban lenguas distintas. Aquello no dejaba de ser un espectáculo curioso.

En ese día los discípulos del Señor estaban reunidos en un mismo lugar, unidos por el miedo, que es lo más penoso que puede unir. Y, de repente, llegó el Amor de Dios (cf. Hch 2, 1-11).

«Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar» (Hch 2,4). Se llenaron del Espíritu Santo, que produce en el alma los efectos del vino y empezaron a hablar.

Desinhibidos

De esta manera pasaron aquellos primeros cristianos del miedo y de la tristeza a la ilusión, a la ilusión de la juventud, y así nació la Iglesia (cf. Prefacio de la Misa de Pentecostés).

En cambio, en el botellón de Granada algunos pasaron del punto al coma, del puntillo al coma etílico.

Hay un filósofo español que ha escrito un libro que se titula: «Breve tratado sobre la ilusión».

En castellano la palabra «ilusión» tiene varios significados.

Se habla de un «iluso» cuando una persona
tiene ideas que no están fundadas en la realidad.

Pero también el término «ilusión» tiene una carga positiva: por eso hay cosas que llamamos «ilusionantes». Es la ilusión tan propia de los niños, los locos y los borrachos.

Locuaces

Precisamente uno de los efectos del alcohol es transformar la realidad y hacerte más expansivo.

Me contaron que algunos locutores de radio, antes de salir en antena, se toman un copazo, para tener así más facilidad de palabra.

¡Cómo cambia la cosa cuando se tiene el cuerpo entonado!

Pues el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es como el vino que enardece, ilusiona y nos hace hablar con el lenguaje que la gente entiende, el lenguaje del corazón.

Los Apóstoles «se llenaron del Espíritu Santo y hablaron de las maravillas de Dios», nos dice el Libro de los Hechos.
Aquel día, los Apóstoles no se cortaron un pelo. De hecho, la gente que les escuchó estaba asombrada y perpleja.

Tanto que se decían unos a otros: –«¿Qué puede ser esto?».

Y otros se burlaban diciendo: –«Están bebidos» (cf. Hch 2, 12–13).

Dicen, y es muy probable, que la cerveza la inventaron los monjes. Por algo sería...

Enamorados

Los Apóstoles estaban llenos del Espíritu Santo y, por eso, no les paró nadie.

San Pedro gritaría las maravillas de Dios en el idioma de la Capadocia.

También Santo Tomás se pondría a hablar con fluidez la lengua de los medos, y San Mateo anunciaría el Evangelio como los bereberes del norte de África.

Unieron a todos los que estaban allí hablando del Amor de Dios en distintos idiomas.

Una lengua única

Todos recordamos cómo la civilización antigua levantó una torre que acabó separando a los hombres de Dios, y a los hombres entre sí, porque no hablaban el mismo lenguaje.

Eso fue Babel, el orgullo que condujo a la separación.

Es lo contrario de Pentecostés. Porque el Amor de Dios no tiene barreras. Nos lleva a hablar en el lenguaje que todo el mundo entiende: el lenguaje del afecto, del amor.

Pero el lenguaje es un vehículo; lo importante es el contenido.

El mensaje que nosotros tenemos que transmitir es el Amor que Dios nos tiene (cfr. Hch 2, 11). El Amor de Dios, que es como el fuego.

Fuego

El fuego aparece frecuentemente en la Sagrada Escritura como símbolo del Amor de Dios.

El Señor quiere que su amor prenda en nuestro corazón y provoque un incendio que lo invada todo.

Era el fuego del amor de Dios, el Espíritu Santo, que poseía Jesús, y fue enviado a los Apóstoles el día de Pentecostés, y se posó sobre ellos en forma de lenguas de fuego.

El Espíritu Santo no apareció en aquella ocasión como una paloma, y los Apóstoles salieron a hablar con esa nueva lengua de fuego, que les había dado el Señor, con el entusiasmo de los borrachos.

El fuego de los santos

Los Apóstoles fueron capaces de llevar ese fuego hasta el último rincón de la tierra, porque antes había prendido en ellos.

Como le ocurrió  a San Josemaría: en una viaje por el sur de la Península Ibérica, cuando contemplando las costas del norte de África desde la punta de Tarifa, exclamó: «¡Qué pena que Jesucristo sea tan poco conocido en esas tierras!... Quizá es que no se trabaja bastante».

Y el que le acompañaba, don José Luis Múzquiz, decía que otras personas solían hacer comentarios del estilo de ¡qué buena visibilidad hay hoy!, o ¡fíjate! si se ven las montañas, o ¡mira! se ven Ceuta y Melilla...

Pero el comentario de San Josemaría fue el de una persona que estaba incendiada de amor de Dios.

También nosotros hemos de pensar con frecuencia en la expansión de la Iglesia, y repasar los lugares donde todavía no cunde el amor de Dios.

A san Josemaría le removían mucho esas palabras del Señor: «fuego he venido a traer a la tierra».

Y cuando era joven hasta las cantaba. Y empleaba muchas veces esta imagen del fuego para hablar de apostolado.

Por ejemplo, decía que teníamos que ser como un brasa encendida que quema o al menos eleva la temperatura espiritual del ambiente en el que nos movemos.

En algunas épocas del año es más fácil provocar un incendio. Basta con arrojar una colilla para que ardan hectáreas de bosque. Por eso las autoridades no dejan de advertirnos que hemos de extremar la precaución.

En el apostolado, en cambio, no hay que extremar la precaución, sino propagar continuamente incendios, da igual la época del año en la que estemos.

Lo único necesario para esto es que nos acerquemos  al origen de ese fuego, que es Dios mismo: Ure igne Sancti Spíritus!

Esto es lo que han hecho los santos, no desperdiciar ninguna ocasión para encender fuego.

Un día del verano de 1966 fue San Josemaría con don Álvaro y don Javier a comprar unos pantalones. Después de entrar en la tienda, convencieron al encargado de que les vendiera tres pantalones a precio de por mayor.

Mientras don Álvaro y don Javier escogían las tallas, pasaban al probador, esperaban a que se los envolvieran y pagaban, San Josemaría había comenzado a hablar con uno de los dependientes.

Se interesó por su trabajo y por su descanso, por su familia y por su vida cristiana. Aquel hombre se quedó removido y alentado, porque un sacerdote se había interesado por su vida y por su alma.

Y al despedirse comentó a don Álvaro y a don Javier, con un guiño de simpática complicidad: Il vostro compagno non perde il tempo.

La vibración apostólica

Pero la vibración apostólica no depende de condiciones de simpatía o sociabilidad. Si faltase apostolado, quizá haya vida interior, pero será pobre, raquítica.

El fin de la Iglesia es la gloria de Dios y la salvación de las almas, éste es también nuestro fin.

Y como han dicho los santos, lo leemos también en el epistolario de san Maximiliano Kolbe, la gloria de Dios consiste precisamente en la salvación de las almas, que cada uno salvemos almas. Con esto es con lo que el Señor disfruta.

Por eso, Jesús en la oración muchas veces nos dirá: –Cuantas cosas vamos a hacer entre los dos. Yo he venido a traer fuego a la tierra, y tú me ayudarás, como me ayudó mi Madre.

María está llena del Espíritu Santo

Dice el último concilio que

María pide con sus oraciones el don del Espíritu Santo

En la Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre ella, cubriéndola con su sombra y dando origen a la Encarnación del Verbo.

Su nueva misión de Madre se realizaría en el cenáculo de Jerusalén –dice Juan Pablo II– donde nacería el cuerpo místico de Cristo, que es su Iglesia.

La efusión del Espíritu Santo lleva a María a ejercer su maternidad espiritual de modo especial.

María Esposa de Dios Espíritu Santo, es Madre de la Iglesia, a Ella le pedimos ahora que nos consiga el fuego de su Amor.

Con Ella el Amor a Dios entra solo, como el buen vino, y va directo al corazón.




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