Después del pecado original, cuando Dios se dio cuenta de que el diablo había engañado a Eva, castigó a la serpiente y la maldijo: «Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida» (Gen 3, 9-15.20: Primera lectura).
Pero, como Dios es nuestro Padre, no se enfadó con Adán y Eva, ni los dejó abandonados a su suerte. Quiso protegerlos contra Satanás y les dio alguien que los defendiera de nuevos ataques.
Por eso le dijo al tentador: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella te herirá en la cabeza».
Nos puso a alguien capaz de combatir al maligno, de vencerlo. A través de esa mujer, de María, nos vino la victoria porque nos trajo a Jesús (Sal 97 1.2-3ab.3cd-4: Salmo Responsorial).
Efectivamente dio a luz a un Hijo que fue grande, llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios, dice la Escritura, le dio «el trono de David, su padre, y reinará sobre la descendencia de Jacob por siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 26-38: Evangelio de la Misa).
San Pablo nos dice que Dios, antes de crear el mundo, contaba con nosotros para que «fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia» (Efesios 1, 3-6.11-12: Segunda lectura).
O sea que, a pesar del pecado original y de nuestros pecados personales, el Señor nos quiere limpios, santos.
Para conseguirlo no estamos solos, Ella nos ayuda. Como es la llena de gracia, cuenta con todas los medios para vencer al enemigo. Es la Purísima, la Inmaculada, nuestra mejor arma. Satanás nunca pudo ni podrá jamás nada contra Ella.
Desde siempre se ha creído que a la Virgen no le tocó el pecado primero. Así se ha dicho desde antiguo. Y aparece en más de un escudo de las ciudades que habían hecho la promesa de defender el dogma de la Inmaculada Concepción.
Incluso los estudiantes de la época hacían un juramento para defender con su vida esta verdad, antes de que se promulgara el dogma en 1854.
Desde siempre lo hemos tenido claro y le hemos dicho: Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres (Aleluya de la Misa)
No solo rebosa de gracia humana, sino que está llena de Dios. Es la gratia plena porque dijo en todo que sí al Señor. Para conseguir nosotros llenarnos de gracia necesitamos su ayuda.
Se la pedimos directamente a Dios: Tú que has querido culminar en María la plenitud de la gracia, concédenos ser reflejo de su hermosura inmaculada.
Lo mismo que una niña se parece a su madre en la manera de andar, de hablar o de peinarse, tanto que incluso, a veces, pueden decirle: ¡Eres igual que tu madre!, ahora le pedimos a Dios que seamos iguales a nuestra Madre del cielo.
Como todas las cosas bonitas tienen muchos nombres, fruto del saber popular, también a la Inmaculada se la conoce como La siempre entera. Así la llamaba un conocido santo de estas tierras granainas. El pecado divide al hombre y lo separa de Dios.
A Ella nunca nada le ha separado de la Trinidad. Por eso, acudir a su intercesión nos une con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Por esta razón le pediremos en la Misa que los que se han alejado del camino, por intercesión de la Virgen, refugio de pecadores, se conviertan y obtengan el perdón de sus culpas (cfr. Oración de los Fieles).
–Señor, así como a Ella la preservaste limpia de toda mancha, guárdanos también a nosotros limpios de todo pecado (Oración sobre las Ofrendas).
Nosotros, en una fiesta como la de hoy, podemos mirar a María para llenarnos de esperanza en la lucha.
De la Virgen se cantan grandes cosas, porque por Ella nos ha nacido el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios (Antífona de la Comunión).
San Josemaría tenía una gran confianza en la Virgen porque le trataba mucho. De hecho nunca salía de su casa sin saludarla, incluso le daba un beso a una imagen.
Te voy a leer parte de su diario en el que cuenta su lucha y la ayuda que le daba su Madre del Cielo:
«Esta mañana (...) me desperté segurísimo de que había llegado el momento de levantarme. Efectivamente, eran las seis menos cuarto. »Anoche, como de costumbre también, pedí al Señor que me diera fuerzas para vencer la pereza, al despertar, porque —lo confieso, para vergüenza mía— me cuesta enormemente una cosa tan pequeña y son bastantes los días, en que, a pesar de esa llamada sobrenatural, me quedo un rato más en la cama. »Hoy recé, al ver la hora, luché... y me quedé acostado. Por fin, a las seis y cuarto de mi despertador (que está roto desde hace tiempo) me levanté y, lleno de humillación, me postré en tierra, reconociendo mi falta —serviam!—, me vestí y comencé mi meditación. »Pues bien: entre seis y media y siete menos cuarto vi, durante bastante tiempo, cómo el rostro de mi Virgen de los Besos se llenaba de alegría, de gozo. »Me fijé bien: creí que sonreía, porque me hacía ese efecto, pero no se movían los labios. Muy tranquilo, le he dicho a mi Madre muchos piropos . »(Llegué a hacer pruebas –escribe–, por si era sugestión mía, porque no admito fácilmente cosas extraordinarias. Inútilmente: la cara de mi Virgen de los Besos, cuando yo positivamente, tratando de sugestionarme, quería que sonriera, seguía con la seriedad hierática que tiene la pobre escultura). »En fin, que mi Señora Santa María [...] ha hecho un mimo a su niño (Vázquez de Prada, Tomo I, p. 469).
Es nuestra mejor arma para los combates diarios. Y si caemos vencidos, la Virgen no levanta.
Como San Josemaría lo tenía comprobado en su vida diaria, escribió: «Antes solo no podías…–Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!(Camino, 513). O esta otra frase que nos traza un camino seguro «A Jesús siempre se va y se “vuelve” por María» (Camino, 495).
Terminamos con una oración para que nos proteja: Dulce Madre no te alejes. Tu vista de mí no apartes. Ven conmigo a todas partes y solo nunca me dejes. Ya que me proteges tanto, como buena Madre, haz que me bendiga el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
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